La dramaturga y escritora chilena postula en el Diario «Cine y Literatura» una retórica íntima, en una especie de historia privada («una soledad liderada por mujeres»), que cruza desde la primera hasta la última secuencia, a los roles femeninos que protagonizan la impactante cinta del realizador mexicano.
Por Masiel Zagal
Publicado el 25.12.2018
A pocos días de su estreno, de Roma ya se ha dicho todo y aun así parece quedar mucho por decir. Ya se ha transitado lo suficiente tanto por Roma ‘la película’ como por Roma ‘el fenómeno’; la crítica -o lo que pretende ser la crítica- ya ha manoseado adjetivos que van desde ‘obra maestra’ hasta ‘sobrevalorada’; expertos y no expertos han entregado su opinión: la mayoría, su complacencia; otros más, su desagrado. Este comentario no pretende ser una contradicción a lo anterior ni mucho menos una propuesta nueva, es quizás algo peor: pretende ser el análisis de otro análisis, o el complemento de otra serie de análisis que se han adentrado en asuntos muy necesarios que propone o toca de soslayo la película (como la historia del barrio Roma en Ciudad de México, los derechos de las empleadas domésticas, el intricado camino de la estética en la temática social) así como en otras rutas inabarcables para el público común. No había visto yo tanto revuelo, desde hace años, por una película latinoamericana. Es más, por una película que se puede ver en Netflix (sin ser Roma necesariamente, como alguien mencionó por ahí, un simple fenómeno de Netflix). La respuesta a estas contradicciones es simplemente que la película contiene un material diverso y sutil difícil de agotar en una sola opinión, es dueña de una estética y sensibilidad que profundiza en lugares incómodos como la burguesía, el patronaje y la servidumbre, sin tematizarlos como males sociales. Aun con esto, para mí es la película más bella que he visto en los últimos años y que, me hace sospechar, se trata de esos filmes que no envejecen, que marcan precedente. Entonces quizás este comentario sea un elogio más a esta película tan aplaudida como vilipendiada, lo que puede deberse a que Roma aborda, casi sin tocarlas, más de una arista humana, histórica y social, y por eso hay tanto qué decir de ella.
Decidí que me corresponde, por lo tanto, enfocarme en la figura de la mujer, las mujeres que Roma retrata en sus diferentes roles (así como bien podría haberme enfocado en los niños, en cómo se relacionan con su entorno, en cuál de ellos será el alter ego del director y en el excelente casting que hay detrás). Cleo es, sin duda, la protagonista de toda la historia, siendo su co-protagonista una familia entera, liderada por una mujer y secundada por otra.
Cleo es la empleada doméstica mixteca de una familia de clase media alta –era aquella sombra que una veía sin pudor en las telenovelas mexicanas de los años ’90-, el ángel moreno de la casa, quien todo lo predispone y resuelve silenciosamente, sin tener siquiera la fuerza física para levantar la voz. Cleo no tiene voluntad, dentro de ciertos márgenes, pero tiene una voz, tiene una esencia que no puede ser invisibilizada por sus patrones. (Por lo general la clase media tiende a generar vínculos con sus nanas, ‘son como de la familia’. En este punto es recomendable recordar la película chilena La nana de Sebastián Silva, que muestra una historia levemente parecida a Roma, donde la nana y la familia tensionan una relación filial. En Roma, Cleo tiene un nivel de servidumbre aún mayor, lo que al mismo tiempo la hace tan invisible como necesaria). Cuando no debe encargarse de toda la familia y la casa, Cleo tiene un espacio mínimo de vida personal e íntima. Su vínculo con su propia familia o la sociedad es limitado en cuanto a tiempo pero potente en cuanto a su esencia: todas las relaciones con el exterior que tiene Cleo reflejan potentemente el quehacer histórico del México de los años ’70. Cleo se enamora –o deja engatusar- por un miembro de Los Halcones, un grupo paramilitar similar a Patria y Libertad en Chile. Este muchacho, que de principio parece interesante y querible, resulta ser un villano bastante indeseable. Pero no puede ser de otra manera. Cleo se sabe sola en su embarazo aunque lo confirma cuando él la rechaza con violencia. Y sigue adelante, haciendo la rutina de todos los días, ahora cargando a otro ser que está a punto de nacer y no. Mientras tanto, se entera que a su madre le quitaron la propiedad y es testigo del nivel de violencia que existe en las calles, la represión a los estudiantes, la pobreza, la desigualdad social. Pero no importa, Cleo no puede distraerse, debe seguir haciendo lo que debe hacer: mantener el ritmo decadente de aquella familia. Toda su rutina diaria es seguida paso a paso: levantar a los niños, preparar la comida, disponer todo para la comodidad de sus patrones, recoger la caca del perro, sujetar al perro cada vez que se abre el portón, lavar el piso del garaje, lavar la ropa a mano, ser la última que se acuesta y apagar todas las luces. Lo problemático de esta historia es la mirada burguesa con la que se cuenta, pero ésa es sólo una arista más que voces más expertas han sabido abordar.
La otra figura femenina potente es la madre de la familia, una mujer que al comienzo parece ser dependiente de su marido pero luego se configura en ella el perfil de una matriarca invencible. Sofía empieza a aparecer en cuadros de escenas familiares clichés: quien llega a la mesa cuando ya todo está dispuesto (por Cleo), quien sólo se preocupa de lo que piensa, ve y siente el marido, alguien que se ve desvalida al quedarse sola. Lo que cambia en ella es que la soledad se prolonga: no sólo no vuelve a verse como una mujer decentemente casada, sino que además se descubre haciéndose cargo sola de la casa y la familia. Se queda sola (sin un hombre) y no sabemos cómo –porque nos hemos quedado mirando a Cleo- saca de sí una fuerza interior desconocida y admirable, la que se ve retratada a fuego en una de las última escenas de la película, cuando en el viaje a la playa le corresponde a ella explicarles a sus hijos, todos niños, que el padre no volverá, que el padre está confundido, que el padre aún no sabe lo que quiere, que el padre sí los ama, por supuesto que sí, y que los verá de nuevo, pero no sabe cuándo, que el padre debe aclararse, que ya les dirá. Un monólogo maravilloso y conmovedor, natural, que se complementa tanto con la interpretación de la actriz como con el llanto de uno de los hijos. Antes ya habíamos humanizado a este personaje –aunque su reacción ante el embarazo de Cloe, más que humana, se aproxima al paternalismo-, pero en esta escena la vemos reconstruida, no victimizada. ‘Estamos solas’, le dice en una oportunidad a Cleo y luego se ríe. Están solas. Y sacarán adelante a esa familia, burguesa y decadente, desde esa soledad liderada por mujeres.
No es nuevo hablar de una historia sobre mujeres contadas por un hombre y en este sentido Roma no es una excepción, aun así es destacable la sutileza y complejidad con la que Alfonso Cuarón visibiliza estos roles, cómo se adentra en el interior de los personajes casi sin intención, entregando señuelos para la interpretación, en una historia minimalista en cuanto a las acciones pero de una inconmensurable estética y profundidad. En este sentido la historia no termina en las dos protagonistas, sino que también se enfoca, en consecuencia, en otros dos personajes secundarios cuya historia no se cuenta pero cuya presencia embellece la trama. Una de ellas es la abuela de los niños, mujer mayor siempre dispuesta a ayudar en la organización de la casa y el cuidado de los nietos, quien está junto a Cleo cuando ésta empieza con labores de parto, a quien protege en medio de la violencia que se desata en la calle, colocándose tímida y torpemente frente a ella para proteger a su empleada y al bebé que viene. Se suma a este grupo de mujeres una segunda sirvienta, también mixteca, con quien Cleo comparte en su intimidad y son parte de la misma complicidad, apoyándose mutuamente y reflejando una hermandad –o sororidad, en nuestro nuevo lenguaje- conmovedora y reconfortante.
Benditas sean las películas que, sin tocar la temática de manera directa, llevan al público a profundizar en las zonas grises, a observar la construcción de género, a problematizar la burguesía, a dejar al descubierto la colonización, a interesarse en el contexto político-social. Más aún cuando la estética te captura desde la primera escena y no te soltará hasta la última, con una belleza indescriptible que parece haber llegado justo a tiempo al quehacer cinematográfico latinoamericano.
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Masiel Zagal (Rari, Región del Maule, 1984) es cuentista y dramaturga. Autora de textos teatrales tales como Avenida El Dique, Lucila la niña que iba a ser reina, La mujer quebrada, y el volumen de relatos que conforman La gran intemperie (Editorial Puebloculto, Curepto, 2018), el cual fue su primer libro publicado. De formación es profesora de castellano y magíster en humanidades de la Universidad de Talca, en una vocación intelectual y creativa donde se conjugan el cultivo de la literatura y de las artes visuales. También cursó estudios formales de Género en la Universidad de Bonn, Alemania, entre 2016 y 2017.
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