[Ensayo] «Ha dejado de llover»: La esperanza es crear un hogar

El nuevo poemario del escritor chileno Cristián Brito Villalobos se sumerge en dilemas existenciales tan profundos, gastados y a la vez valederos, como los que se persiguen en la forma de una revelación deslumbrante, pero obtenida después de una búsqueda errónea y autodestructiva.

Por Nicolás Poblete Pardo

Publicado el 16.6.2024

Julia Kristeva, en su hermoso Historias de amor, confiesa: «¿Hablamos de la misma cosa cuando hablamos de amor? ¿Y de qué cosa? La prueba amorosa es una puesta a prueba del lenguaje: de su carácter unívoco, de su poder referencial y comunicativo».

Historias de amor fue publicado originalmente en 1983. Unos años antes, en 1977, Roland Barthes explicaba «la necesidad de este libro», Fragmentos de un discurso amoroso, a partir de la consideración que asevera que el discurso amoroso hoy es de una extrema soledad: «Es un discurso tal vez hablado por miles de personas (¿quién lo sabe?), pero al que nadie sostiene; está completamente abandonado por los lenguajes circundantes».

Casi medio siglo después, ambas reflexiones siguen palpitando en Ha dejado de llover, de Cristián Brito Villalobos (1977), volumen donde encontramos un vórtice por boca de un «simple poeta con pena». Pero no hay nada simple en los dilemas existenciales en los que nos sumerge la voz poética, pues: «en mí hay una grieta / que siempre estará abierta / lamida por lobos / que me siguen por las noches».

Aquí se expresa aquel amor incondicional y unilateral desde la mirada ingenua de un niño hacia sus padres, o el amor más orgánico que mezcla erotismo con naturaleza, roca con piel y, de manera literal, anuncia su consumación: «confesarte que este poema / dice exactamente lo que siento», un recurrente, en apariencia llano: «Te quiero».

Ha dejado de llover es la revelación deslumbrante después de una búsqueda no solo errónea, sino destructiva. El contacto no se puede encontrar a través de la toxicidad de los bares y el alcohol, tampoco en la alienación y supuesta seguridad que brinda la rutina, y que acontece entre rostros cansados y resignados.

En este hechizo la voz toma conciencia de las puertas que han estado siempre cerradas, de los espejismos en los que se puede ver una confusa felicidad; la voz comprende también que las ofertas religiosas resultan espurias, incluso degradantes («los milagros y Dios de mí se han reído») y que la pobreza, aunque dura, es burlada por este hallazgo sin precio: el amor.

O, dicho de otro modo, la noción de Dios se filtra, se destila hasta llegar a su equivalencia como cuerpo humano, carne venerada: ésa es la concreción del milagro en belleza, refugio y depósito de devociones: «te abrazaría por la espalda / en frente del abismo».

 

Porque se ha experimentado el tormento

En este vórtice confluyen inocencia, desencanto, esperanza y, muy mínimamente, cinismo. Ese desencanto es aquella escena de aeropuerto donde la mirada detecta alienación, abulia, nuevamente la chispa en un cuerpo infantil y, también, la confirmación del estancamiento y la incapacidad para aprender: un mensaje político cifrado que habla de las batallas perdidas que culminan en la imposibilidad de avanzar como sociedad, pues: «nuestro hermoso país / […] nunca quiso volar».

La esperanza es crear un hogar a partir de «la sonrisa honesta», donde la ingenua noción de comunidad es objetada y la salvación parece estar destinada a un pacto microscópico, casi alienado, acotado a «un mundo propio» en el cual jugar y convivir con la naturaleza, a fin de crear un bosque en medio de la ciudad y, así, evadirla, porque es solo depósito de toxicidades, dolor y solo de ocasionales iluminaciones esperanzadoras.

El ideal es una transición hacia cuerpos naturales y, así, los sueños toman protagonismo; los sueños son dulces, potencian el hechizo en el que escribe la voz. Si la realidad urbana es muchas veces impedimento y corrosión, comercio y prostitución, el sueño ofrece estepas de idealización, placer y plenitud. Y, a veces, sueño y realidad coinciden, el deseo y la idealización pueden descender hasta la carne misma, hasta «la vida».

De esta forma, ¿es lo nuevo un placebo, un espejismo soberbio para sepultar lo pasado, los fantasmas del pasado? Es necesario anclarse a esas boyas de salvación, porque hay un paisaje que observar y absorber, incluso o precisamente porque la conciencia de la propia mortandad y decrepitud es una invasión insoslayable, que se experimenta como realidad, espectáculo, y se proyecta hacia el cuerpo propio que envejece y comienza a mostrar signos de deterioro.

Hay invierno en el cuerpo, nieve en el pelo. Es comprender que el universo es insondable y nosotros meros insectos, que el planeta no se detiene y es indiferente para con sus multitudes. Es, finalmente, aceptar que nuestro destino final es la calavera: «me encontré con un esqueleto / su rostro antes hermoso era ahora una calavera» («Ayer conversé con mi muerte»).

La inocencia que caracteriza cierta infancia es otra de las felicidades perdidas y evocar aquella etapa es una posibilidad de reanimar la vitalidad que amenaza con el deterioro de un cuerpo con cicatrices que se aproxima al medio siglo de vida.

«El amor nos hace eternos», dice la voz poética en «Todo es sobre el amor», el reverso de la moneda que llevaba por título «Todo es sobre la muerte». Pero aún hay heridas de esta realidad y es en ese recuerdo donde tambaleamos, pues vemos lo frágil, a veces ilusorio del hechizo que se apodera del cuerpo hablante: «me aferro a un chaleco / como un hombre ahogándose a un salvavidas», confiesa en «A veces».

Así, es el contraste el que hace posible la valoración: se es feliz porque se ha experimentado el tormento. Otros mentores, cuyo mensaje cifrado permanece, han muerto: Pohlhammer, Lennon.

Se perpetúa la esperanza porque otros ya han transitado el dolor en la poesía (Vallejo, Teillier) y porque, por más mortandad, el ser humano está hecho para amar. El miedo al futuro se enfrenta con la esperanza de conseguir cicatrización; la cicatriz es el lujo de quien opta por (sobre)vivir.

¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? ¿Hablamos algo que nadie entiende y que, sin embargo, todos hablan en los distintos tonos de la lengua, desde el parloteo hasta la confesión más profunda que yace bajo el músculo que es la lengua y que opta por callar?

¿O es el simple reconocimiento de una sonrisa espontánea que surge del cándido acto de vivir, del hecho de vivir que engloba la carne más cercana y la realidad inalcanzable pero perceptible de la estratósfera, que puede ser la máxima satisfacción, fugaz, a la vez que mística?

 

 

 

 

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Nicolás Poblete Pardo (Santiago, 1971) es periodista, profesor, traductor y doctorado en literatura hispanoamericana (Washington University in St. Louis).

Ha publicado las novelas Dos cuerpos, Réplicas, Nuestros desechos, No me ignores, Cardumen, Si ellos vieran, Concepciones, Sinestesia, Dame pan y llámame perro, Subterfugio, Succión y Corral, además de los volúmenes de cuentos Frivolidades y Espectro familiar, la novela bilingüe En la isla/On the Island, y el conjunto de poemas Atisbos.

Traducciones de sus textos han aparecido en The Stinging Fly (Irlanda), ANMLY (EE.UU.), Alba (Alemania) y en la editorial Édicije Bozicevic (Croacia).

Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

«Ha dejado de llover», de Cristián Brito Villalobos (Editorial Cuarto Propio, 2024)

 

 

 

Nicolás Poblete Pardo

 

 

Imagen destacada: Cristián Brito Villalobos.