Cuento «Fue un ajusticiamiento»: Uno de los relatos del cinematográfico libro «Se vende humo», de Joaquín Escobar

«Lo llamativo de las historias escritas por el treintañero autor nacional es que están siempre dando giros inesperados y el sentido de lo verosímil se tensa hasta tal punto que las acciones de los personajes –poco sostenibles en nuestra realidad– funcionan muy bien en el marco de la ficción imaginada por el escritor», describió el también narrador y crítico cultural Francisco García Mendoza en estas páginas, acerca del conjunto de argumentos que conforman la atípica (para el «pauteado»  y autoritario medio literario chileno), ópera prima del creativo sociólogo santiaguino.

Por Joaquín Escobar

Publicado el 17.11.2018

Me llevó un año preparar este ajusticiamiento. Jamás lo comenté con alguien. De este hijo de puta me quise encargar yo solo. Una madrugada dejé mi casa. Armé una mochila y me fui. Nunca volví. Tenía la certeza de que nadie preguntaría por mí. Abandoné a mi madre con alzhéimer y me escondí en una pieza de calle Lord Cochrane. Dejé mi trabajo de cajero de un supermercado y comencé a vivir de mis pocos ahorros. Muchas veces escarbé en la basura por rastros de comida. Una noche me comí las vísceras de un gato muerto y las acompañé con salsa de tomate para que no fuese tan grotesco. Se quedaron atrapados en mi lengua un par de pelos, el resto no fue tan asqueroso como pueden llegar a pensar. Podría no haber pasado tanta hambre, pero gran parte de mi dinero lo destiné a la operación. Me compré una pistola en una armería del Paseo Bulnes. El anciano vendedor me dijo que perteneció a Abimael Guzmán, que la tenía en su escritorio cuando lo tomaron preso. Cuando me preguntó para qué quería el arma, le dije que con ella me volaría la tapa de los sesos durante la madrugada. Robé de un centro comercial una cámara de fotos. Me costó aprender a utilizarla, un manual en coreano no fue de mucha ayuda. Con ella fotografié a sus hijos, a su mujer, a su amante, a sus amigos. Adquirí mapas de las calles de Santiago. Conocí hasta los pasajes más recónditos que circundaban a su hogar. En avenida Independencia compré telas para construir disfraces. Fui payaso, hombre-lobo y bombero: todo con el fin de espiarlo. Incluso pude entrar a su casa. Disfrazado de Pedro Picapiedra animé el cumpleaños número doce de una de sus hijas.

Estaba todo el día pensando en aniquilar a mi objetivo. Solamente me distraía leyendo novelas de Roberto Arlt y viendo películas de Dick Tracy en un abandonado cine barrial. Sufrí una transformación física. Me corté la barba, me dejé crecer las patillas y me engrasé el pelo. Adelgacé veintisiete kilos, parecía un perro callejero, se me veían las costillas. Para acelerar el proceso de adelgazamiento me tomé un laxante todas las noches. Cagaba todo lo que había comido durante el día: tenía que rozar la desnutrición. Con una plancha hirviendo me quemé mi mejilla derecha. Me pasé la mitad de una botella sobre la quemadura para cortarme y modificar completamente mi cara. Me convertí en un cirujano plástico casero, en un Frankenstein autodidacta.

Durante meses tomé una micro hasta su casa. Vestido como deportista daba vueltas a la manzana para conocer sus horarios. Averigüé que salía de su hogar todos los días a las ocho de la mañana. Iba a dejar a su hija al colegio, después partía a su trabajo. Me hice pasar por cartero. Necesitaba conocer sus gastos e ingresos. Quería saber cuánta plata había recibido por el daño que nos había hecho. En una pared de la pieza tracé el operativo. Reconstruí sus itinerarios y recorridos; pegué sus cuentas de electricidad y agua. Me sentí como un químico que prepara fórmulas para llegar a la ecuación final. Caminé por las calles fumando y enumerando cada detalle. En unos periódicos que encontré en la basura, hablaban de una anciana que fue hallada muerta después de meses de descomposición: era mi madre; su recuerdo lejano ni siquiera me provocó pena.

La prueba final, antes de cometer el asalto, sería ir al supermercado donde había trabajado. Gran parte de mis días los había desperdiciado allí, por ende, si nadie me reconocía era el momento de dar el golpe definitivo. Estaban todos: El grillo, Kruchosky, El beno, La pelusa. Compré unos embutidos y los pagué en la que fue mi caja. Nadie me reconoció, nadie sospechó. Al salir vi un ajado letrero con la que fue mi cara, se me sindicaba como persona desaparecida.

El plan salió tal como había sido estudiado. Su auto frenó en la esquina de siempre. Yo estaba disfrazado de mimo. Le pegué cuatro balazos. Dos fueron por los jugadores que nos expulsó. Los otros dos por los evidentes penales que no quiso cobrarnos.

 

Joaquín Escobar (1986). Escritor, sociólogo y magíster en literatura latinoamericana. Reseñista del diario La Estrella de Valparaíso y de diversos medios digitales, es también autor del libro de cuentos Se vende humo (Narrativa Punto Aparte, 2017). También es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

Los cuentos de «Se vende humo» (Narrativa Punto Aparte, Valparaíso, 2017), de Joaquín Escobar

 

 

El escritor y crítico chileno, Joaquín Escobar Catalán

 

 

 

Imagen destacada: El actor Robert De Niro en una escena del filme Taxi Driver (1976), del realizador estadounidense Martin Scorsese.