El director -una leyenda viva de la industria cinematográfica-, en suma, filma un largometraje de ciudadanos muy comunes y corrientes ante un hecho histórico superior a ellos mismos. Cuyos materiales de creación dramática y artística eran muy breves, y que se resuelven enfocándose en la biografía de Spencer Stone y de sus amigos, y en la tenacidad, voluntad y patriotismo de aquél como motor. Se trata de un coro de las propias ideas del director, aunque para nada teñido –como algunos mal intencionadamente dijeron en su momento- de racismo. Y por cierto: el terrorismo islámico no busca el bien de la humanidad.
Por Cristián Garay Vera
Publicado el 6.5.2018
“Lo mejor de la milicia es la hermandad”. Así, se sintetiza en una frase de los protagonistas, la amistad de tres jóvenes norteamericanos (Spencer Stone, Alek Skarlatos y Anthony Sadier) que tienen una historia escolar dispareja, llena de amonestaciones, déficit atencional, y a la vez ingenua y rudimentaria. Los mismos escribieron el libro en que se basa la historia. Con esto Clint Eatswood (1930) narra, en un tono intimista, el fracaso de un asesino fundamentalista islámico en el tren de alta velocidad de París en agosto de 2015, cuya potencial de victimas era de 500 personas. Se trata de pocos minutos, que resumen el valor de los tres muchachos, pero que se narra con gran inteligencia en una especie de biografía coral de los héroes, dos militares y un universitario, dos blancos y un negro, amigos de toda la vida y unidos en toda adversidad. Los mismos tres que se interpretan en el filme y que juegan con armas de juguete al inicio del largometraje.
Es también el relato del patriotismo simple, del eje en torno a Spencer Stone (¡que apellido más apropiado!), no tan inteligente, valeroso, monotemático, y sobre todo corriente. Ninguna lumbrera, como lo describe la película, pero esforzado, tenaz y decidido a salvar vidas, amante de la guerra, pero sobre todo llamado a rescatar existencias en ellas, que es la contradicción más ostensible de este patriotismo ingenuo: a la guerra se va a matar, no a salvarlas. Algo que ya exploró en otro registro, en El francotirador (2015) del mismo director.
La imagen del Estados Unidos profundo, del país cristiano y basado en el patriotismo. El país de los republicanos. Pero sobre esta materia tan informe, Eastwood construye un filme notable sobre la guerra contra el terrorismo. No tiene la ventaja del director de la insuperable Vuelo 93 (Paul Greengrass, Estados Unidos, 2006) cuya secuencia se basa en la misma duración del vuelo y algo más, aquí se trata de minutos intensos pero breves. La estrategia narrativa es intercalar instantes del ataque del “lobo solitario” con la vida de los tres: su escolaridad, juventud y los hechos que van construyendo una cosmovisión de amor a la patria y a la milicia, aunque los rumbos sean distintos.
Y aquí hay un acierto del director. De los tres elige a Stone, el menos convencional por ser, literalmente, un cabeza de piedra. Sometido al bullyng, gordo en su adolescencia y sobre todo dotado de una voluntad invaluable. También cristiano devoto –metodista, me parece – que recita una y otra vez, “Señor, hazme instrumento de tu paz…”. Y a la par decidido a entrar a la milicia para ser rescatista, y derivar tras varios fracasos a ser asistente médico de la Fuerza Aérea. Ninguna de las otras dos historias es más potente que ésta, pues ninguna requiere de más voluntad para vencer las luces contenidas del protagonista.
Y en este cruce de vidas comunes con la barbarie del terrorismo islámico, hay solo indicios casi proféticos del papel que tendría que desarrollar Stone muy lejos de su país. El escenario final es un tour en Europa, donde los tres amigos convergen en una experiencia de discoteca, monumentos y caminatas interminables. La verdad nada muy distinto de un tour, y por lo mismo algo intrascendente, salvo que, a mi juicio, eso tan corriente lleva a una serie de sucesos que diferencian la cotidiano de lo excepcional. Y allí se topan con ese momento sin retorno en que un hombre puede ser héroe y también víctima. Decisiones que a veces, como el héroe de la patineta, no terminan bien. Esta vez, por falla del fusil Aka del extremista y la voluntad de Stone y la ayuda de todos los que reducen al asesino que tenía trescientas rondas de municiones. Lo increíble de este ejercicio es que a pesar del uso de cuchillos y de balas no matan al asesino, y todavía más Stone salva a un pasajero baleado por la espalda. Quizás, el mayor milagro de esta situación es que no mataron al terrorista, sino que lo redujeron y entregaron a la policía francesa. Así Stone salvó dos vidas. El resto se convierte en leyenda y en condecoración con una guerra real y en sordina hasta hoy.
El director -una leyenda viva de la industria cinematográfica-, en suma, filma un largometraje de ciudadanos muy comunes y corrientes ante un hecho histórico superior a ellos mismos. Cuyos materiales de creación dramática y artística eran muy breves, y que se resuelven enfocándose en la biografía de Spencer Stone y de sus amigos, y en la tenacidad, voluntad y patriotismo de aquél como motor. Se trata de un coro de las propias ideas del director, aunque para nada teñido –como algunos mal intencionadamente dijeron en su momento- de racismo. Y por cierto: el terrorismo islámico no busca el bien de la humanidad.
15:17 Tren a París (The 15:17 to Paris). Director: Clint Eastwood. Guión: Doroty Blyskal. Música: Christian Jacob. Fotografía: Tom Stern. Reparto: Spencer Stone, Alek Skarlatos, Anthony Sadler. (Malpaso Productions, Estados Unidos, 2018). 1 hora 34 minutos.
Cristián Garay Vera es el director del magíster en Política Exterior que imparte el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile.
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