Una reseña que sintetiza los fundamentos históricos y estéticos del último libro publicado por la escritora cubana avecindada en Buenos Aires, en compañía de cuatro poemas extraídos de ese volumen resplandeciente, y cedidos especialmente por su importante autora para el Diario «Cine y Literatura».
Por Ana Arzoumanian
Publicado el 12.4.2019
“Voy a dejarme la ropa puesta, quiero que todos vean lo que han hecho”, dijo ella.
Podría haber sido ella.
Podría ser aquella que se ajusta a la mancha de su traje arañando una frase, susurrando: la sangre de la muerte no se puede negociar.
Podría ser, si no fuese que cada una de nosotras hemos tenido un trajecito manchado, una mancha por estridente, por inoportuna, por indigesta. Y por inadmisible, la hemos ocultado. Cada una de nosotras, caminando a tropezones, nos hemos cambiado el trajecito. Engullidas y desmenuzadas, para acabar con nuestros ciclos, desechadas luego de un proceso de neutralización y consumo; hemos portado todas el emblema de un asesinato.
Un archivo nacional testimonia el estallido de la descarga sobre la tela, un impacto mudo que no penetra, no horada; mancha. Una madre guarda el traje que guarda la nación en una sala sin ventanas y a temperatura constante.
Era 1963, la televisión era en blanco y negro. El primer católico presidiendo ese estado, la escena, la impresión del rostro, la Verónica. La imagen verdadera, la reliquia. El color.
“Esa boca dada vuelta”, “esa rosa dada vuelta dentro mío”, escribe Nara Mansur Cao a la vista de todos, porque quiere que todos vean lo que se ha hecho. La Habana y sus tiendas, los uniformes, los cupones y los zafaris de color grisáseo. El sábado negro, los trece días y la Isla, la Isla.
En casi todo mito fundacional la Nación es una mujer, una matrona o una guerrera de una cierta desnudez que un escudo o una espada apenas vela. En el rosa del vestidito, en la elección del hábito, radica la apuesta política de Nara Mansur Cao. El rosa, ese silencio del rojo, es la abolición de la ginecracia. Rosa como reducción de hembra a mujer alineada al catálogo del folletín, de lo romántico. Ese trajecito, el diminutivo, instancias de lo frágil, expresa la necesidad de una matriz regulada bajo el control estético.
Pero la del trajecito rosa, en el poema de Nara Mansur Cao, tiene un arma en su mano, una pistola con silenciador. No para hacer invisible su disparo “en la boca del himno y del banco nacional” sino para no quedar sorda por la explosión. Sabe que “el silencio como ruido callado” corrobora una expropiación: ella sólo posee su cuerpo bajo los apelativos patrios. Es así como la Nación pide ser ubicada; emplazada por la emergencia del crimen que la convierte en la miliciana, una mujer en nombre propio que perturba el lenguaje inquisidor.
Capullo de rosa
esa boca dada vuelta
ese decir desvarío desván desvío
ese tomar y dejar media lengua en la punta de la lengua
ese bostezo inquebrantable, esa fe en mí, en mi ceguera
esa boca mordida, oscurecida, trágica
esa boca próxima, dada vuelta encima de mi cabeza
alumbrándome
ese morir lento, de a ratos, con los calzones puestos
los zapatones
ese abrazo estremecedor, esas paredes que se caen
de solo tocarlo
esa boca abierta que no me espera, que se olvida antes de conocerme
esos labios parados en seco, reconociéndome
ese espacio abierto y frío para irme sin roce, sin redoble
esa rosa dada vuelta dentro mío
rosas, rosas, rosas, rosas, rosas
Educada para ser
la magnífica militante de base de un partido
que por no leer la historia de mi país
se ha convertido en polvo no enamorado sino muerto
preparada para una eterna carrera de fondo
tengo ante los ojos una pared impenetrable
detrás de la cual sólo hay
otros cincuenta años de trabajo y espera.
Juana Bignozzi, El sujeto de la izquierda
Rouge
Me dice que debo ser más espiritual / ¿me dice
que no soy espiritual?
entonces
tírate en la yerba patas arriba mira el cielo me tiro le digo me tiro
me caigo miro el tiro largo en su entrepierna
estrella solitaria el tiro sobre mi frente largo
como una perra una cucaracha una boina me tiro
brillante toda de lentejuelas cabeza y zapatos tacos aguja
espiritual metida ahí mirando sin ver de qué se trata el espíritu
la verdad tirar y tirar bien
de estos tiempos la economía el precio de la leche hoy.
Y empiezan los ladridos a vestirme como nadie
lo ha hecho
amo a estos perros –me digo– y ladro yo también
ensimismada, peluda
dejándome ser en otra parte en parte ser otra misma
porque aquí no hay palabras solo tiros cortos y largos
le repito: “Aquí no hay palabras es sólo espíritu”.
¡Ay!
de aquellos que quieren llegar a alguna parte déjenlos ir
ahora o en cualquier otro momento Dispárenles
en la frente como a mí. Den a cualquier pensamiento
un empujón
como me lo dieron a mí en la yerba patas arriba
una pulsión, como si me desnudara con todos los brillantes sobre los ojos
como si no hiciera falta mirarse destajar la pared
como si me olvidara de los tacos aguja.
Pero lo asume lo lleva adelante se entrena es porfiado
habla. Me mete un tiro. Me pone
ese tono rosado en las mejillas tan favorecedor
y el rouge que no puede faltar en los labios
el rouge.
“Seis de cada diez mujeres piensan que el principal motor que las mueve a maquillarse es el deseo de realzar sus aspectos positivos y lindos. El 56% de los hombres prefiere que las mujeres se maquillen, principalmente, los labios”.
United States of America
Usa palabras demasiado sofisticadas, argumentos memoriosos, infalibles.
Usa depiladora profesional, se deja besar la barba recién nacida, se acuesta boca abajo.
Usa el tenedor como cuchara de albañil. Usa mis dientes
para zafarse de lo que lo aprisiona, grilletes
aparecidos en una página de El presidio político en Cuba.
Se llama Lino Figueredo,
el hombre niño que nos deja a los dos los ojos sin agua potable, cavernosos
y toda la antigua humedad la usa para limpiar, para volver a leer
la narración como no narración, el silencio como ruido callado a destiempo
el rocío para lavar la ropa recién comprada.
¡Ay, los encajes! ¡Ay, el cloro!
Usa palabras como testigo ocular, palabras como ojos, palabras como lágrimas.
Usa mis manos para abanicarse
porque hace mucho calor, porque hace mucho frío.
Se toca. Se llama Lino Figueredo y va a morir en mis brazos.
Usa las palabras sin entenderlas pero le gusta
argumentar, contarle a los otros lo que le pasa
o mis técnicas.
Si no entienden no importa, usa las palabras, usa
los silencios, se corta las patillas, come, patina, me pide
las manos abiertas, la rosa moñuda.
Se toca.
Usa la vida como si estuviera muerto, porque la presencia no basta,
la resolución de presencia no basta –me dice– y yo lo agito,
le corto las patillas, le doy vuelta, me lo tomo:
“La resolución de presencia no basta”
me toco / estar viva no basta / me toca / estar vivo no basta / lo toco.
La depiladora la uso para saber que está ahí
para abrir la ventana –las técnicas–
sin caerme, para cortar a lo lejos los vestidos, las armaduras.
Usa las palabras para nombrar infalibles, deseos, grilletes, ventiladores:
cuchara dolida por mi rosa, por la impostura de su mano.
porque no entiende si no lo ve, porque no sabe si no lo toco.
“El tocado debe permanecer puesto desde que sale de casa hasta que regresa, no se quita en ningún momento. La etiqueta impide que el tocado pueda ser retirado como si fuese un sombrero de caballero. Los expertos nos recomiendan realizar el tocado con una ligera caída hacia el lado derecho, debido a que las mujeres suelen dar el brazo izquierdo al hombre –que ofrece su brazo derecho a la mujer–, para evitar cualquier tipo de molestia. A la hora de las presentaciones, ¡cuidado! con el saludo de dos mujeres que lucen tocado. Hay que tratar de no enredarse o tropezar. Puede quedar dañado el tocado de alguna de ellas. Mejor un simple beso en la mejilla izquierda o un ademán de saludo con un beso simulado”.
El tocado o el sombrero, ¿qué elegir para cada ocasión?
Armas extraviadas
Pocos conjuntos son tan icónicos como el trajecito rosa que Jackie usó el fatídico 22 de noviembre de 1963, cuando asesinan a su marido en Dallas, Texas.
¿Dónde está el trajecito rosa, Jacqueline?
¿Dónde lo guardaste?
¿A quién se lo diste?
Con el conjuntito rosado todavía manchado de sangre y la mirada perdida, J. acompaña a Lyndon B. Johnson en su juramento como presidente de los EE UU en otra de las fotos memorables de ese día. Está la flamante viuda del presidente, de pie, en el avión en pleno vuelo:
“Yo no debo estar en esta ceremonia.”
Ya la nación tiene un nuevo presidente que los ojos de otras naciones miran con terror. Pero por el momento se imponen la lástima y la empatía hacia la primera dama destronada, y en apretado coro todos la tratan de apoyar:
“Nena, ¿qué va a ser de ti?”
El ramillete de rosas todavía la sostiene a ella y le cubre las uñas comidas por la ansiedad. Le cantan otra vez y le dicen “nena”.
“¡Han asesinado a mi marido, tengo su cerebro en mis manos!” –grita J. con el cerebro de J. en las manos, tirada sobre su cuerpo sobre su auto en pleno vuelo. En las imágenes grabadas durante el desfile por Abraham Zapruder y que no fueron emitidas hasta 1975 por la ABC, vemos a J. tirada sobre su marido J., sobre el asiento del descapotable rosa, tirada recoge una parte del cráneo del presidente sobre su regazo. El ramillete de rosas se deshace. Son las 13:31 hs en La Habana, Cuba.
El trajecito rosa es un diseño en tweed de la casa Chanel de 1961, originalmente diseñado en color violeta, pero que la misma J. encargó en rosa a la tienda Chez Ninon, de Park Avenue (pienso en Barbie con cierta brutalidad, cultora del rosa desde el año de su nacimiento: 1959). Formado por dos piezas: una chaqueta con abotonado marinero y falda que cubre las rodillas, el conjunto simboliza a la perfección la moralidad y lo chic, el figurín perfecto en su estoicidad:
“Quítate las gafas oscuras, Jacqueline”
–le gritan de pronto, mientras baja las escalerillas del avión.
¿Será que no quiere ver la sangre de J. en su rosa es una rosa es una rosa conjunto?
¡Es Chanel!
El personal de confianza le insiste una y otra vez en que se quite el traje manchado de sangre. ¿Pero cómo saber –piensa ella– quién es entre nosotros, el personal de confianza? Si ya tengo el cerebro de él en mis manos, qué más puedo pedir de la vida, qué más quieren ustedes.
Y les dice a todos –sin distinguir gente rosa de gente de color:
“Déjenles ver lo que han hecho” (Let’s them see what they have done).
Entonces se da vuelta y anota el modelo del avión, la serie; las gafas le dejan ver con claridad lo que necesita anotar y sigue con la misma sangre escribiendo sobre su propia ropa: Air Force One. Ya estamos en Washington. Es el momento de perder el sombrero y los guantes blancos.
Suspiros.
Ve llegar a su madre a la pista del aeropuerto. Sólo a ella va a escuchar, sólo a ella le da su ropa manchada de sangre. Se desnudan las dos mujeres y se abrazan en una habitación custodiada por agentes de seguridad. La ropa de la madre también se tiñe de la sangre de Johnny. La madre dice que no van a limpiar nada, que todo se va a guardar en cajas especiales, con suficiente control de humedad, que para eso están los Archivos Nacionales: para guardar ropa como esta en días como este.
Jacqueline dice que cuando pase todo va a volver a usar pantalones campana y se pregunta por el futuro de la fotografía, porque ahora en las revistas, la sangre, el cerebro, Chanel, su sombrero pill box, el ramillete de rosas… todo parece gris.
Solo los guantes son del color verdadero –dice.
“Sólo los guantes eran de ese color”.
“la rosa piensa que tiene voz de oro, no sabe que es sonido de una sílaba incolora. […] Los mirlos le carcomen su pecho colorado y siente un dulce dolor inexplicable. La rosa de la ciudad es distinta a la rosa del campo. Una es mundana y le gusta la noche, los avisos luminosos y la gente que la mira con prisa. La otra es como la tinta verde de los geranios y conoce el cielo como su propia muerte. Por eso tal vez siempre busco rosas raras para mis floreros de arcilla: rosas más calladas, menos presuntuosas, rosas de bosque o de patio privado.”
Miguel Ángel Zapata, Ensayo sobre la rosa
Nara Mansur Cao (La Habana, Cuba, 1969). Poeta, dramaturga y crítico teatral cubana residente en Buenos Aires, egresada del Instituto Superior de Arte en La Habana.
En 2013 obtuvo el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar por su relato “¿Por qué hablamos de amor siempre?”. Ha publicado los libros de poesía El trajecito rosa (Buenos Aires Poetry, 2018), Régimen de afectos (2016), Manualidades (2011, Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén y Premio de la Crítica Literaria en Cuba 2012); Un ejercicio al aire libre (2004); y Mañana es cuando estoy despierta (2000, Premio Pinos Nuevos 1998), todos por Letras Cubanas.
Como dramaturga publicó Desdramatizándome. Cuatro poemas para el teatro, que incluye sus materiales para el teatro Charlotte Corday. El poema dramático, Ignacio & María, Educación sentimental y Venus y el albañil. Este último libro obtuvo el Premio de la Crítica Literaria en 2011 y ha sido reeditado por Alarcos en La Habana.. También dio a conocer Chesterfield sofá capitoné por Ediciones sinsentido. Sus textos teatrales han sido llevados a escena en Cuba, Argentina, Colombia, Estados Unidos, Italia y Puerto Rico.
Preparó para Ediciones Colihue la selección y el estudio crítico del teatro de Virgilio Piñera (2014) y las introducciones a los teatros completos de Antón Chéjov e Iván Turguéniev (2015). Y para Cuadernos de Picadero (Editorial del Instituto Nacional del Teatro), dos volúmenes con materiales del ciclo Dramaturgias posibles que coordina en el Centro Cultural de la Cooperación desde 2013.
Antes de mudarse a Argentina en 2007, impartía el Seminario de Dramaturgia en la Facultad de Arte Teatral del Instituto Superior de Arte y era editora de la revista Conjunto, dedicada al teatro latinoamericano, que edita Casa de las Américas.
Crédito de la imagen destacada: Buenos Aires Poetry.