Confieso que tengo una pulsión con los escritores, de ver cómo son y eso determina si los leo o no los leo. Si escucho que un autor escribe bien lo busco en Google para observar una imagen. Son varios los narradores de quienes he visto la fotografía y me he dicho: tengo que leerlo.
Por Luis Felipe Sauvalle
Publicado el 25.4.2019
En el último tiempo Anne Carson me tiene prendado. El año pasado estuvo en la universidad más top de Santiago (la UDP) pero yo no pude asistir. Sin poderla ver me tengo que conformar con su foto, esa en que aparece en dos tercios, con su aspecto circunspecto, en la medida justa para no intimidar. Me resulta bella y admiro cómo escribe. En editorial Cuadro de Tiza de Chile sacaron una buena traducción, de lo poco que se encuentra de Carson en América Latina, una traducción que les ha valido los elogios desde el otro lado de la cordillera, en Página 12 de Argentina.
En La belleza del marido: un ensayo narrativo en 29 tangos, Carson habla a un esposo hermoso que se fue con su amante pero cuya belleza ha sido y sigue siendo tal que le resulta imposible olvidarlo. Eso me dejó pensando si existirá o no un símil en la literatura: sería algo así como la belleza del escritor. Sin duda en la Grecia Clásica, con sus bustos de mármol, pero en la actualidad no estoy seguro. Y eso que vivimos en una sociedad en la que reina el culto light a la imagen (pienso en un huevo del que solo importa el color de la cáscara).
Confieso que tengo esa pulsión con los escritores, de ver cómo son y eso determina si los leo o no los leo. Si escucho que un autor escribe bien lo busco en Google para observar una fotografía. Son varios los escritores de quienes he visto la foto y me he dicho: tengo que leerlo. Ya les puse a Anne Carson como ejemplo, pero tengo más casos.
De Jorge Luis Borges me tuvo cautivado un buen tiempo su estatura intelectual; ésta se observa en su semblante. Una mirada ausente, de quien todo lo sabe y quiere compartirlo; nada de raro que sus cuentos parezcan mecanismos perfectos. Unos mecanismos hechos de espadas, laberintos, espejos y uno que otro adjetivo bien puesto. La voz de Borges es la que cautiva, tampoco es raro que perteneciera a un ciego. La poesía de Borges no la soporto, pero la leo. No la soporto porque trata de hacer filosofía a través de la poesía, pero la leo porque a veces se manda buenas reflexiones de corte filosófico. Borges, con esa cara, no podría haber sido otra cosa que escritor. Me pregunto qué habría hecho su Asterión (el minotauro) esperando a Teseo en Santiago de Chile, una ciudad que es también un laberinto (todos avanzan a exceso de velocidad rumbo a ningún lado).
Un caso que amerita su propio párrafo es León Tolstoi. Existe una rara fotografía a color de principios del siglo XX. Un Tolstoi casi místico, se diría que abogaba por la filosofía zen de la inmovilidad. Al no moverse demasiado –parece decir– uno recibe cosas inesperadas. Un Tolstoi que hacia el final de su vida no esperaba nada del mundo. Escribió Hadji Murat, para muchos su obra maestra, pero no lo publicó, eso le pareció una postura razonable, seguramente para no meterse en líos con el zar, a quien no dejaba muy bien. En la Rusia zarista el status de escritor oscilaba entre el de un político y el de un rockstar. Al mirar esa foto del autor de Guerra y paz cuesta creerlo.
Otro caso es Roberto Bolaño. Ya no puedo leer a Bolaño, pero cuando lo descubrí con sus lentes gruesos, con el cigarro pendiendo de sus labios, lo leí con placer y júbilo, en ese tiempo me gustó que un chileno estuviera escribiendo así en alguna parte. Después caí en la cuenta de que Estrella distante es una reescritura de El ojo de Vladimir Nabokov y el espejismo se desvaneció.
En la poesía, Diego Maquieira tiene más cara de inventor que de poeta, con sus lentes, sus lupas, sus artilugios. Y claro, en sus poemas creó y recreó a Chile; mediante un acto de magia poética lo convirtió en un portaaviones y desde ahí recorre el mundo completo. En una entrevista a una radio uruguaya, Maquieira afirmó que la poesía da cien kilómetros por litro mientras que la novela solo rinde cuarenta, y remató citando a Arquíloco. Su poesía es pasado, es presente, es futuro.
En fin, el rostro del autor puede parecer una razón banal para leer o no un libro, pero creo que no existe razón mala. Si alguien mira fútbol para ver las piernas de Neymar –y los hay–, entonces otro puede leer Hadji Murat por la barba de Tolstoi. Si alguien puede elegir una película porque le gusta la falsa sonrisa de Tom Cruise yo puedo abrir un libro porque me gusta la sobriedad de Anne Carson. Esa sobriedad me hace pensar en una mujer infatigable, que persigue la armonía en los hexámetros de Homero y la belleza en las palabras perdidas en los versos de Safo. Me resulta afrodisiaca y ya está. Como ven, toda razón vale.
Luis Felipe Sauvalle Torres (Santiago, 1987) es un escritor chileno que obtuvo el Premio Roberto Bolaño -entregado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, y que reconoce las obras inéditas de jóvenes entre los 13 y los 25 años- en forma consecutiva durante las temporadas 2010, 2011 y 2012, en un resonante logro creativo que le valió el renombre y la admiración mítica de variados cenáculos del circuito literario local.
Asimismo, ha participado en la Feria del Libro de Santiago de Chile, como en la de Buenos Aires y ha vivido gran parte de su vida adulta en China y en Europa del Este.
Licenciado en historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile y magíster en estudios rusos por la Universidad de Tartu (Estonia) es el autor de las novelas Dynamuss (Chancacazo, Santiago, 2012) y El atolladero (Chancacazo, Santiago, 2014), además de creador del volumen de cuentos Lloren, troyanos(Catarsis, Santiago, 2015).
También es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: El escritor argentino Jorge Luis Borges (1899 – 1986).