Quienes asistieron a la función de estreno internacional (lunes 15 de abril) de esta obra símbolo de la tragedia romántica, pudieron disfrutar de un espectáculo de primer nivel mundial: escuchar a una Orquesta Filarmónica capitalina dirigida con destreza y estilo particulares por el maestro italiano Giuseppe Grazioli, apreciar la puesta en escena de una pictórica y casi goyesca escenografía, y oír a un elenco de voces con cualidades actorales superlativas, encabezado por el tenor porteño Giancarlo Monsalve.
Por Luis Felipe Sauvalle
Publicado el 17.4.2019
Tras una obertura musical se alza el telón y nos vemos en el primer acto, que transcurre en casa del marqués, donde su hija Leonora y don Álvaro malician una fuga para poder estar juntos. Una bala perdida termina con el marqués herido de muerte, quien antes de exhalar su último aliento aprovecha de maldecir a su hija, quedando ella convertida en una paria. Es su hermano –don Carlo de Vargas (Vitaliy Bilyy)– quien jura cobrar venganza. En lo que será considerado uno de los hitos culturales de la temporada 2019, la representación de La fuerza del destino de Giuseppe Verdi regresó al Teatro Municipal de Santiago tras 60 años de ausencia. Una representación que hizo honor a su historia y a la tradición centenaria del coliseo de Agustinas.
Originalmente comisionada por el zar a Verdi a cambio de una pequeña fortuna, y representada por primera vez en San Petersburgo en plena corte imperial, La fuerza del destino nos invita a asistir a la tragedia de un amor imposible entre una noble: doña Leonora (en esta ocasión representada por la soprano de bello y delicado timbre, aunque débil a ratos, de Oksana Sekerina) y un plebeyo de origen inca, don Álvaro (el chileno Giancarlo Monsalve, símbolo masculino de las voces líricas del presente, y cuya voz belcantista de acoplaba a los motivos musicales heroicos y románticos de una partitura hermosa en sí misma). En un principio la huida de los enamorados va bien pero pronto las cosas se complican y a poco andar pesa sobre un maleficio sobre el ya quimérico idilio.
Cabe destacar el cuidado que se ha prestado a la escenografía, a cargo del argentino Nicolás Boni. En términos de puesta en escena, el punto alto lo marca el descenso de un Jesús Crucificado desde lo alto del escenario en un ángulo de 45 grados, el que al siguiente acto se encuentra hecho añicos en medio de un teatro dilapidado, a causa de los embates de la guerra y del destino.
Una escenografía que acompaña la trama –un teatro, el teatro de la vida–, puesto que se va corrompiendo a medida que pasa el tiempo, con cada escena se nos muestra más dilapidada, tal como la vida de los personajes que transitan sobre el proscenio. Al finalizar el tercer acto, el escenario con sus actores recuerdan el pincel de Goya.
De esta manera, el argumento nos lleva hasta un monasterio, en donde es Leonora quien busca refugio –ella y su amado no han huido juntos, desconocen el destino del otro–, no sin antes pasar por una taberna donde Preziosilla –una gitana, interpretada por la mezzosoprano y notable actriz Anna Lapkovskaja– canta Al suon del tamburo, una alabanza a la guerra. Más adelante nos encontraremos con el entrañable Maestro Trabuco (Gonzalo Araya) y Fray Melitone (Ricardo Seguel), que con su humor arranca risas por parte de la audiencia.
Ambientada en Sevilla, uno de los temas subyacentes de la obra es el orgullo de pertenecer a un linaje, a una nación, y no a otra, y por supuesto, la necesidad de ir a exhibir ese temple al fragor de la batalla.
Algunos, los más, pretenden de la guerra cosechar triunfos y honores, otros, entre ellos don Álvaro, buscan refugiarse, huir de su pasado. Gran parte de la ópera descansa en el contraste de voces entre el tenor y el barítono, Álvaro y Carlo (interpretado por el correcto Vitaliy Bilyy), amigos y rivales; una rivalidad afiebrada, atizada por el destino, y que encuentra su cenit al momento del duelo final. La tensión dramática queda resuelta con la última escena del fraile rezando ante el cadáver de Leonora, mientras Álvaro abandona el escenario a los tumbos.
La representación se extiende por más de tres horas, con sus cuatro actos, en los que se muestra a los personajes principales a través de los años, con distintas identidades que ellos van adoptando. Un amor correspondido pero imposible, irredento, una fuga, una fuga del destino, que se consuma pero no del todo, marcan el eje de esta obra, en que –como toda ópera bien lograda– el progreso dramático marcha a la par del musical, en esta oportunidad con el apoyo de los acertados y detallistas movimientos coreográficos (debidos a la régie de Stefano Vizioli y siempre en sintonía con esa estética goyesca propiciada por la escenografía y la iluminación), y al imprescindible acompañamiento sonoro y dramático del Coro del coliseo de calle Agustinas (dirigido por Jorge Klastornick).
Las presentaciones de La fuerza del destino de Giuseppe Verdi, versión elenco internacional, continuarán este miércoles 17, lunes 22 y miércoles 24 de abril, a las 19:00 horas, en el escenario del Municipal de Santiago, Ópera Nacional de Chile.
Luis Felipe Sauvalle Torres (Santiago, 1987) es un escritor chileno que obtuvo el Premio Roberto Bolaño -entregado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, y que reconoce las obras inéditas de jóvenes entre los 13 y los 25 años- en forma consecutiva durante las temporadas 2010, 2011 y 2012, en un resonante logro creativo que le valió el renombre y la admiración mítica de variados cenáculos del circuito literario local.
Asimismo, ha participado en la Feria del Libro de Santiago de Chile, como en la de Buenos Aires y ha vivido gran parte de su vida adulta en China y en Europa del Este.
Licenciado en historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile y magíster en estudios rusos por la Universidad de Tartu (Estonia) es el autor de las novelas Dynamuss (Chancacazo, Santiago, 2012) y El atolladero (Chancacazo, Santiago, 2014), además de creador del volumen de cuentos Lloren, troyanos (Catarsis, Santiago, 2015).
También es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Crédito de las fotografías utilizadas: Marcela González Guillén, del Municipal de Santiago, Ópera Nacional de Chile.