El largometraje de ficción del realizador italiano Matteo Garrone (a quien le debemos le versión cinematográfica de «Gomorra», por lo demás) es descrito en sus múltiples significados formales e ideológicos, a través del análisis pleno de realidades sensoriales que ofrece en su mirada única, el poeta trasandino y redactor estable del Diario «Cine y Literatura».
Por Horacio Ramírez
Publicado el 11.3.2019
Un pueblito a orillas del mar, a orillas de la nada.
Casas, departamentos y juegos infantiles abandonados, paredes e hierros carcomidos por el salitre… Todo está lleno de una hondura extrañamente profunda y vacía, muy bien expresada en los planos generales. Comercios y viviendas que parecen habitados por gente que fue, aun siendo todavía. Sumidos en la anomia, las personas viven una parodia de vida… como para cumplir con la ley del no querer morir. Pero en esa oquedad hay una tensión de tendón flaco, de hueso duro, de carne seca. Tensión de muerto disecado por el calcinante desierto del olvido y del Mediterráneo.
Y en ese sitio, siempre en las afueras de donde transcurre la realidad, se desarrolla el modesto drama de Dogman, realizada en 2018 y la novena película del italiano Matteo Garrone.
El título juega, en inglés, con la ambigüedad del término que puede significar tanto un hombre que se encarga de perros así como un hombre que es también perro. Así, la palabra ‘Dogman’, el nombre de una peluquería canina, permite jugar con los dos roles al mismo tiempo.
Quizás vuelva más triste y escalofriante el despliegue de las descoloridas marionetas del filme, el hecho de basarse en un caso policial real que ocurriera en las afueras de Roma -en un barrio llamado Magliana-, a fines de los ’80. Más allá de haber sido, incluso, la realidad más espantosa que lo que se ve en la película, el hecho es que de una manera no muy rebuscada, podemos jugarnos a decir que antes de estar frente a la historia de un pueblo y sus habitantes, nos hallamos frente a la historia de una jauría de perros abandonados que habitan juntos entre ruinas por el simple instinto de jauría. Y de entre todo ese conjunto de perros, asistimos a la historia de dos de ellos en especial: Marcello (Marcello Fonte) y Simone (Edoardo Pesce). Uno es un pequeño animalito de nariz enorme, magro al extremo y algo jorobado con dientes grandes y disparejos. Débil caricatura de hombre, de ojos grandes, llorosos y vencidos y que aprovechada por Garrone a través de las sombras inducidas por un hábil trabajo de frágil iluminación. Tuvo mujer (Laura Pizzirani) y es visitado ocasionalmente por su pequeña hija, Alida (Alida Calabria), quien en su primera aparición, ya abraza a su padre y lo mima como si de su perrito faldero se tratara.
Por el otro lado está el corpulento, alto y bestial Simone… como un perro enorme que somete a sus caprichos de cocainómano al pobre Marcello y molesta y agrede y roba al resto de la jauría. Los vecinos tomaron la decisión de acabar con él, pero no se ponen de acuerdo en el método.
La cuestión es que Marcello tiene un desvencijado utilitario y Simone una poderosa moto pero Simone utiliza a Marcello y su vehículo para robar y para conseguir cocaína. Aunque Marcello quiere mantener sus actividades ilícitas al margen de su relación con la hija, Simone es completamente refractario a sus intenciones y le exige más y más. Pero Marcello no es un héroe. No es un David sometido a un filisteo gigante. Ama, siente compasión (rescata a una perrita que había sido abandonada en un freezer tras un robo) y tiene sus escapadas con Alida para hacer buceo en el Mediterráneo y armar un mundo ajeno y mejor al suyo como herencia sólo para ella… sin embargo, no es un héroe. Con tal de agradarle a Simone, consume él también droga y lo acompaña en sus salidas a lupanares y lo defiende y encubre… hasta que el gigante le muestra la posibilidad de acceder desde su peluquería canina al negocio de tráfico de oro que hay al lado. A pesar de sus ruegos, el robo se produce y las evidencias muestran a Marcello como partícipe necesario. Ante el policía, Marcello se niega a delatar a Simone (en un momento de brillante actuación por parte de Fonte, que le valiera un premio en Cannes, bromas aparte) y termina preso en su lugar por un año.
Al salir reclama su parte del botín, pero, obviamente, no había quedado nada del dinero. Marcello le rompe la moto. Y tras unos encontronazos más, rechazado por todo el pueblo, Marcello logra llevar a Simone a una trampa y consigue encerrarlo en una de las jaulas para perros grandes y finalmente, tras momentos de tensión y lucha, logra matar al gigantesco bruto.
En las jaulas miran los perros y sus miradas se cargan de la humanidad ausente entre los hombres…
Lleva el cadáver al campo y quiere prenderle fuego, pero escucha los gritos de sus vecinos jugando al fútbol. Se acerca, mientras amanece, y les grita pero nadie le responde. Vuelve por el cuerpo y se los trae para mostrarle que era uno más de la jauría o que por lo menos reclamaba que lo aceptaran de nuevo, pero la cancha, rodeada por un alambrado, estaba desierta. La jauría y sus gritos habían sido una alucinación. El pueblo, en uno más de los más bellos planos generales que consigue Garrone, lleno de tenso dramatismo, se nos aparece totalmente vacío.
Sólo queda el pobre flacucho extenuado y su muerto… y si ambos se hubieran esfumado en el aire, con la cancha alambrada de fondo, podía haber sido una reedición del final de Blow-up de Michelangelo Antonioni. Pero la imagen simplemente vira al negro del final… Es que no había habido prácticamente nada a lo largo de toda la historia: sólo narices huecas que se llenan de droga. Sólo ambiciones que traducen el insaciable hambre de materia que cuanto más se llena, más se vacía y más hambre genera.
Hubo sí, atisbos de amor de Marcello por su hija, pero en la segunda escapada de buceo, en ese mundo fuera del mundo que ambos habían construido -frágil y fugaz como en una pecera-, él ya no pudo compartir más tiempo bajo el agua y sintió ahogarse. Marcello se había vaciado tanto, tanto se había convertido en nada, que el amor lo atravesaba de lado a lado. Su amor ya no producía sombra. Su hambre de sí mismo, hambre que compartía con todos los miembros de esa muestra de sociedad, de esa jauría famélica, lo había convertido en nada y le había convertido en nada aquel mundo de derrotadas convivencias. No obstante y quizás paradójicamente, siempre ha habido más humanidad en la violencia que en la paz y es por eso que se filmó el largometraje: porque Garrone quiso filmar ese aspecto de nulidad, de hueca violencia, de vacía calamidad que acompaña también a la condición humana. Quiso filmar cómo la rudeza de un Caín santificaba el homicidio, humanizando aún más lo humano del Hombre.
Por eso, también, la película empieza con una de las tres cabezas de Cerbero, o con las tres en una: porque iniciaremos nuestro viaje hacia el infierno de la nada y asistiremos, pues, a una radiografía de esa nada que también habita y define al Hombre.
Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.
“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.
“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: El actor Marcello Fonte en una escena del filme Dogman (2018), del realizador italiano Matteo Garrone.