«100 años de literatura en Chiloé»: Un siglo de la palabra viva en el archipiélago mágico

Una crítica (y crónica) personal a la antología preparada en 2014 por el estudioso de la zona, Mario Contreras Vega, en un texto que se ha transformado en un aporte insustituible para conocer el arte lírico cultivado en la última centuria, sobre los húmedos bosques de esa isla mítica del sur de Chile.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 31.1.2020

Mario Contreras Vega, poeta, narrador y entusiasta gestor cultural, avecindado en Chiloé desde su temprana juventud (nacido en Coyhaique, en 1947), publicó, en agosto de 2014 por Ediciones Alquimia, la antología 100 años de literatura en Chiloé. Repertorio bio-bibliográfico de autores (1900-2000), con el patrocinio de la Corporación Municipal de Castro (Santiago de Castro, capital de Chiloé), en un notable aporte a la creación literaria en el llamado “archipiélago mágico”, conquistado en el verano de 1567 por Martín Ruiz de Gamboa, quien lo bautizaría como “Nueva Galicia”, aunque, como en muchos otros lugares y comarcas de este enjuto y lanzal Chile, prevalecería su hermosa toponimia huilliche, “Chilhué”, derivado en Chiloé, “lugar de gaviotas” o “lugar de pájaros estridentes”, según se entienda.

Son sesenta y seis autores, la mayoría chilotes de nacencia o como el compilador, radicados e inmersos en una región de rica y variada cultura y, sobre todo, provista de una identidad que no poseen otras provincias chilenas, singularidad que ha resistido todos los embates continentales y el asedio de la “modernidad” y del “progreso”, para mantenerse como otro país. Aún puede escucharse a los lugareños de las treinta y ocho islas desperdigadas en el mar de los canales, referirse a los afuerinos que vienen del norte como “chilenos”, pues ellos son esencialmente chilotes.

Debo decir, a modo de significativa anécdota, que mi amiga gallega, Begoña Pereira, afincada en Santiago de Chile desde hace poco más de un año, me obsequió este libro, mientras caminábamos por la mercantil Feria Internacional de Santiago, a fines de octubre, junto al pintor y poeta, Antonio Chaves, su compañero, activísimo agente cultural en Chile, por iniciativa propia, afecto y curiosidad por este finisterre austral, donde descubre poetas y rescata infolios y destierra luces creadoras sumidas bajo la sombra del olvido; entre ellos, a ese gigante conocido como Pablo de Rokha.

La antología de Mario Contreras Vega consta de seis capítulos:

I. Los fundadores (8 autores).

II. Irrupción del costumbrismo: Los naturalistas telúricos (5 autores).

III. Escritores de la transición (3 autores).

IV. La Generación post-Golpe (21 autores).

V. Los contemporáneos (24 autores).

VI. Los aportes foráneos (5 autores).

Me llama la atención que entre los “aportes foráneos” figure Rubén Azócar, autor de esa entrañable novela, Gente en la isla, cuya lectura me recomendara Luis Sánchez Latorre, Filebo, cuando yo iniciaba mis indagaciones sobre la vida y la cultura chilotas, al promediar la década del 70. Aunque nacido en Arauco, yo imaginaba a Rubén como un chilote de los buenos y generosos, y no se me hubiera ocurrido llamarle “foráneo” en Chiloé. Por otra parte, pienso que el arbitrario registro de nacimiento poco tiene que ver con las raíces de culturas que el individuo asume como propias, aunque haya nacido en las antípodas del territorio civil que lo consigna como simple dato burocrático. El propio antologador nació en Coyhaique, en octubre de 1947, aunque es un chilote de tomo y lomo, ¿quién podría ponerlo en duda?

Esto me remite al viejo gallego, Demófilo Pedreira Rumbo, a quien los avatares de la historia y las atrocidades de la dictadura de Franco en Galicia y España, primero, y luego las de Videla, en Argentina, le llevaron a radicarse en Chiloé, en 1979, para vivir allí, en la villa de Dalcahue, hasta el año 2008. Él lo decía de manera escueta: “Aquí encontré, más que mi segunda patria, como suele decirse, el lugar donde me reencontraría con las cenizas aún vivas del pasado remoto”.

Y Demófilo fue, durante treinta años, un chilote más, aunque se le adivinase la distinta musicalidad de su prosodia coruñesa detrás del canto silábico chilote.

Pero, vamos, la antología no la articulé yo, sino el poeta Mario Contreras Vega, a quien conocí en Castro, allá por 1986, cuando pasé una enriquecedora temporada en casa de Antonio Cárdenas, don Tono, padre de mi buen amigo Renato, en la pequeña villa de Calen. Y tanto Mario como Renato son profundos conocedores del mundo chilote, al que han entregado el mayor tiempo de sus afanes.

Mis principales referentes en Chiloé están en el capítulo IV, de la llamada “Generación post-Golpe”, que por estos pagos llamamos la “Generación diezmada”, aunque el poeta Pepe Cuevas la designe como “Veteranos del 70”, que es, sin duda, más poética y aun gráfica. De estos autores y su obra, conozco a los dos mencionados en el párrafo precedente, a los que sumo con memoriosa unción a: Carlos Trujillo, Sergio Mansilla, Rosabetty Muñoz y Aristóteles España, a quien dejo para el final. Nuestro querido y malogrado Tote, junto a Renato Cárdenas, me ayudaron en la escritura y composición de mi libro Gente de la tierra, conjunto de relatos de gentes de las aldeas de Galicia y de las villas y villorrios de Chiloé, editado por primera vez en 1987. Asimismo, me orientaron para la estructuración de mi ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos, editado en 1997 y 2008, donde rindo tributo a mi “descubrimiento” o hallazgo en el estudio comparativo de ambos imaginarios populares.

La mejor hospitalidad chilota la recibí de Renato Cárdenas y de su lindo viejo, don Tono. Y lo que sé del mundo chilote se lo debo en gran medida a Renato, con quien hemos pasado largas veladas en fraternales discusiones sobre ciertos tópicos e influjos de dudoso origen. De Renato se recogen en esta antología dos poemas breves y un trozo de su entrañable texto “Chiloé, los territorios del sonido”. Al respecto, compartí con él unas grabaciones de la Galicia profunda, “Os sons da terra”, donde encontramos ciertas analogías hermanadas por los rumores de la tierra. Es bello y eufónico el decir de Cárdenas:

“La huehueda tiene siete idiomas”, me dice Gilberto Ulloa Eugenín, para referirse a un pajarillo montaraz, de color negro y pecho anaranjado, similar a la lloica. La primera, cuando llama agua ordinaria, dice “dehuet-dehuet”; la otra, cuando va a llover agua delgada, dice “mahuín-mahuín-mahuín”; cuando va a haber sol, dice: “cho-cho-cho”; cuando dice: “pet-pet-pet” se asusta porque ve cualquier cosa…».

“Los pájaros son los grandes músicos de estos archipiélagos. Están en el mar, en la playa, en las pampas, en los bosques, en las quebradas, en los barrancos, en los ñadis, en los esteros… En esos lugares presagian o adelantan los cambios atmosféricos, venturas, o simplemente son observadores o mensajeros de los brujos”.

Rosabetty Muñoz lee para mí un poema, una tarde, en la ribera de Dalcahue, mientras miramos el trasbordador de madera que corta las aguas del canal, buscando atracar en Quinchao con unos turistas vocingleros:

ÉRAMOS LOS ELEGIDOS

Éramos los elegidos
la gran familia del pan inagotable
que cantaban a voz en cuello los profetas.
Tú y yo los escuchábamos todavía
desde esta ciudad más pequeña que el mundo.
Los escuchamos
no para creernos el viejo paraíso
(tenemos demasiados siglos de intemperie encima)
pero sus palabras tienen la solemnidad
que queremos para nuestras pobres esperanzas
sus palabras eran divinas como la noche
y el pueblo los seguía.
Hoy, que no tenemos profetas
y apenas podemos con la desgracia
de estar abandonados,
los escuchamos
con la terrible convicción
de que el dolor es el único lenguaje
que traspasará la historia.

 

Esta antología me acompañará en mis próximos viajes, primero a Chiloé y luego a Santa María de Vilaquinte, en este “veinte veinte” que se nos abre tan revuelto como prometedor. Será como un ofertorio de palabras o un libro de oraciones, como esos que llevaban los peregrinos para aligerar las jornadas, entre la Vía Láctea y la Cruz del Sur, diciendo con el autor, con el compañero poeta, Mario Contreras Vega:

Nuestros silencios fueron
los más sabios discursos de esos días.
El sonrojado rostro y el gozoso crujido de los huesos
la singular corona prendida a nuestras sienes
cansados por el noble trabajo de rebañar la tierra
de transformar el árbol en madera y en cuna.

Hoy, viejos ya, nos paseamos por el bosque
añorando el fuego entrañable de esos días.

 

Cierro aquí la antología, pero la página 94 se abre sin que yo la convoque, como si un brujo de la Recta Provincia me instara a leer y reproducir un breve poema de Carlos Trujillo, hoy en la lejana y docta Filadelfia:

En Chiloé
cantan los gallos a las 5:30 de la madrugada
y en ese instante
todos abren sus ojos
atiborrados de sueños
y miran desde sus ventanas
la primera gota de lluvia
que saluda al día.

 

***

Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, y se familiarizó con la poesía española y la literatura celta en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la cual su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego en 1994. Contador de profesión y escritor de oficio y de vida fue también el creador del Centro de Estudios Gallegos en la Universidad de Santiago de Chile (Usach), Casa de Estudios donde ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes (Editorial Etnika, 2017).

Asimismo, es redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

«100 años de literatura en Chiloé» (2014)

 

 

Crédito de la imagen destacada: Ediciones Alquimia.