El millón y medio de personas que se reunió el viernes de hace una semana en Santiago -en la mayor manifestación de la historia de Chile-, repudiaron al “modelo”, a su sistema económico esencialmente injusto y abusivo, a su sociedad atomizada y degradada, y rechazaron al duopolio (Concertación y derecha propiamente tal) que construyó y consolidó dicha estructura, en un alzamiento focalizado en contra de lo que representan dos figuras esenciales del mismo: de Eugenio Tironi, el sociólogo-empresario, legitimador de la oligarquía local y de su poder, y de Hernán Larraín Matte (el presidente de la derechista Evópoli), quien personifica al hijo de una casta neoliberal que lucha por mantener «sus granjerías y sus privilegios», a costa del postergamiento existencial de toda una nación.
Por Felipe Portales Cifuentes
Publicado el 1.11.2019
El célebre escritor danés Hans Christian Andersen (1805-1875) no estuvo nunca en Chile y, muy probablemente, nunca supo mayor cosa de nuestro país. Sin embargo, en su famoso cuento “El rey desnudo” parecería que describe con extrema agudeza la historia política chilena, y particularmente la forma distorsionada conque los mismos chilenos la percibimos. Sin duda que el mayor de los errores lo tenemos respecto de nuestra autoconciencia democrática. Así, nos creemos con una historia independiente plenamente democrática, pese a que durante el siglo XIX era el Presidente de la República -a través del control fáctico del sistema electoral- quien designaba a la generalidad de los parlamentarios y a su sucesor en el cargo. Y a eso le llamábamos democracia.
Luego -entre 1891 y 1958- el voto popular se distorsionaba profundamente a través del cohecho urbano y del acarreo de los inquilinos en los campos. Todo ello era posible dado que eran los mismos partidos quienes se encargaban ¡de producir las cédulas de votación! Y, naturalmente, este cohecho era funcional a los partidos de derecha representantes de los sectores sociales poseedores de la riqueza. Y para qué hablar de los latifundistas (que con excepción de radicales del sur del Bío-Bío, producto del despojo de los mapuches) eran también generalmente conservadores y liberales. Posteriormente, desde 1990 -hasta la fecha de término de 2021- ha existido un sistema binominal que ha sobrerrepresentado antidemocráticamente a la segunda mayoría, esto es, a la derecha. Solo entre 1958 y 1973, luego del establecimiento de la cédula única electoral, hemos tenido un sistema electoral plenamente democrático.
Por otro lado, le llamamos “pacificación de la Araucanía” al proceso violento de sometimiento y despojo del 90% de sus tierras de los mapuches del sur del río Bíobío; que, además, significó en la década de 1880 la muerte de cerca del 20% de su población. Y nos “hacemos los lesos” con el exterminio de los indígenas australes del país, llevado a cabo entre fines del siglo XIX y comienzos del XX. Esto es, de los onas, alacalufes, yaganes y fueguinos.
Para qué hablar de la Constitución que según nuestro sistema escolar y la generalidad de nuestros historiadores fue impecablemente “democrática”: la de 1925. Nada más lejos de la realidad. De partida, su origen tuvo muchas semejanzas con la de 1980. Así, su texto fue elaborado por una comisión de 15 personas designadas a dedo por el virtual dictador de la época ya que, si bien Arturo Alessandri había sido elegido presidente en 1920, terminó su gobierno -a la vuelta de su primer exilio, en marzo de 1925- sin Congreso e imponiendo decretos-leyes. Y en dicha comisión él mismo fue imponiendo sus principales características autoritario-presidencialistas. Luego, como en una comisión más amplia de 120 personas (todos también designados por él mismo) surgieron voces críticas, el comandante en jefe del Ejército, Mariano Navarrete (miembro también de aquella), amenazó que el Ejército no aceptaría su rechazo. Ya el Ejército había dado dos golpes de Estado, en septiembre de 1924 y enero de 1925. Por último, el texto fue ratificado por un plebiscito que no cumplió con los requisitos de una elección libre, incluyendo el hecho de que las cédulas eran de colores distintos según la opción que representasen…
Por cierto, la mayoría de los partidos políticos rechazaron el texto final y el procedimiento utilizado como antidemocráticos. Pero con el paso de los años revirtieron su posición aceptándola como democrática, ¡de forma análoga a como sucedió respecto de la actual Constitución de 1980! Y por si lo anterior fuese poco, la imposición de dicho texto fue precedida por quizá la mayor de las masacres obreras de la historia de Chile: la de la oficina salitrera de La Coruña, cerca de Antofagasta, donde según las estimaciones fueron asesinados (¡con cañones y ametralladoras!) entre 600 y 3.000 hombres, mujeres y niños. Más increíble aún es el hecho de que la mayoría de los historiadores -incluyendo a varios que no podrían calificarse de derecha- ¡ni siquiera mencionan su existencia!…
Tampoco parecemos estar conscientes de que entre 1920 y 1958 se produjo efectivamente una incorporación de las clases medias al poder del Estado y al disfrute de beneficios económicos, pero con exclusión de los sectores populares y particularmente del campesinado que siguió bajo la férula semifeudal del hacendado. De este modo, se configuró una virtual alianza entre la vieja oligarquía y los emergentes sectores medios representados fundamentalmente por el Partido Radical, Alessandri e Ibáñez, los que incluso llevaron la “voz cantante” en dicha alianza. Ella se expresó también en la promoción de una industrialización nacional, vía sustitución de importaciones; pero en la mantención
del sistema de hacienda, excluyendo incluso -inconstitucionalmente- al campesinado del derecho de sindicalización.
En concreto, la legislación y las políticas sociales se estructuraron de modo completamente privilegiado para los empleados respecto de los obreros: Tanto en remuneraciones (sueldos y salarios); previsión (cajas distintas que proporcionaban muy distintos beneficios); sistemas de salud; de posibilidades efectivas de educación; de acceso a la vivienda; y, en general, del disfrute de los bienes y servicios producidos. Y para reprimir las naturales luchas obreras reivindicativas que aquellas discriminaciones suscitaban, los sucesivos gobiernos de Alessandri, Ibáñez y de los radicales desarrollaron leyes y políticas represivas. De partida, generaron hasta dictaduras como la de Alessandri (1925), Ibáñez (1927-1931), o Carlos Dávila (1932); o gobiernos eminentemente represivos como los de Alessandri (1932-1938), González Videla (1946-1952) e Ibáñez (1952-1958). Además, desarrollaron un conjunto de leyes represivas que se sistematizaron con la Ley de Seguridad Interior del Estado (1937), y que culminaron con la Ley de Defensa Permanente de la Democracia (“Ley Maldita”) que rigió entre 1948 y 1958. Y efectuaron reiteradas masacres obreras, campesinas o de grupos sublevados; como las de San Gregorio (1921), La Coruña (1925), Vallenar (1931), Ranquil (1934), Seguro Obrero (1938), Plaza Bulnes (1946) y Santiago (1957).
Nuestra visión mitológica de la historia llegó a tales grados que cuando en 1958, con la introducción de la cédula única electoral y de la derogación de la Ley Maldita, se llegó por fin a un efectivo sistema democrático, los partidos de centro e izquierda que apoyaron dicha legislación, ¡ni siquiera se dieron cuenta del paso que estaban dando!, dado que consideraban que el sistema anterior era básicamente
democrático. A tal punto, que fueron incapaces de unirse para consolidar este nuevo sistema, dividiéndose en cuatro candidaturas para las elecciones presidenciales de 1958; con lo que posibilitaron que por primera vez en muchos años la derecha, con Jorge Alessandri, ganase la presidencia con solo un 31% de los votos.
Además, la centroizquierda comenzó a privilegiar de modo completamente irresponsable sus diferencias ideológicas. Incluso la común oposición al gobierno de Alessandri no pudo convertirse en factor de mínima cohesión entre ellos y dio paso a una creciente pugna y enfrentamiento entre los partidos de izquierda (PS y PC) y el PDC. Esto se agravó tremendamente con el antagonismo entre Frei y Allende en la elección de 1964. Con ello se despilfarró miserablemente una oportunidad histórica de transformación democrática de la sociedad chilena. Ciertamente el indicador más abrumador de lo anterior fue el hecho -casi inimaginable- que para las elecciones parlamentarias de 1965, la derecha (conservadores y liberales) logró 9 diputados y la centroizquierda (PDC, PR, PS y PC), ¡138!…
Sin embargo, embebidos en su confrontación ideológica y creyendo infantilmente que la derecha prácticamente estaba agonizando, el PDC y la izquierda desaprovecharon el único momento histórico chileno en que la derecha ha perdido su hegemonía. Porque la del 65 no fue solo una gigantesca derrota electoral. Política y culturalmente se impuso completamente la idea de que Chile tenía que transformarse profundamente. Ser de “derecha” pasó a ser algo casi vergonzante. Incluso popularmente se les acuñó el calificativo de “momios”, el cual hasta los mismos derechistas aceptaban con un humor resignado. Así, el antagonismo entre el PDC y la izquierda, ya durante el gobierno de Frei, pero particularmente bajo Allende, impidió que las grandes reformas realizadas se consolidaran en un efectivo proceso de democratización del país; y le permitió a la derecha -a través del golpe militar de 1973 y la dictadura subsiguiente- recuperar el poder exclusivo que había tenido hasta 1920.
Además, dicho proceso se vio condicionado con otra visión mitológica respecto de Las Fuerzas Armadas chilenas. Esta es, de que ellas, a diferencia del resto de América Latina, no participaban en política; “olvidando” su participación directa entre 1925 y 1932; y su participación subordinada al poder civil, desde esa fecha. Así, fue corriente que altos jefes militares fuesen intendentes subrogantes (Pinochet lo fue durante Frei); que aplicaran decretos de “reanudación de faenas” en caso de huelgas que afectasen servicios públicos; que fuesen jefes de zonas bajo estados de emergencias (Pinochet lo fue bajo Allende) y que incluso altos oficiales integrasen ministerios en períodos de conflicto social (particularmente bajo González Videla y Allende). Por si lo anterior fuese poco, decenas de altos oficiales fueron desde 1946 a complementar su “formación” en ideología de “seguridad nacional” y en “técnicas antisubversivas” en la tristemente célebre Escuela de las Américas. ¡Incluso el mismo Allende continuó haciéndolo hasta el final!…
Luego, la ferocidad de la dictadura no dejó dudas de su carácter. Su extrema brutalidad expresada en las graves y sistemáticas violaciones de derechos humanos ha sido reconocida finalmente por moros y cristianos. Sin embargo, no ha existido la misma claridad para comprender que ella tuvo como finalidad esencial imponer un modelo económico, social y cultural neoliberal y concentrador del poder económico,
sin parangón a nivel mundial. A tal punto, que el cuestionamiento que hicieron de aquel modelo los partidos agrupados en la Alianza Democrática no resistió el paso del tiempo. De este modo, a fines de los 80, el liderazgo de la posteriormente denominada Concertación se revirtió en 180 grados, haciendo suyo -solapadamente primero y abiertamente con el paso de los años- el modelo legado por la dictadura. Así, los 20 años de gobiernos de la Concertación legitimaron, consolidaron y perfeccionaron la obra económica y social de la dictadura. No solo porque se fue incrementando la desigualdad e injusticia social -lo que se hizo digerible por la mayoría ciudadana debido al crecimiento económico, a las mayores oportunidades educacionales y al significativo mejoramiento de la situación de los más pobres- sino además porque se mantuvieron y consolidaron las diversas estructuras impuestas por la dictadura: Plan Laboral; AFP; Isapres; sistema escolar segmentado; universidades privadas con fines de lucro; legislación minera privatizadora de la gran minería del cobre; sistema tributario favorable a la evasión (“elusión”) de los más ricos; privatizaciones de servicios públicos; desmantelamiento o minimización del poder de las organizaciones de los sectores populares y medios (sindicatos, juntas de vecinos, colegios profesionales y técnicos, cooperativas); etcétera. Además, dicho modelo se orientó a insertar solitariamente al país en el mercado internacional, terminando en gran parte con la industria existente y especializándolo en la exportación de materias primas o bienes con escaso valor agregado. Esto, además de la carencia casi total de esfuerzos en el desarrollo de la ciencia y tecnología nacionales, han significado que nuestro país se haya quedado estancado como un país subdesarrollado de nivel intermedio, independiente de la mucho mayor expansión de sus exportaciones.
Junto con lo anterior, el liderazgo de la Concertación procedió a dos medidas probablemente inéditas en la historia universal, que consolidaron fuertemente el poder de la derecha y de los grandes grupos económicos; y de las que todavía la generalidad de la población no tiene la menor idea. Una fue el regalo de la inminente mayoría parlamentaria que le esperaba a la Concertación, de acuerdo a los términos originales de la Constitución del 80. En efecto, pensando en que Pinochet sería ratificado en el plebiscito de 1988 y en que la derecha había tenido siempre minoría electoral, la Constitución estipulaba que las leyes ordinarias se aprobarían con una mayoría absoluta en una cámara y solo un tercio de la otra. De este modo, Pinochet habría alcanzado a tener un tercio en la Cámara -con el sistema binominal- y habría obtenido la mayoría del Senado gracias a los senadores designados. Pero con la derrota de Pinochet en aquel plebiscito, dicho diseño le garantizaba también al seguro presidente futuro de la Concertación dicha mayoría. Esta tendría obviamente mayoría en la Cámara; y habría alcanzado -con toda seguridad- a obtener el tercio del Senado. Ello porque el Senado de la Constitución original se componía de 26 senadores electos (13 por región) y de 9 designados; es decir, un total de 35; cuyo tercio era 12. Y la Concertación, en el peor de los casos obtendría con absoluta seguridad uno en cada región, es decir, 13…
Sin embargo, el liderazgo de la Concertación aceptó concordar una Reforma Constitucional con Pinochet a mediados de 1989, la cual, entre sus diversas disposiciones -pero de manera solapada- subió los quórums para aprobar la legislación ordinaria a mayoría absoluta en las dos cámaras, pero ¡manteniendo los senadores designados, con lo cual se aseguraba la pérdida de su mayoría parlamentaria! Obviamente, el temor realmente existente no puede explicar tan insólita conducta. Si Pinochet no pudo revertir en la noche del 5 de octubre con un golpe los resultados de su derrota plebiscitaria, menos podría haber obtenido legitimidad nacional e internacional para efectuar un golpe ¡debido a que la entonces oposición se negaba a reformar su propia Constitución! La única explicación plausible de aquello es que como el liderazgo de la Concertación había modificado ocultamente su visión crítica del modelo económico de la dictadura, prefirió no contar con mayoría parlamentaria para no quedar desnudo frente a sus bases cuando estas le demandaran los cambios prometidos. En efecto, dicho liderazgo, particularmente en los 90, adujo siempre que no tenía las mayorías necesarias para hacer los cambios, lo que era cierto. Pero obviamente, no añadía que esa mayoría no la tenía… porque la había regalado.
La segunda medida -tan inédita como la anterior- fue el desarrollo de políticas solapadas destinadas a destruir el conjunto de medios de comunicación escritos que la oposición a la dictadura había forjado laboriosamente. De este modo, a través de la mantención de la discriminación del avisaje estatal que les había hecho la dictadura; del ¡bloqueo de fuertes ayudas holandesas comprometidas en 1990 para esos medios!; y de comprar algunos de esos medios, a través de personeros concertacionistas, para luego cerrarlos; durante los 90 la Concertación logró la desaparición de La Época, Fortín Mapocho, Análisis, Apsi y Hoy, entre otros. Y, posteriormente logró el cierre de Rocinante, Plan B, Siete+Siete y Punto Final.
Lo anterior se complementó con el “desprendimiento” de los dos canales de TV que pudieron haber ayudado a un laborioso proceso de sustitución de la obra económico-social de la dictadura; no por una utilización abusiva de ellos, sino para haberlos convertido en medios de debate pluralista respecto de la dictadura y de su obra. Me refiero al canal de la Universidad de Chile que fue privatizado; y a TVN que fue neutralizado a través de una legislación que le otorgó a la oposición de derecha un virtual poder de veto en su dirección. Y, por último, esta actitud de destrucción o impedimento de medios de centro-izquierda culminó con la tenaz resistencia de los gobiernos concertacionistas (y ciertamente también de los de derecha propiamente tales) a devolverle a Víctor Pey los bienes confiscados por la dictadura respecto del diario Clarín, quien se comprometió frente al país a destinarlos para su reaparición.
Por otro lado, los gobiernos concertacionistas buscaron también engañar a la sociedad chilena en relación al intento de justicia en materia de violaciones de derechos humanos. Se planteó que se buscaría “la justicia en la medida de lo posible”; pero en la práctica se buscó “la injusticia en la medida de lo posible”. De este modo, se incumplió desde la partida con el compromiso programático de buscar la derogación del Decreto-ley de amnistía de 1978: Luego, se pretendió reiterada y sistemáticamente acordar con la derecha una virtual consagración legislativa de aquel decreto-ley y una significativa disminución de penas para los violadores de derechos humanos posteriores al período cubierto por dicho decreto. Fueron los casos del “acuerdo-marco” de 1990; del proyecto de ley Aylwin de 1993; del proyecto de ley Frei de 1995; del acuerdo Figueroa-Otero del mismo año; del proyecto de ley elaborado por la Comisión de Derechos Humanos del Senado en 1999; del proyecto de ley de inmunidad de Lagos de 2003; de un proyecto conjunto de senadores concertacionistas y aliancistas en 2005; y de su reflotamiento por Bachelet en 2007. Afortunadamente todos esos proyectos fracasaron dado el fuerte rechazo moral que suscitaron en las organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos, y particularmente en las agrupaciones de familiares de las víctimas: AFDD y AFEP.
Asimismo, el gobierno de Lagos envió a fines de 2003 un proyecto de ley -aprobado en 48 horas- que le impide inconstitucionalmente (y violando los tratados internacionales de derechos humanos ratificados por Chile y los más elementales principios del derecho) al Poder Judicial acceder a las denuncias de torturas efectuadas por las víctimas ante la Comisión Valech. Y la culminación de todo lo anterior lo representaron los exitosos intentos de muchos años de los gobiernos de Frei Ruiz-Tagle y Lagos por lograr la impunidad de Pinochet. Primero, internacionalmente, luego de haber sido detenido en Londres; y, posteriormente, frente a los tribunales chilenos después
de haber logrado su vuelta a Chile.
A su vez, los progresos que significaron la aprobación de una Ley Indígena (bajo Aylwin), que buscó efectivamente respetar los derechos de los pueblos indígenas, fueron subordinados en los gobiernos posteriores a los intereses de las grandes industrias energéticas y forestales. Es más, bajo Lagos y Bachelet se procedió a utilizar la ley anti-terrorista contra los grupos mapuches que llevaban su protesta a la quema de siembras o de camiones madereros.
Y respecto de la Constitución del 80, en 2005 la Concertación llegó al extremo de hacerla suya (¡siendo suscrita hasta hoy por Lagos y todos sus ministros!) luego de haber concordado con la derecha algunos cambios de importancia, pero que no alteraron su esencia autoritaria y neoliberal; y que, entre otras cosas, mantuvieron la imposibilidad del pueblo de efectuar plebiscitos (pese a que la propia Constitución había sido impuesta a través de un plebiscito fraudulento); una semi-autonomía de las Fuerzas Armadas y Carabineros; y un Tribunal Constitucional que en la práctica se ha establecido como un súper poder con virtual derecho a veto en la aprobación de leyes por par-
te del Congreso.
Todo lo anterior fue reconocido muy positivamente por la derecha nacional e internacional, que llegó a calificar particularmente a Ricardo Lagos como “el mejor presidente de derecha de todos los tiempos” en Chile; a hacerle “declaraciones de amor”; o a bendecirlo por “haber abrasado las lecciones de la buena ciencia económica”. Y, por otro lado, todo aquello llevó al liderazgo de la Concertación a ufanarse de haber realizado en Chile “la transición a la democracia más ejemplar de América Latina”.
El impactante estallido de mayoritaria repulsa social al “modelo chileno” que comenzó el 18 de octubre pasado está expresando un indignado rechazo a dicha “transición ejemplar”, rechazo que venía incubándose lentamente desde hace muchos años. Ya en 2006 hubo un primer aviso con la “revolución pingüina”, bajo Bachelet; y luego en 2011 con grandes movilizaciones estudiantiles. Sin embargo, aquellas estuvieron fundamentalmente acotadas al ámbito educacional; aunque ya, luego de la segunda, se comenzó a tomar conciencia de la necesidad de una Asamblea Constituyente para lograr una real Constitución democrática.
Este estallido -como todos- fue sorpresivo en el momento, pero plenamente comprensible dada la gigantesca acumulación de hechos indignantes que sucedieron en la última década. De partida, la notable disminución de los precios internacionales de materias primas, fue afectando significativamente a nuestra economía, dado su perfil subdesarrollado. Esto fue agravando el efecto corrosivo de la creciente corrupción del gran empresariado y del conjunto de nuestras instituciones, la cual se fue haciendo también cada vez más evidente. De este modo, hemos visto escandalosas colusiones que, sumadas, afectan en alto grado el nivel de vida de los sectores populares y medios (pollos, confort y, especialmente, medicamentos). También, los automovilistas y camioneros sufren cada vez más el efecto de los leoninos contratos favorables a las concesionarias suscritos desde la época de Lagos. Por otro lado, una gran cantidad de familias y de profesionales jóvenes sufren todavía la terrible mochila del CAE, originado también en tiempo de Lagos. A ello hay que sumar la escandalosa alza de las cuentas de servicios básicos (luz, agua, gas) producto de los términos extremadamente favorables conque el Estado se los “entregó” a privados en forma monopólica. Y para qué hablamos de las Isapres que esquilman el patrimonio de los sectores medios, particularmente en el caso de enfermedades catastróficas; y que, además, discriminan en contra de las mujeres. O de la salud de los más pobres entregado a Fonasa, entidad pública que debido a su escasez de recursos da una mala atención a la mayoría de la sociedad chilena. O de las AFP que entregan jubilaciones miserables para gran parte de los jubilados, efecto que se ha visto agravado por el hecho de que prácticamente desde 2011 la gran mayoría obtiene jubilaciones de este sistema.
Asimismo, en la última década se hizo cada vez más visible que la subordinación de los gobiernos -tanto de Piñera como de Bachelet- a los grandes grupos económicos llegó a tal grado que ni siquiera les importaron los crecientes daños al medio ambiente y su impacto negativo en la población. Particularmente perniciosas han sido la mantención del agua privatizada en una época de continuada y desastrosa sequía, lo que ha afectado a regiones enteras en provecho de los productores y exportadores de palta; la “carbonización” de la matriz energética que ha afectado también a varias ciudades y sectores circundantes; y la permisividad frente a empresas públicas y privadas que han llevado la contaminación del aire, de la tierra y del mar a tales niveles que ha generado lo que eufemísticamente se ha denominado como “zonas de sacrificio”.
También, en los últimos años se hizo patente el indignante trato dado por el Estado y organismo privados a los niños y niñas en situación irregular. La violación de los derechos humanos más elementales de estos niños llegó a tal grado que, entre 2005 y 2016, se produjeron en los centros del Sename y de las entidades colaboradoras ¡1,313 muertes de niños!, estableciéndose solo en 2016 la obligación del Sename de denunciar e investigar las muertes. Además, con siniestras resonancias nazis, su sistema computacional registraba eufemísticamente
la muerte de esos niños como “egresos administrativos”…
Por último, en el plano del engaño a la sociedad chilena, no puede dejar de mencionarse el denominado “proceso constituyente” desarrollado por el segundo gobierno de Bachelet en que se hizo participar al conjunto de la sociedad en “cabildos abiertos”, cuyos resultados habrían sido supuestamente articulados por misteriosos mediadores para generar finalmente un proyecto de nueva Constitución que fue presentado al final de su gobierno y que ni siquiera las autoridades de los partidos de la Concertación-Nueva Mayoría habrían conocido. Proyecto que fue virtualmente destinado a los archivos del Congreso…
Por otro lado, la corrupción entre el gran empresariado y la elite política duopólica (Alianza-Concertación) se fue haciendo también cada vez más visible con el descubrimiento del sistema transversal de financiamiento de las campañas a través de boletas “truchas”, lo que además significó delitos de evasión de impuestos. Todo esto se agravó aún más (si cabe la expresión) con el comportamiento del gobierno de Bachelet que en 2015 destituyó de Director de Impuestos Internos a Michel Jorratt, por iniciar querellas por delitos tributarios en contra de los políticos y empresarios corruptos. Además, por esa época surgieron los casos Soquimich y Caval, con efectos funestos en la imagen de la Presidenta. Asimismo, se iniciaron acusaciones judiciales contra parlamentarios de derecha de haber recibido coimas de grandes empresas con el fin de obtener leyes favorables. Y en los pocos casos que llegaron a sentencia en todo este conjunto de casos, el Poder Judicial ha terminado condenando a los culpables a penas irrisorias.
Asimismo, el profundo desprestigio de los parlamentarios se ha visto reforzado por las gigantescas dietas y privilegios de que disfrutan; por su falta de transparencia en el uso de una enorme cantidad de fondos asignados a asesorías; y por diversos escándalos económicos respecto de viajes al exterior, viáticos, arriendo de oficinas, contrataciones, etcétera.
Además, la corrupción se hizo también escandalosamente visible en las Fuerzas Armadas y Carabineros, con multimillonarios fraudes al Fisco, cometidos por altos oficiales del Ejército y de Carabineros. Esto, independiente de la impresentable continuación de los privilegios previsionales de que gozan los integrantes de dichos cuerpos armados. Así también, el Poder Judicial se ha desprestigiado enormemente, tanto por el carácter acomodaticio de sus fallos cuando están involucradas personas con mucho poder y riquezas, como por crecientes casos
de corrupción en altos magistrados.
Por último, no es posible dejar de mencionar, por su importancia moral en la sociedad chilena, la extrema corrupción que se ha develado en la Iglesia Católica, donde decenas de sacerdotes y obispos han incurrido en abusos sexuales de menores o en su encubrimiento corporativo. Esto último, pese a no constituir agravios del Estado, ha contribuido indudablemente a incrementar la convicción profunda de la generalidad de los chilenos de formar parte de una sociedad abusada y degradada por sus instituciones.
En todo este marco, es evidente que la subida de treinta pesos del precio del Metro constituyó un mero detonante; la gota que rebalsó el vaso. El millón y medio de personas que se reunieron el viernes 25 de octubre en Santiago, en la mayor manifestación de la historia de Chile, repudiaron el “modelo chileno”, con su sistema económico esencialmente injusto y abusivo; su sociedad atomizada y degradada; y su Constitución autoritaria y, en último análisis, antidemocrática. Repudiaron el duopolio (Concertación y derecha propiamente tal) que construyó y consolidó dicho modelo, al son de: “No son treinta pesos sino treinta años”. Y al hacerlo, se dieron cuenta que no era solo cada uno de ellos el que lo repudiaba, sino la gran mayoría de la población; que Chile había despertado. A su vez, con ello desnudaron el sistema chileno, como en el cuento de Andersen…
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Felipe Portales Cifuentes es sociólogo de la Pontificia Universidad Católica de Chile (titulado en 1977). Ha sido Visiting scholar de la Universidad de Columbia, asesor de Derechos Humanos del Ministerio de Relaciones Exteriores, y profesor de la Universidad de Chile en el Instituto de la Comunicación e Imagen (ICEI), en el Instituto de Asuntos Públicos (INAP) y en el área de Humanidades de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas. Entre otros volúmenes ha publicado: Chile: Una democracia tutelada (Editorial Sudamericana, 2001), Los mitos de la democracia chilena. Desde la Conquista a 1925 (Editorial Catalonia, y que obtuvo el Premio Ensayo del Consejo Nacional de Libro y la Lectura en 2005), Los mitos de la democracia chilena. 1925-1938 (Editorial Catalonia, 2010), Historias desconocidas de Chile (Editorial Catalonia, 2016), e Historias desconocidas de Chile 2 (Editorial Catalonia, 2018).
Crédito de la imagen destacada: AFP / Pedro Ugarte.