La novísima obra de Nicolás Poblete Pardo apunta a develar todo el entramado de convenciones que rigen al sistema o circuito de las artes visuales nacionales. Así, el título habla de poder, influencias, egos, rivalidades, intolerancia, fanatismos y violencia, con la prodigiosa capacidad de observación, la ironía y la lucidez que caracterizan a la narrativa de su autor, en ya más de una década de producción incesante.
Por Elisa Cárdenas Ortega
Publicado el 24.3.2019
Se puede identificar, a través del tiempo, una tradición de obras literarias que resultan de interés para el ámbito de las artes visuales. Algunas contienen acercamientos filosóficos o verdaderas declaraciones de principios y juicios estéticos frente a temas propios del hecho plástico, del hacer específico del artista o creador. En esa tradición se enmarca, por ejemplo, La obra maestra desconocida (1831) de Honoré de Balzac, y en Chile, la narrativa completa de Adolfo Couve, quién era artista y docente de la Universidad de Chile, está centrada en el “problema” de la pintura.
En plena era de la hiper tecnología, Nicolás Poblete Pardo nos presenta en Sinestesia (Editorial Cuarto Propio, 2019) a un grupo de personajes insertos en el sistema del arte, y constituidos en torno a Durán, un exitoso exponente nacional del Bioarte, o arte transgénico. Mi presentación de esta novela se debe a mi larga experiencia periodística en cobertura de temas de arte para diferentes medios.
El género Bioarte no se ha desarrollado o no ha llegado de forma muy notoria ni constante a nuestro medio, pero muchos recordarán las polémicas acciones de Marco Evaristi, artista chileno residente en Dinamarca, quién presentó en el marco de una exposición del Museo de Arte Contemporáneo (2001) una instalación de una serie de jugueras con peces vivos nadando en su interior. La idea era que los espectadores decidieran si apretaban o no el botón de encendido del aparato. La obra generó el rechazo inmediato de grupos animalistas, entre otros, activando la pregunta recurrente (e inconducente) que cada cierto tiempo remueve al medio: ¿Es eso arte?
En los últimos años, Evaristti nos ha seguido sorprendiendo con sus exposiciones de latas de albóndigas preparadas con su propia grasa (luego de someterse a una liposucción) y figuras de excremento enchapadas en oro y diamantes. Lo último que supe de él fue su proyecto de utilizar el cuerpo de un convicto condenado a muerte en Texas, congelándolo para convertirlo en comida para los peces de un gran acuario.
Como verán, el tema del Bioarte, querámoslo o no, se expone al repudio de muchos y casi siempre se sitúa en el límite del cuestionamiento sobre la legitimidad artística de sus exponentes. Es en parte el panorama que nos presenta Nicolás Poblete Pardo (1971), a través de los pasos de Durán, convertido en una estrella del arte contemporáneo y próximo a presentar en una exclusiva galería santiaguina su obra Mi Venus —según él, un homenaje a Boticelli— hecha con mucosas, sangre, tejido humano, grasa humana y semen de distintos donantes, incluido él mismo. La obra es presentada por la galerista como una invitación a “confrontar nuestros prejuicios” porque, dice ella: “Desde tiempos remotos, las obras artísticas más potentes habían escandalizado a la gente (vulgar)… esas obras vapuleadas eran las que ingresaron a la historia del arte”.
Como era de esperarse, Mi Venus desencadena una furiosa reacción en una fracción del público y hay grupos que irrumpen violentamente en plena inauguración, con cóctel y música electrónica.
Para los que funcionamos alrededor de este sistema del arte, la escena es perfectamente verosímil y es dable también, al observar a Durán, con su reconocimiento internacional y muchas voces del sistema insistiendo en su genialidad, preguntarnos si estamos frente a un “chanta” de esos que a veces emergen en el ámbito artístico, como seguramente en otros ámbitos.
«Durán inspiró: La naturaleza del arte es elusiva y susceptible de ser controversial. Mientras más extremo y más experimental, más indignación provoca en algunos sectores. Mi Venus es una obra de arte, es una obra, me atrevería a decir, sublime. Es producto del misterio que somos. Mi Venus es una búsqueda, una preocupación por las preguntas fundamentales que nos competen a todos. De qué estamos formados, cómo nacemos, ésas son las preguntas que mi trabajo está planteando».
La novela de Poblete Pardo tiene esa facultad de presentar un tema muy actual —porque el Bioarte como tal, emergió recién en el siglo XXI— dando cuenta de la producción artística y su sistema, conducido en gran medida por un mercado que es quizás uno de los más especulativos y caprichosos en la actualidad. Cito reflexiones de los propios personajes:
“Puro mercado para los ricos, ellos decidían qué se vendía y qué no, o sea, qué era arte y qué no. Unos arribistas a cargo de la historia… Si incluso en Francia esto es reconocido por la ley, que los dealers de arte son lo más bajo que existe, la peor estofa, lacra en la escala social”.
El Bioarte presenta una diversidad de manifestaciones y muestra aspectos de enorme interés para los estudiosos o interesados en los lenguajes de la contemporaneidad. Es un arte imposible de ser creado o concebirse en solitario. El artista concentrado en su taller no califica, al menos no completamente, pues se requiere de elementos y de asesoría de otras disciplinas, como la ciencia y la tecnología, para llevar a cabo este tipo de obras.
Hay casos y momentos en que el Bio Art se cruza con la performance y el body art, con propuestas muy célebres (y polémicas) como la de Stelarc, artista nacido en Chipre y formado en Melbourne, Australia, quien trabaja sobre la extensión de las capacidades del cuerpo humano y fue pionero en la utilización de tecnologías aplicadas a su propio cuerpo. Él se implantó en su brazo izquierdo una oreja orgánica, una réplica a escala de su propia oreja, que es alimentada a través de bioreactores, como una forma de cuestionamiento a la estructura humana y las capacidades de confrontar el designio natural. Otro caso paradigmático es la francesa Orlan, quien se realiza recurrentes intervenciones quirúrgicas en su cuerpo, las que muchas veces transmite en vivo para galerías y museos, o el brasileño Eduardo Kac, quien en su obra Time Capsule injertó un chip con información digital en su tobillo.
El Bioarte no reivindica el cuerpo, sino la materia orgánica como medio artístico. Es la vida misma allí, palpitante —ya sea en forma natural o mediante biotecnología o ingeniería genética— la que se plantea allí como objeto ¿o sujeto? del arte. Al hablar de vida y no sólo representarla, sino exponerla literalmente, este género contempla el debate ético en forma inherente y generará las consecuentes polémicas y, por supuesto, una cobertura mediática que se quisiera cualquier otra expresión de la cultura.
El mismo Eduardo Kac presentó el año 2000 su obra GFP Bunny (Conejita PVF) donde a Alba, una coneja, se le modificó el ADN realizando una combinación con un gen fluorescente, perteneciente a un tipo de medusa (denominada Aequorea Victoria), de manera que sometida a una cierta intensidad de luz, la conejita Alba emitía luminiscencia verde.
Como vemos, muchas obras utilizan animales vivos. Este rasgo, de alguna manera, presenta al artista como una especie de genio y amo, capaz de transformar la naturaleza, en este caso cosificando a un ser vivo.
En nuestro medio local, algunos trabajos de Máximo Corvalán coquetean con el Bio Art, como la instalación de una oveja viva con una cámara de video ajustada a su cabeza para registrar la reacción de los espectadores al verla. Tiempo después, el mismo artista dispuso en el frontis del Museo de Bellas Artes, una especie de pecera en cuyo interior hacía su vida habitual, durante varios días, una pareja de indigentes. Esta performance generó un gran interés mediático, teniendo al reportero del matinal “Buenos días a todos” cada mañana de punto fijo para seguir los pormenores de la situación de los mendigos.
Las obras de Bioarte comunican de una manera diferente, y en ese sentido representan un fenómeno interesante de investigar y profundizar. La novela Sinestesia deja planteado el tema a través del personaje de Durán, pero no es el Bioarte a lo que apunta de fondo esta narración, sino a todo el entramado de convenciones que rigen al sistema del arte. La novela habla de poder, influencias, egos, rivalidades, intolerancia, fanatismos y violencia, con la prodigiosa capacidad de observación, la ironía y la lucidez que caracteriza la narrativa de Nicolás Poblete Pardo en ya más de una década de producción incesante.
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Elisa Cárdenas Ortega es periodista, con 20 años de experiencia en medios escritos, dedicada al área cultural con énfasis en las artes visuales. Ha trabajado en los principales periódicos chilenos, como El Mercurio, La Tercera, La Nación, La Época y colabora en forma permanente en revistas culturales como La Panera y PAT, entre otras. Ha complementado estas labores con la creación de contenidos y de difusión para espacios artísticos, como las galerías Animal, Florencia Loewenthal y D21, y en proyectos independientes, como el Taller Huelén de Fotografía y el Festival Internacional de Cine de los Pueblos Indígenas Ficwallmapu. Es autora del libro Alfredo Jaar. Gritos y susurros (Editorial Contrapunto, 2009) y actualmente prepara dos investigaciones paralelas sobre arte chileno contemporáneo. Durante nueve años estuvo a cargo de las Comunicaciones de la Dirección de Asuntos Culturales (Dirac) del Ministerio de Relaciones Exteriores. Desde 2018 se desempeña como Editora del Centro Cultural La Moneda.
Crédito de la imagen destacada: Malú Stewart.