Una de las leyendas del fútbol sudamericano fue el equipo del América de Cali de Colombia, que se proclamó pentacampeón nacional de ese país (1982-1986) y que disputó tres finales seguidas de la Copa Libertadores de América, aunque sin conseguir levantarla nunca (1985, 1986 y 1987), en un conjunto de ensueño que era liderado desde el arco por el jugador argentino Julio César Falcioni, y quien después como entrenador tendría un frustrado paso por el club deportivo de la Universidad Católica en Chile, a comienzos de esta década. El poder redentor de la ficción y la ilusión de una posibilidad tardía pero concreta, consagran por fin, gracias a la literatura, a ese once «felizmente maldito» como la mejor alineación afiliada a la Conmebol durante esa época de gloria.
Por Felipe Risco Cataldo
Publicado el 11.8.2018
El bus que hace cuatro horas partió desde Pereira en cualquier momento debiera llegar a Cali. Eso estoy esperando, muy ansioso, cuando minutos después me entero que estamos ingresando a esta mítica ciudad colombiana que siempre soñé conocer. No es necesario que lo anuncie el auxiliar, una gigantografía o algún cartel de la carretera. Solo es cosa de mirar por el ventanal y apreciar esa inconfundible camiseta roja ceñida a los cuerpos de abuelos, adultos, jóvenes, niños y mujeres. Y no es que hoy día el América dispute alguna final o un partido trascendente. El orgullo de sus hinchas va más allá de cualquier circunstancia y ni siquiera les importa que actualmente sean víctimas de las más crueles burlas por amar a un equipo sumergido en la indecorosa segunda división. Indecorosa para un club que en sus años de gloria reunió a próceres futbolistas sudamericanos, que fue pentacampeón de Colombia y que incluso disputó cuatro finales de Copa Libertadores. De hecho, mi vínculo con el América no nace un martes aparentemente intrascendente como hoy, en junio de 2014, sino muchos años atrás. Para ser más preciso, hace varias décadas.
En mi infancia ochentera, la primera curiosidad que me provoca el América es su nombre. A la edad de los por qué, me cuesta comprender que un club se apropie del nombre de un continente. No es que lo considere arrogante, pretencioso o desmesurado. No. A esa edad uno no repara en esos detalles, en esas calificaciones, en esos prejuicios. Simplemente es raro, inentendible, inaudito. Por eso, recurro a mis cercanos para sacarme tamaña duda. Sin embargo, nadie me entrega una respuesta satisfactoria, simplemente porque nadie es lo suficientemente fanático para saber algo tan rebuscado como el origen del nombre de un club extranjero. Pero yo, obsesivo, a toda costa quiero saber, al punto que la última vez que pregunto me llevo una reprimenda de mi padre, quien, ya contra las cuerdas, me dice enojado: “en vez de andar preguntando cosas tan intrascendentes, podrías tener el mismo interés por aprender las materias de tu colegio”. Con tamaña respuesta, ya nunca más me animé a consultar. Y hasta el día de hoy no lo sé. Pero tal vez no es necesario, porque en esos años el conjunto escarlata me daba la respuesta en la propia cancha. No había otro club que llevara mejor puesto ese nombre, más allá de sus caídas en instancias decisivas y algunas tretas que no vienen al caso comentar.
Ahora es normal y hasta esperable que un niño se fanatice por un club extranjero e idolatre a alguna megaestrella del fútbol mundial, ya que a través de la televisión hay acceso a todos los partidos de las principales ligas del orbe ¡Sí, a todos! En cambio nosotros, los niños chilenos de los ’80, debíamos conformarnos con aplaudir a los jugadores criollos en el estadio y solo podíamos aspirar a algo más cuando algún cuadro chileno disputaba uno que otro compromiso internacional relevante. Claro, siempre y cuando los ejecutivos de los canales de televisión se decidieran a transmitir. No obstante, ese era solo el primer paso, ya que después había que cruzar los dedos para que no se cayera la señal en medio del partido. Así, lo más a mano que teníamos era la Copa Libertadores, porque se desarrollaba todos los años. Y en ese torneo, el conjunto caleño siempre era protagonista.
Lógicamente causaba extrañeza en mis coetáneos que me fanatizara por el América, toda vez que era un cuadro extranjero y, entonces, de un país tercermundista en la arena futbolística. Además, era más esperable que creciera odiando al elenco escarlata, porque constantemente destrozaba los sueños chilenos. En la Libertadores se deshizo de Cobresal y la Católica el ’86, de Cobreloa el ’87, de Concepción el ’91 y otra vez de la UC en el ’92. Recién el ’93, en plena semifinal en Cali, la Católica se tomó una dulce revancha, con el famoso penal atajado por Óscar Wirth en la agonía. Aunque repito que admiraba a ese equipo colombiano, debo reconocer que esa noche festejé. Es que por fin un representante de mi país consumaba el milagro de derribar a un cuadro que ya considerábamos invencible. En esos tiempos aún no se instalaba la absurda costumbre de ir en contra de los equipos del propio país. Una costumbre imitada de Argentina, como tantas cosas.
Un hecho que engordó mi interés por el América fue lo acontecido en la Copa Libertadores de 1986 en El Salvador, en pleno desierto de Atacama. Un caso que demuestra lo que provocaba este club en Chile. Para no ser injustos, este suceso lo propiciaron los dos representativos de la ciudad de la salsa: el Deportivo Cali y el elenco rojo. Fueron dos episodios surrealistas que debieran estar en los récords guinness.
Resulta que en el campamento minero de El Salvador, donde hace de local Cobresal, vivían 14.000 personas, pero, a exigencia de la FIFA, su estadio se agrandó a 20.000 espectadores para disputar el torneo continental. “Una pelotudez si nunca se va a llenar”, se quejaron entonces los chilenos. Sin embargo, ante los dos representantes de Cali el estadio se repletó, es decir, ¡había más gente en el estadio que en todo el pueblo! Un caso único en el mundo, al punto que la noticia recorrió el planeta.
Haciendo una analogía, es como si al Estadio Nacional de Santiago acudan 10 millones de personas, en una ciudad que tiene 6 millones y medio de habitantes. Me atrevería a afirmar que esa cantidad no se congregaría ni para ver juntos al Papa Juan Pablo II, a los Beatles y a Marilyn Monroe. Ni siquiera para la esperada venida de Jesús. Pero sí ocurrió en El Salvador para ver al América y a su coterráneo Deportivo Cali. ¿El resultado le importa? 2-2 con el primero y 1-1 con el segundo.
Nadie quería perderse un suceso como ver en pleno desierto de Atacama a uno de los mejores equipos del mundo. ¿Y qué ofrecía Deportivo Cali? Ni más ni menos que a un excéntrico y delgado volante creativo de piernas eternas que osadamente jugaba con las medias abajo y sin canilleras, cuya singular, crespa y frondosa cabellera amarilla generaba la misma atención que su romántico talento con los pies. Ya se hablaba de la nueva joyita del fútbol sudamericano, en tiempos donde conocer a los astros del fútbol mundial solo era posible a través de algún artículo del periódico o mediante un recuento de goles pasado a la rápida en el noticiario televisivo. O claro, en el estadio, como en esta ocasión, aunque haya que recorrer miles de kilómetros, transitar una carretera pedregosa y sortear una curva suicida, para finalmente internarse en El Salvador. Pero todo sacrificio valdría la pena para ver en vivo y en directo a Carlos “Pibe” Valderrama, quien con el paso de los años se transformaría en el mejor futbolista colombiano de la historia.
Por otro lado, el América me dejó la imagen más terrible que haya visto en una cancha de fútbol. Fue al año siguiente, el ‘87, en el Estadio Nacional. Disputaba la definición de su tercera final consecutiva y en la agonía del alargue, cuando el árbitro toma el pito para llevárselo a la boca y declarar por fin al América campeón, justo en ese momento, antes de que el pito llegue a su boca, Diego Aguirre convierte para Peñarol. El uruguayo sale corriendo extasiado, absorto, sin dirección, con una sensación de felicidad que solo ese momento de su vida le podía regalar, mientras a escasos metros los jugadores rojos caen desplomados como impactados por balazos invisibles. Se agarran sus cabezas desesperados, choqueados, desolados. Sin sueños, sin esperanzas, sin motivaciones. No pueden creer tanta mala suerte, tanto infortunio, tanta injusticia. Aunque fueron finalistas el ’85 y el ’86, jamás estuvieron tan cerca del trofeo como ahora y saben que nunca más lo estarán. Es como si estuviste eternamente enamorado de una mujer imposible y tras años de esfuerzo incomprendido te dice que sí, que pololeemos y sin embargo irrumpe un tren y le vuela la cabeza justo cuando te acercas a darle ese beso que soñaste y practicaste toda una vida. Así, ya nunca más te vuelves a enamorar, ni a ilusionarte, ni a fantasear una vida mejor. O te costará mucho tiempo recuperarte, tal vez 9 años, lo mismo que le costó al América llegar a otra final, cuando perdió con River Plate. Entonces, ya definitivamente dejas de luchar, de caminar, de vivir. Pasan los años y deambulas, vives por inercia, pierdes fuerzas y terminas en segunda división. Así como hoy encuentro al América, sin saber que un día la vida me conduciría a Cali. Sí, un día, literalmente. Desde un martes por la tarde a un miércoles por la tarde.
Desde niño crecí escuchando historias de Cali. Que la gente más alegre, que las mujeres más hermosas, que se baila la salsa como en ninguna otra parte, que el Cartel de Cali, que los hermanos Rodríguez Orejuela, que la maldición de Garabato, que la alta tasa de homicidios, que el calor de sauna, que Cali es Cali y lo demás es loma y, sobre todo, el América y sus proezas. El América y sus finales perdidas.
Como siempre soñé estar en Cali, creo que nunca estrujé tanto un día. Apenas instalé mis cosas en un hostal del barrio San Antonio, salí a caminar, a recorrer, a respirar, a sentir el aire de esta anhelada ciudad y comprobé que lo del calor pegajoso no era mito. Menos, al subir varias cuadras empinadas de regreso al hostal.
Y cuando la noche llega rápida e impredecible como una jugada del “Pitufo” De Ávila, me viene a buscar mi parcero Julián, caleño e hincha del América lógicamente, para acompañarme a conocer la tan alabada rumba de Cali. Llega con una botella de Aguardiente Blanco del Valle, la cual nos empinamos en pocos minutos. Es que también hay que conocer el sabor de la ciudad. Después vamos a la cercana salsoteca La Topa Tolondra, la que nos recibe con la canción “Me voy pa’ Cali”, que retumba en ya mi mareada cabeza.
Tras algunos minutos ambientándonos al local, mis ojos se posan en una sensual morena voluptuosa que baila como enviada del Señor el tema “Oiga, mire, vea”, junto a un negro de cintura elástica. Por eso, una vez que termina la canción y antes de que su pareja de turno le ofrezca seguir bailando, yo me adelanto a él, ignorando su murmullo enrabiado, su corpulento físico y sobre todo su veloz despliegue en la pista capaz de derretir a cualquier fémina y de humillar a cualquiera que ose comparársele. Sobre todo a un chileno y más encima embriagado. Pero a esa altura ya no me importa nada. “El efecto del trago”, pensarán algunos. El efecto del amor a primera vista, creo yo. Así, junto a esa escultura hecha mujer nos tomamos de las manos al estilo de la salsa, mientras aguardamos el próximo tema. Sin embargo, notamos que la espera se alarga y en eso surge la voz del guardia para avisar que es hora de cierre y que nos vayamos retirando. Aún con las manos entrelazadas y admirándola a los ojos, recuerdo la última final del América y solo atino a un frío y perdedor “chao, que estés bien”. Ni siquiera me animo a darle un beso en la mejilla, ni a pedirle su celular, ni su Facebook, ni nada. Prefiero no ilusionarme porque quizás nunca más regrese a Cali y en consecuencia jamás la volveré a tener tan cerca porque, sencillamente, jamás la volveré a ver. Sin embargo, el corazón no se convence de perder una final así, al último minuto del alargue y sobre todo tras dejar en semifinales al más poderoso adversario.
Ya semiinconsciente, tras empinarme junto a mi amigo otra botella de aguardiente del mismo sabor, abandono a mi corazón en un rincón de esa salsoteca y junto a Julián nos vamos al celebrado barrio Menga, un sector al norte de Cali de estilo pueblerino, donde hay varios locales para proseguir la diversión. No nos sobran los billetes, pero sí las ganas de transformar la noche en infinita. Aunque el taxista nos pinta Menga como una prolongación del Carnaval de Río, al llegar nos decepcionamos porque ninguna discoteca luce con el lleno y el entusiasmo que deseábamos, algo esperable de un martes por la noche, aunque no para dos borrachines que deambulan de boliche en boliche, hasta acabar reflexionando acerca de la suerte junto a los vendedores y músicos de vallenato que pululan por fuera de los locales, en medio de anticuchos y más y más y más Aguardiente Blanco del Valle.
De regreso al hostal apenas duermo una siesta de un par de horas, porque el avión despega en la tarde hacia Santiago y deseo seguir disfrutando de la fantasía de estar en Cali. Por eso, después de la ducha más rápida de mi vida me voy a recorrer el centro, donde compro, en un carrito, un exquisito vaso con piñas y frente a otro carrito me quedo asombrado observando esas gigantes paltas que aquí llaman aguacates. Ya con el reloj amenazando, me voy a almorzar un menú excesivamente contundente en un restaurante económico.
Y si vine a Cali por el América, no podía irme sin conocer su casa, su hogar, su dormitorio, su cama, su almohada, sus sábanas, a pesar de que ahora el reloj me apriete del cuello y el avión me amenace con dejarme botado en Colombia. Obstinado, finalmente arribo al mítico Estadio Pascual Guerrero, escenario de tantas proezas, epopeyas, emociones, sufrimientos y leyendas.
Tras pedir los permisos de rigor me dirijo en puntas de pie al círculo central, como si no quisiera ensuciar las huellas de sofisticada pintura que tanto artista virtuoso impregnó en este cuadro que algunos llaman pasto. Me conmuevo observando esas graderías vacías que imagino colmadas de banderas rojas amenazantes y de fervorosos hinchas hambrientos de gloria, es decir, como tantas veces vi este recinto a través la televisión. Parado en la mitad de la cancha, con el sol escupiéndome fuego, comprendo que el término caldera, tan manoseado por los comentaristas deportivos para describir un estadio lleno, aquí realmente debe cobrar sentido cada vez que se disputa un cotejo crucial.
De pronto, cierro los ojos y me transporto al pasado, a los noventas, a los ochentas, y veo alrededor mío a un elenco de estrellas bailando a sus contrincantes. Y yo también estoy vestido de rojo, sí, de short, calcetines y polera, pero solo atino a observar con deleite el juego de mis superdotados compañeros escarlatas. A propósito, cuántos de los pobres adversarios del América conocieron la salsa precisamente aquí, en el Pascual Guerrero, y no en una salsoteca de la ciudad. La salsa negra, la salsa choque, la salsa blanca, la salsa púrpura, la salsa multicolor y todo tipo de salsa. Mamita querida, ¡cada baile que les pegaba el América a sus rivales de turno!
En este entorno apoteósico, veo el I blanco en la espalda del polerón verde del inexpugnable portero Julio César Falcioni; las zancadas de avestruz de Freddy Rincón, esas mismas que nunca vería en otro ser humano; la encendida picardía sudamericana de Roberto Cabañas; la cabellera rubia bailando feliz en cada corrida de Roberto Gareca; la habilidad de Willington Ortiz, quien elude con maestría a tres rivales en un espacio acotado, y al “Pitufo” De Ávila haciendo un túnel de cuerpo entero a un prepotente zaguero argentino.
Finalmente, ante un llamado insistente, corro la vista y respeto la decisión del sabio entrenador Gabriel Ochoa Uribe, quien me ordena salir de cambio porque estoy desentonando en este elenco de mitología.
Tras esto, abro los ojos y los siento húmedos. Luego me hinco justo donde nacen los partidos y desde allí convierto un gol con la mirada en el arco sur y empiezo a reflexionar. Recuerdo que la vida me enseñó que no siempre la más bella fue la más afortunada en el amor. Ni el más millonario fue el más esforzado. Ni el jefe, el más capacitado. Ni el más premiado, el que hizo más méritos. Ni el más moralista, el más correcto. Ni el más sincero, el más insolente. Ni el más simpático, el más honesto. Ni el más genial, el más comprendido. Ni el más noble, el más feliz. Ni el más sensible, el más respetado. Ni el más luchador, el más ganador. Entonces, justamente allí y recién ahí comprendo que el América realmente fue campeón de América…
Felipe Risco Cataldo
Periodista y escritor nacido en Santiago.
Ha publicado cinco libros sobre la historia del fútbol (Campeones 2002, Con 24 años basta y sobra, Se lo merecen, También se lo merecen e Inolvidables de Unión Española), fue tres veces premiado por la Casa de la Cultura de La Florida y fue el último periodista que entrevistó en profundidad a dos glorias del balompié chileno como “Chamaco” Valdés y Luis Santibáñez.
A los 23 años ya había sido prologado por los destacados periodistas Pedro Carcuro y Julio Martínez y él mismo fue prologuista de dos libros (Mojando la camiseta, de José Lizana y Origen de una pasión. Los albos y las claves de su popularidad, de Roberto Guidotti).
En 2014, La vida en un día, un emotivo cuento testimonial sobre el último título de Unión Española, apareció en la antología de hinchas de fútbol Una forma de vida, de Roberto Rabi.
Angustiosa celebración (Ceibo Ediciones, Santiago, 2014) fue su primera novela.
Tráiler:
Imagen destacada: Una de las formaciones del histórico América de Cali de la década de 1980, por el diario El Universal de Colombia (http://www.eluniversal.com.co/).