[Ensayo] «La zona de interés»: La historicidad audiovisual del holocausto

Galardonada con la estatuilla destinada para la Mejor Película Extranjera en los recientes Premios Oscar, el largometraje de ficción dirigido por realizador británico Jonathan Glazer, corresponde a una traslación libre en torno a la novela homónima del fallecido narrador inglés Martin Amis.

Por Cristián Uribe Moreno

Publicado el 11.4.2024

El filme La zona de interés (2023) de Jonathan Glazer, ya se puede ver en la plataforma de Prime Video, y es una de las cintas que dio que hablar el año pasado porque toca un tema reamente sensible: el holocausto judío que perpetraron los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Un tema que genera polémica y opiniones encontradas, sobre todo en el contexto internacional actual.

La realización del director británico funciona en más de un nivel, pero es claro que antes hay que saber cómo trabajaban estos campos de la muerte para entender lo que la historia exhibe y lo que omite en sus imágenes. Con estos elementos, se hace una verdadera obra cinematográfica que desarrolla de manera excepcional los componentes tanto dentro del encuadre como fuera de este.

Así, lo primero que se percibe es la trama, aunque en este caso sea mínima. Rudolf Höss (Christian Friedel) es un oficial nazi que llega con su esposa, Hedwig Höss (Sandra Hüller) y sus cinco hijos a hacerse cargo del campo de concentración de Auschwitz en Polonia. La casa asignada se encuentra colindante con el centro de exterminio y Rudolf arriba con la misión de hacer más «eficiente» el campo.

El relato se esfuerza en mostrarnos ese diario vivir dentro del terreno. Esto se logra con cámaras fijas, puestas en los distintos espacios donde se mueve el matrimonio, sus hijos, sus sirvientas y toda la gente que entra y sale de la vivienda y sus jardines.

De esta forma, esa cámara fija, con planos muy geométricos, muestra a los habitantes de la casa y sus acciones como si fuera un reality pues no hay un argumento que se oriente hacia confrontación de fuerzas o en dirección a un clímax. Los problemas de la pareja protagónica se relacionan con coyunturas domésticas en los cuales la guerra y sus horrores no son mencionados. De ahí, todo lo que ocurre del conflicto armado y la tarea de exterminio que se lleva a cabo al lado de la casa, ocurre en el fuera de campo, más allá del encuadre de la imagen.

Por esto, lo más importante, lo vital, transcurre no en la casa, sino afuera: en el humo de trenes que se ven a lo lejos y que vendrían con prisioneros judíos; o con esas chimeneas que comienzan a funcionar y que ni siquiera en la noche detienen sus funciones; o con ese bullicio que se escucha y que el espectador reconoce y que remite a la muerte.

El complemento ideal de lo que se reproduce en pantalla es el sonido, ese sonido que se escucha y no se detiene durante todo el relato. Ruidos de perros ladrando, gente gritando, disparos, el rugido de órdenes, los zumbidos de la chimenea, del tren, de las cámaras de gases, todo se escucha mezclado, de manera confusa, a ráfagas y como ruido de fondo, tras los muros de la casa. Todo emanando de esa inmensa edificación que se ve junto al muro, esa fábrica, que es la industria de la muerte de Auschwitz.

Y el último elemento que el filme trabaja con sumo cuidado son los colores con que está rodada. La película se plasma y registra, básicamente, en tres colores: negro, blanco y rojo.

 

Una oscuridad sin fin

Al inicio del filme, solo se ve un fondo negro con unos sonidos que perturban. El trabajo de Mica Levi va acorde a ese otro ruido que llena la película. Por eso, las pocas veces que se escucha música, esta es disonante y tiende a sentirse como proyecciones mentales. Cuando se aclara la imagen, aparece la luz y se ve un río apacible, una hermosa familia y un color verde de una naturaleza que celebra la vida.

Esa luminosidad se ve en la mayor parte del relato y destaca el blanco con que suele vestirse Rudolf, un blanco inmaculado en sus camisas, en su chaqueta en sus pantalones. Un blanco, que representa la falta de remordimientos que tiene el jefe nazi.

Así, el contraste de colores también lo vemos en el verde del jardín de los Höss, como si fuera un paraíso campestre, que contrasta con el gris permanente de los muros de la casa, de la pandereta que divide la casa del campo, del hormigón, el cemento, de las cenizas.

Y luego los hermosos colores de las flores del jardín de los Höss, plantas que en primeros planos aluden al rojo, un rojo intenso, sinónimo de sangre, sinónimo de fuego, sinónimo de infierno. Un plano detalle de una flor roja y sus pétalos y al medio un negro que remite al abismo, al abismo de barbarie que se está dando en esos momentos en el campo de concentración. Ese abismo que Rudolf entrevé cuando se junta con los oficiales y camina por esos enormes corredores que tienen una oscuridad que parece no tener fin. Solo oscuridad.

El horror de extramuros va permeando la idílica mansión de forma casi imperceptible: en los juegos de los niños, en esa ropa que tan generosa regala Hedwing, en esos billetes de distintas nacionalidades que cuenta Rudolf, en ese bebé que no para de llorar, en esa hija que siempre está sonámbula, en esa niñera que no puede dormir en las noches, en esa colección de dientes de oro que tiene el hijo mayor, en esa mancha plomiza que se desplaza por el río, en las cenizas que abonan el jardín de los Höss.

Como contraparte, la única persona que ayuda a los prisioneros es una chica que sale en las noches a dejar manzanas en el camino para los prisioneros que pasarán hacia el campo o los alrededores. A ella nunca la muestran del todo porque está filmada con una cámara térmica, en negro, convirtiéndose el reverso de esa luminosidad que detenta la casa de los Höss. La niña aparece cuando Rudolf lee cuentos a sus hijas y es la única vez que aflora una imagen de humanidad en este frío relato.

 

La banalidad del mal y su memoria

La cinta está libremente adaptada del libro homónimo de Martin Amis. De la novela saca la idea del jefe nazi a cargo del campo de concentración y su vida diaria con su familia. Pero lo que más resuena en el relato es la filósofa Hannah Arendt y su concepto de «la banalidad del mal».

En efecto, la idea de Arendt sobre como el exterminio terminó siendo un procedimiento burocrático, cruza toda la película. Lo internalizado que tienen los personajes —que la muerte de los prisioneros es un trabajo más— se percibe en las conversaciones diarias de Rudolf por teléfono. Y de forma directa en las reuniones que tiene Rudolf con los jerarcas nazis para discutir el modo más eficiente de acabar con esos seres humanos de «tercera». Esa falta de conciencia del mal ejecutado, nunca abandona la historia.

Y por otro lado, la película actúa en ausencia. Esa ausencia de mostrar personas siendo asesinadas, es una decisión que se acerca a la imposibilidad de representación de este tipo de mal. Algo que Theodor Adorno introdujo en sus Meditaciones sobre la metafísica, con el aforismo «después de Auschwitz». La historia se queda en la línea del abismo de la muerte, lo insinúa, lo vislumbra pero no entra a figurarlo.

En este aspecto, siempre están las sirvientas de la casa limpiando, para que todo esté pulcro, para que no queden huellas, no quede rastro. Algo así como la limpieza genocida de la maquinaria hitleriana. Sin embargo, la aparición de las instalaciones en el día de hoy, con personas que limpian para «conservar» los vestigios de la matanza, muestra la resiliencia del ser humano y la persistencia de la memoria.

Sin ir más lejos, el mismo Jonathan Glazer cuando recibió el Oscar a la Mejor Película Extranjera, en su discurso destacó lo actual de su filme recordando que esta deshumanización que permitió el holocausto judío, no se vea «secuestrado» por una causa que se lleve tantos inocentes, «ya sea las víctimas del 7 de octubre en Israel o del ataque que se está llevando a cabo en Gaza». Dicho en vivo y en directo para varios millones de telespectadores.

 

 

 

 

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Cristián Uribe Moreno (Santiago, 1971) estudió en el Instituto Nacional General José Miguel Carrera, y es licenciado en literatura hispánica y magíster en estudios latinoamericanos de la Universidad de Chile.

También es profesor en educación media de lenguaje y comunicación, titulado en la Universidad Andrés Bello.

Aficionado a la literatura y al cine, y poeta ocasional, publicó también el libro Versos y yerros (Ediciones Luna de Sangre, 2016).

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

 

Cristián Uribe Moreno

 

 

Imagen destacada: La zona de interés (2023).