En un estado de conciencia alterado, o abierto, como el de la protagonista sin nombre de este argumento, el “yo” se fragmenta y se hace corpóreo en otros personajes, representaciones del “yo” mismo. Lanzada la protagonista de esta novela en un nuevo curso, en una nueva trayectoria, aparecen en sus recuerdos-relatos-representaciones, tres personajes que se transforman en la clave o vectores de su transcurso: Durante su infancia, en una fiesta de exiliados en Alemania, toma la mano y se pierde en la ternura de la mirada de los ojos de un niño sin nombre, sin nacionalidad, sin padres, a quien nadie conoce ni puede recordar. Es el primer fantasma del “yo”. Años más tarde, en una feria de artesanos en Angelmó, se encierra junto a un fabricante de amuletos que le roba un beso a cambio de una maldición. Nuevamente, sin nombres, sin referencias, sin motivos aparentes. Y en el transcurso del viaje primordial de la trama, hay un tercero que aparece para salvarla, para acompañarla, para alejarla del sortilegio, a la vez que para marginarla de cualquier explicación plausible de todo aquello que se desata en su mente en la forma de recuerdos fragmentados. Ninguno de estos tres personajes cuenta con pruebas fehacientes de su existencia. Nadie los ve, salvo la protagonista; nadie puede dar fe de su existencia. Son estos, sin dudas, los vectores, las fuerzas que se han liberado luego que, como dice la autora, “algún tarado le quitó el casco luego del accidente”.
Por Tania Ulloa
Publicado el 12.10.2017
Durante los primeros años en Chile, y como siempre desde entonces, sobreviví gracias al alemán. Siempre como intérprete o traductora… Pero una vez trabajé en una agencia que apareció por un inserto en la escuela de traductores e intérpretes. Necesitaban personas que hablaran alemán fluido. Luego me enteré que era para que leyeran el tarot por teléfono. Necesitaba dinero y la necesidad podría –entre otras- tener cara de tarotista, pensé.
Se trataba de una agencia que respondía llamadas tipo 700700… hechas desde Alemania. Básicamente había que mantener a las personas por más de tres minutos al teléfono, después de eso, la empresa comenzaba a facturar y nosotros obteníamos un bono. Esta agencia quedaba en el segundo piso de un edificio en Manuel Rodríguez, al sur de Los Héroes.
Sabía que en la revista de la tele en Alemania, ahí donde salía la programación de la semana, aparecían esos insertos increíblemente tramposos. Yo misma había pedido cuando chica -por medio de un cupón que llené, firmé y envié-, una colección de todos los tesoros arqueológicos que albergaba el museo de Berlín, más toda la historia de Schliemann buscando a la bella Helena y, por supuesto, la máscara de Agamenón y los fastuosos ajuares funerarios de Troya. Luego llegaron a cobrar los libros. Mi madre los mandó a la cresta.
Tuve tres semanas de clases intensivas de tarot, luego fueron tres más de profundización. Llené un cuaderno entero de teorías y aplicaciones de un mundo totalmente desconocido, pero que me hacía mucho sentido. Encontré en una tabaquería en el centro de Santiago un mazo gitano-alemán. Era el único y era bellísimo, lleno de colores y simbologías.
En eso estuve mucho tiempo, las primeras veces fueron terribles. Me costaba engatusar a los clientes y no lograba pasar de los dos minutos. Yo misma terminaba las conversaciones. Veía los módulos a mi lado y todos estaban hablando, pintando alguna cosa en algún cuaderno, mientras explicaban el significado de las cartas tiradas… Entre mis colegas había un tipo muy petulante que leía el diario mientras las personas le consultaban.
Me enteré que estas agencias estaban presentes en Costa Rica, México, Sudáfrica, Japón, y que yo era una rata más en el desagüe capitalista de un nicho empresarial terrible, emocionalmente horroroso, una suerte de prostitución esotérica.
A medida que pasaba el tiempo se me repetían algunas personas consultando por su suerte o el destino de sus vidas. Me asombraba la cantidad de vacilaciones y cuestionamientos que nunca se me habrían ocurrido. Se trataba de personas que, en algunos casos, necesitaban ayuda profesional, pero yo estaba siendo la “es lo que hay”. Con los días comencé a acostumbrarme y rápidamente destaqué entre mis pares por el tiempo que mantenía a la gente conectada. No bajaba de los 15 minutos, a veces superaba la hora. Repasé cada una de las 72 cartas del mazo con un clavo, generando un relieve que lo dejó único. Me hice de un discurso en que primero les explicaba de las tiradas que manejaba bien, que no servirían en absoluto para predecir los números de loto, ni de las carreras de caballos y que tampoco podría maldecir ni obligar a nadie a amar a otro.
Cuando ya estábamos en los tres minutos, en cada conversación, les decía que lamentaba mucho que no apareciera esta información en el inserto de su TV Guía, pero que debía explicarles que estaban llamando a América Latina y que esto saldría salado y que se reflejaría en su próxima cuenta telefónica. Muchas veces terminaba contándoles de Chile, de su historia y del hermoso pueblo que una vez lo habitó.
A veces me también llamaban niños. Estaban solos en casa, auténticos niños solitarios. Ya me habían hablado de ellos, de los niños mantenidos por el Estado y abandonados por sus familias, comenzando por sus madres. Hablábamos de todo un poco, a veces llorábamos juntos, a miles de kilómetros en la distancia.
Enteraba tiempos récord.
Autor de la bajada o entradilla: Dauno Tótoro Taulis
Imagen destacada: La actriz alemana Nastassja Kinski, en un encuadre del filme «Paris, Texas» (1984), del realizador germano Wim Wenders