Creo que Violeta Parra escribió ‘Gracias a la Vida’ como alternativa al padre nuestro, por la condena católica del suicidio, como ardid para ganarse el cielo, o tal vez por rebeldía feminista ante el mandato de agradecer a un señor, en correspondencia con su elegía a Gabriela Mistral: “Dios ha llamado a la Diosa”. Aquí, un homenaje cuando se celebran los 100 años de su natalicio.
Por Carmen Avendaño
Publicado el 30.09.2017
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Para huir con Violeta Parra (4 de octubre de 1917 – 5 de febrero de 1967) de la bulla de su centenario, en plena contienda electoral, saldremos por la puerta ancha de ‘Gracias a la Vida’, su canción que desde el registro en 1966, ha cumplido el sino de ser canto de todos, con versiones que van desde la rumbosa de Cecilia, la infalible de Mercedes Sosa, la emblemática de Joan Báez, hasta las más diversas en registros, géneros y famas. Aún así no figura como la canción más bella del mundo en los rankings, oficiados desde la lengua inglesa, incapaz de jugar a la Mazúrquica Modérnica hasta que nos dé ‘flojérica en el corpíñico’, si bien el músico de culto, Robert Wyatt, se atreve a cantar con su acento ‘Arauco tiene una pena’.
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En el cuento ‘La canción’, del venezolano Luis Britto García, un hombre parte en busca de la canción más bella: mata por saber si es la del dolor; se deja aprisionar por saber si la voz, al tratar de escapar, da la canción más hermosa; ama a diestra y siniestra por si el amor hace de cualquier canción la más hermosa; es pobre por saber si es la que no se tiene; renuncia a la memoria, por si es la que se olvida; y al final se entera que las canciones le huyen por temor a ser despreciadas. Qué hubiera hecho ese hombre entre ‘Gracias a la Vida’, ‘Volver a los 17’ o ‘Run run se fue pa’l norte’, o la canción misma que fue Violeta Parra. Y en reversa, qué hubiera hecho por ser elegido el más hermoso.
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A Violeta le gustaban los hombres bellos y jóvenes, le gustaban los estudiantes. Porque en Chile es el varón el que carga con la responsabilidad de la belleza, como en los pájaros. Y con esa irresponsabilidad:
El hombre que yo más quiero
en la sangre tiene hiel
Me deja sin su plumaje
sabiendo que va a llover.
De todos los hombres que quiso Alberto Sapicán, el uruguayo que llegó a sostener el palo de la carpa de La Reina con una mano y a tocar el bombo con la otra, mereció el reto ‘El Albertío’:
Yo no sé por qué mi Dios
regala con tan largueza
sombrero de ala ancha
a quien no tiene cabeza.
En el mismo disco maestro Las últimas composiciones complementa el reto al amigo con una suerte de arte de amar:
No entiendo los amores
ayayay del alma sola
cuando el cuerpo es un río
ayayay de bellas olas.
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El interés de Violeta por las aves migratorias, entre ellas el suizo Gilbert Favre (que vino tocando el clarinete y partió tocando la quena) tal vez se deba al viaje mismo, como experiencia, a su exploración y curiosidad del mundo, hacia adentro de las formas tradicionales de la canción y hacia afuera, hacia la experimentación. Cuando llegó de Chillán a Santiago, apareció sin maleta en el internado donde trabajaba de inspector su hermano Nicanor, ‘con su guitarra nomás’. En “Gracias a la vida, Violeta Parra, testimonio” (B. Subercaseaux / J. Londoño, 1976) cuenta otro hermano, Roberto: “ella salía con una guitarra y con un canasto. El canasto lo traía lleno. Como nosotros también estábamos necesitados. ‘Me dan de todo y ¿en qué lo traigo?’ Una bolsa era muy feo, entonces salía con un canasto grande, tapado y llegaba con él lleno, venía de todo: chancho, tortillas, toronjil, frutas, qué se yo”.
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La poesía empieza con la huida y Violeta Parra salió temprano de su casa, en un tiempo y lugar en que los niños salían solos, al río Cautín, a una barranca, a una plaza de Lautaro, a la casa de las primas Aguilera donde se cantaba, a las viñas, al cementerio, con el circo.
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La incertidumbre del viaje, sin destino asegurado, mantiene los ojos despiertos, y todo lo que se ve responde. El destino incierto cambia el paisaje. Y era tan incierto volver a lo propio, recopilar la propia música en las casas de los viejos campesinos, como salir en barco a Suiza, con el trofeo de 10 kilos del premio Caupolicán en el bolso, para que en la embajada chilena le creyeran que era alguien.
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El polvo ha borrado los nombres de las juglaresas, del tiempo en que música y poesía hacían camino juntas. A diferencia de sus antecesoras, Violeta salía a recoger cantos con su dispositivo de eternidad, su grabadora Phillips, que según Nicanor pesaba más que un maletín de gásfiter, y volvía del país imaginario, de donde vienen las sombras entonando canciones a la muerte del sol.
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A finales de abril el festival Chillán Poesía me llevó a conocer la tierra de Violeta, el origen de su generosidad. Viajar de noche en tren a Chillán tiene su gracia. La ventana negra del paisaje es como el paño del truco de magia: ahora estás acá, ahora estás allá. Sólo sabía de los pueblos que pasábamos por el silbato. En su casa natal en San Carlos, mientras vivía la décima con Fidel Améstica, Gabriel Torres, Ana Baeza, Hugo González y Rodrigo Torres, hallé una foto donde ella aparece tocando delante de sus arpilleras. Lo que había visto por separado se unió en una imagen, una epifanía de su sueño, su ambición estética, su paraíso terrenal.
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Su padre era profesor y músico; su madre, que también cantaba, además de ser madre de 9, tejía y cosía: “pasaba al ladito de la máquina, al ladito mío, recogiendo los trapitos que yo cosía” (…) “Me ayudaba a hilvanar, a encandelillar, pegaba botones y remendaba”. El padre mantenía su guitarra bajo llave para evitar que los niños le siguieran los pasos. Cuando tocaba, Violeta se fijaba en las posturas de la mano y un día descubrió el escondite de la llave: estaba en el cajón de la máquina de coser.
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En la fiesta popular música y decoración se entretejen. Los perfumes, colores y sonidos se responden, como dice Baudelaire. En respuesta a su música una lluvia de flores cubrió a la autora de La jardinera dos veces al menos. Una de ellas fue en Varsovia, 1955, en el Festival de la Juventud a donde fue invitada con una delegación folclórica, según cuenta Fernán Meza: “era una noche muy agradable y se vivía un ambiente casi medieval, andábamos por el sector que fue reconstruido después de la guerra. Y mientras caminábamos, los polacos, que tienen una serie de modales muy afrancesados, se asomaban a los balcones y le tiraban flores. Era la forma de expresar sus sentimientos por lo que esta mujer cantaba”. La segunda fue en a su muerte en 1967, cuando el cortejo cruzó la pérgola de flores del río Mapocho y las floristas cubrieron de pétalos de rosas el féretro.
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Pienso en el tiro en la sien, y no en la boca, no en la voz. Pienso en el tiro a la razón.
La razón no tiene fuerzas
para un buen entendedor.
Pienso en cómo se siente morir cantando.
La mano se me duerme
negrito la voz me falta
el corazón del alma
negrito ya se me arrancan.
Ya se acaba esta cueca
mi vida Doña Rebeca, ayayay.
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Creo que Violeta Parra escribió ‘Gracias a la Vida’ como alternativa al padre nuestro, por la condena católica del suicidio, como ardid para ganarse el cielo, o tal vez por rebeldía feminista ante el mandato de agradecer a un señor, en correspondencia con su elegía a Gabriela Mistral: “Dios ha llamado a la Diosa”. O bien en un acercamiento a los cantos rituales mapuche del ngillatun de agradecer lo que recibimos diariamente, según apunta Paula Miranda en el ensayo dentro la publicación “Violeta Parra. Después de vivir un siglo”, disponible en la página: http://www.cultura.gob.cl/publicaciones/violeta-parra-despues-de-vivir-un-siglo/
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De cualquier manera es una afirmación de su autoría, de su capacidad de hacerse y deshacerse; no obstante en su velorio la mayoría de las 2 mil personas presentes oraron el Padre Nuestro, ‘Gracias a la Vida’ ya estaba registrada con su voz. Ante todo, siento que la canción nace de la necesidad desesperada de un rezo en que pudiera creer, tanto para seguir viviendo como para dejarlo. Para ambas cosas se necesita valor. El suicidio es una experiencia de lo sagrado, la huída definitiva y en el caso de Violeta Parra un martirio que se ofrenda. Hay quien ofrenda su vida, y hay quien ofrenda su muerte. Su hermano Nicanor este año cumple 50 años, lo que ella vivió, de vivir sin ella.
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La carga del canto de todos en su voz era pesada a la hora de entrar en los estudios de radio de los 50, cuando las voces de las mujeres eran tan esquemáticas como sus vestidos y sus poses. Voz de tarro, decía mi tío. Y su primer marido, Luis Cereceda: “A la gente le gustaba escucharla, pero yo le decía a ella que cantaba muy mal. Era la voz que tenía, que no era de soprano o algo así, claro, ¡era la de ella nomás! A mí no me gustaba, pero eso sí que en cuanto a las letras, era diferente la cosa.” El clasismo musical (‘no era de soprano’), delata un rasero clásico aplicado sin mirar identidades, que cantantes como Bob Dylan vinieron después a cuestionar. Incluso cuando le dieron el Nobel, no faltó quien dijo se lo hubieran dado a Leonard Cohen, a John Cale, incluso a Serrat, pero no a esa voz.
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Una poética del canto, la de quien esto escribe, la entiende como el derecho a respirar en público, como la textura particular de alguien que tiene algo que decir, por si mismo y por los demás, quienes le rodean, quienes le preceden, quienes vendrán. Igual que el poeta. Pero el músico, la música, está en el tono, llega a él tarde o temprano, le acierta o le rodea a su propio ritmo y no lo sigue como perro, como el poeta no sigue la sintaxis.
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La difusión internacional de la música de Violeta es fruto de distintos momentos: el esfuerzo que ella misma hace, en barco, en tren, en camioneta, por llevar a Europa su música, que requiere también de la difusión de la música chilena para ser mejor valorada, e incluso de las imágenes que teje para darse a entender en otras lenguas, en plena efervescencia de París. Un segundo impulso lo da la noticia de su muerte y los testimonios, libros, discos, que surgen a partir de ese momento junto a la nueva canción chilena. Otro momento, como lo señala Naín Nómez en entrevista, se da con los exiliados, que llevan a Violeta Parra como un frasco de tierra. Luego, las bandas y cantantes del pop la reversionan, junto a las nuevas formas de compartir los contenidos en la red.
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En el mundo, la cueca no gravita al nivel del tango-de Argentina, de la bossa nova –de Brasil, de la ranchera – de México, del mambo – de Cuba, de la música andina –de Bolivia. Estas embajadas musicales del siglo XX, frutos impuros de identidades nacionales, han formado parte de un trasvasije musical. En ese sentido, fuera del país, Chile no tiene una música, pero tiene una música.