Para la crítica literaria, el autor se ubica dentro de la tradición romántica, un movimiento donde muchos poetas creyeron (esto tal vez sea insostenible hoy) que la poesía era capaz de sobreponer la esencia de la imaginación a “la verdad de la realidad” (si es que alguna veracidad hay en ella). Para lograrlo, el arte lírico echaba mano del lenguaje, el cual tenía un poder creador que le otorgaba a la palabra una capacidad de fecundar y de hacer nacer una nueva creación.
Por Sergio Inestrosa
Publicado el 20.10.2018
John Keats nació en Londres el 31 de octubre de 1795 y murió en Roma de tuberculosis (enfermedad de la que murieron casi todos los románticos) cuando apenas tenía 25 años, el 23 de febrero de 1821.
Dicen los que conocen sobre su vida y su obra que llevaba más o menos cinco años escribiendo y son pocos los dedicados enteramente a la literatura, y su obra ha sobrevivido ya dos siglos.
Para la crítica literaria, Keats se ubica dentro de la tradición romántica; en este movimiento, muchos poetas creyeron (esto tal vez sea insostenible ya) que la poesía era capaz de sobreponer la verdad de la imaginación a “la verdad de la realidad” (si es que alguna veracidad hay en ella). Para lograrlo, la poesía echaba mano del lenguaje. El lenguaje tenía un poder creador que le otorgaba a la palabra el poder de fecundar y de hacer nacer una nueva creación.
Escritores nuestros como Julio Cortázar, Jorge Luis Borges y Luis Cernuda coinciden en señalar que Keats es un poeta indispensable para comprender la riqueza de la literatura inglesa y en particular la riqueza de la poesía.
Como es de suponer, Keats no publicó demasiados poemas, alrededor de 217 tan sólo, pero en muchos de ellos hay una fuerza muy singular que hace difícil ignorar su poesía. Uno de los temas que lo ocuparon fue el de la íntima relación entre verdad y belleza; una cosa bella es un goce eterno, solía decir. “Beauty is truth, truth beauty” escribió intuyendo (tal vez lo supiera de verdad) que la belleza, muchas veces de forma sorpresiva, nos revela la verdad.
Siendo romántico, otro de sus temas fue el dolor humano, y siempre creyó que el buen poeta se forja en el conocimiento profundo de ese dolor. Para él, nos hallamos divididos entre el goce sensual del mundo (esas agradables maravillas que nos invitan a quedarnos allí para siempre, en medio de sus deleites) y la percepción de la miseria y el dolor que existe en la existencia; este mundo nuestro que está lleno de desdichas, desgarramientos, dolor, enfermedades, desamor y opresión. En esa tensión, en ese sentirse como atrapado entre la niebla, Keats veía la posibilidad de hacer florecer la verdad poética.
Tres de sus grandes poemas (Oda a un ruiseñor, Oda a una urna griega y Oda a la melancolía) fueron escritas en el espacio de un solo mes. De estas tres odas quiero compartir una que a Jorge Luis Borges le gustaba mucho y sobre ella escribió un ensayo con la brillantez que lo caracterizaba; en él afirma que: “dos o tres horas le bastaron a Keats para producir esas páginas de inagotable e insaciable hermosura, que apenas limaría después… John Keats, tísico, pobre y acaso infortunado en amor (como el propio Borges), compuso este poema en un jardín de Hampstead, a la edad de veintitrés años, en una de las noches del mes de abril de 1819. Keats… oyó el eterno ruiseñor de Ovidio y de Shakespeare y sintió su propia mortalidad y la contrastó con la tenue voz imperecedera del invisible pájaro”.
“A John Keats unimos la imagen del ruiseñor”, afirma Borges.
Por curioso que parezca, Borges no analiza todo el poema y se concentra, en la penúltima estrofa en la que que Keats opone la fugacidad de la vida humana, es decir la de cada individuo en particular, con la permanencia de la vida del pájaro, es decir, la vida de la especie.
Y vuelvo a Borges: “el ruiseñor de Keats es también el ruiseñor de Ruth… Keats, acaso incapaz de definir la palabra arquetipo se anticipó en un cuarto de siglo a una tesis de Schopenhauer”.
A continuación el poema “Oda a un ruiseñor” (traducción de Alejandro Valero):
Me duele el corazón, y un sopor doloroso
Aturde mis sentidos, cual si hubiera bebido
Cicuta o apurado un pesado narcótico
Hace poco y me hubiera hundido en el Leteo:
No es por sentir envidia de tu feliz estado,
Sino por el exceso de dicha que me infundes
Cuando, dríada de alas ligeras de los árboles,
En algún escondite melodioso
De frondosos hayedos y sombras incontables,
Le cantas al estío con voz resuelta y plena.
¡Ah, si bebiera un sorbo del vino que se enfría
mucho tiempo en el seno de la tierra y que guarda
el sabor de praderas y de Flora, y de cantos
y bailes provenzales, y del gozo soleado!
¡Si tuviera una copa con vino del Sur tibio,
llena del sonrojado y auténtico Hipocrene,
borboteando al borde de las burbujas ligadas,
con la boca de púrpura teñida,
y que al beber me aleje del mundo sin ser visto
y me pierda contigo por la espesura umbría!
Perderme en lo lejano, disiparme, olvidar
Lo que no has conocido jamás entre las ramas:
El hastío, la fiebre, la angustia que se siente
Aquí donde los hombres se escuchan sus gemidos,
Donde el temblor sacude las tristes canas últimas,
Donde la juventud muere exangüe y escuálida,
Donde el solo pensar nos llena de zozobra
Y desesperación con ojos decaídos,
Y la belleza pierde su mirada esplendente
Que un nuevo amor no ama más allá de mañana.
¡Lejos, lejos! Pues voy a volar hacia ti,
no montado en el carro de Baco y sus leopardos,
sino en las invisibles alas de la Poesía,
aunque la mente torpe se retarde, perpleja,
¡Ya estoy aquí contigo! Suave es la noche,
y quizás en su trono está la Reina Luna
con sus hadas estrellas que alrededor se apiñan;
pero en este lugar la luz no existe,
salvo la que las brisas impulsan desde el cielo
por sendas serpenteantes de musgo y fronda oscura.
No puedo ver las flores que están bajo mis pies,
Ni el delicado incienso que pende de las ramas,
Pero entre las fragantes tinieblas adivino
Los encantos que ofrece esta estación propicia
A la hierba y al soto, al frutal de los bosques,
Al brezo pastoril y a los espinos blancos,
A violetas marchitas cubiertas de hojarasca,
Y a la hija primogénita del mayo ya mediado:
Rosa almizcleña en ciernes, cubierta de rocío,
De un zumbido de insectos en tardes estivales.
Escucho entre las sombras; y he estado muchas veces
Un poco enamorado de la muerte apacible;
Le he dado dulces nombres en versos abstraídos
Para que fuera hacia el aire mi aliento sosegado;
Y ahora más que nunca morir parece hermoso,
Sin dolor extinguirse en medio de la noche,
Mientras tú derramas tu alma hacia lo lejos,
¡absorto en este éxtasis!
Seguirías cantando para mi oído en vano,
Pues yo sería tierra para tu intenso réquiem.
¡Oh, Pájaro inmortal, no es para ti la muerte!
Ni las generaciones hambrientas te han pisado.
La voz que oigo esta noche fugaz ya la escucharon
Antaño el soberano igual que el campesino:
Quizás el mismo canto que encontró una vereda
Por el corazón triste de Ruth que, con nostalgia
Del hogar, lloró en medio del maizal extranjero;
El mismo que hechizara algunas veces
Las mágicas ventanas, que se abrían a mares
Peligrosos, en tierras de encanto ya olvidadas
“¡Olvidadas!” Palabra que tañe cualquier campana
que de ti separa hacia mis soledades.
¡Adiós! LA fantasía, geniecillo embustero,
no es tan buena engañando como su fama indica.
¡Adiós! ¡Adiós! Tu himno lastimero se pierde
más allá de estos prados, sobre el arroyo quieto,
ladera arriba, y luego penetra hondo en la tierra
de los claros del valle colindante.
¿Fue aquello una visión o un sueño de vigilia?
Ya se esfumó la música. ¿Duermo o estoy despierto?
Qué más puedo decir yo, humilde mortal, que no haya dicho mejor el inmortal Borges. Lo dejo pues, lector o lectora, con una invitación a explorar la poesía de John Keats, sabedor de que les va a encantar.
Sergio Inestrosa (San Salvador, 1957) es profesor de español y de asuntos latinoamericanos en el Endicott College, Beverly, de Massachusetts, Estados Unidos.
Crédito de la imagen destacada: El poeta inglés John Keats (1795 – 1821).