«Touki Bouki», de Djibril Diop Mambéty: El simbolismo de lo cierto

El análisis lúcido, sensible y atiborrado de elementos que se escapan de la mirada crítica común es el que nos ofrece el joven redactor estable de nuestro medio: ahora en el abordaje a una histórica obra audiovisual que a través del surrealismo y la interpretación metafísica, parecen invitar tanto a la valoración de lo propio como al desmenuzamiento del deseo sobre lo ajeno.

Por Carlos Pavez Montt

Publicado el 25.6.2019

Los momentos finales de Touki Bouki (1973) del realizador senegalés Djibril Diop Mambéty (1945) son lo más esclarecedor del encuentro. Los personajes lograron su objetivo y compran los pasajes del barco. París no está tan lejos, ahora. Los personajes sufren un mal que acompleja a la sociedad, a los jóvenes. Se cansan de la tradición, de la pobreza, del estatismo hogareño, de África, de sus costumbres. Es la sensación que recorre el cerebro de los que lograron su independencia hace tiempo. Porque las luchas colectivas dejan, en algún momento, al pueblo ausente.

Lo dejan mirando absorto al progreso, al futuro, a una independencia que ya no es tan autónoma ni independiente. Es inevitable comprenderlos. Nosotros también sufrimos los efectos colonizadores. La lamentable consecuencia que significa estar esperando ser mejor o, si se quiere –y se reflexiona–, ser como ellos. Mambéty combina pensamientos o posturas diferentes que, a través del surrealismo y la interpretación, parecen invitar tanto a la valoración de lo propio como a la crítica del deseo sobre lo ajeno.

Morty es un habitante de la Senegal post-colonialista. La narración describe, a lo largo de la película, dos mundos opuestos. Uno que representa a la tradición africana, al pueblo colonizado y a sus costumbres. El otro, al principio, es utópico. Es la promesa de la civilización y del mundo moderno. Anta, al contrario de Morty, estudia. Su familia vive en el pueblo cercano y, por ende, están dentro de los mismos límites sociales, culturales y económicos.

Ambos creen, por lo menos, que en París encontrarán una especie de paraíso moderno. Se arma un modelo de huida que es, de alguna u otra manera, comprendido por Mambéty. Pero también es criticado. La enfermedad colonial es la pérdida de lo propio en la idealización foránea. Es el abandono consciente de la juventud a sus tradiciones. Es, si se quiere, la falta de representación individual a través de la cultura, de lo exótico, de lo viejo. La moto de los cuernos es un elemento necesario para el viaje, para la libertad de elección. Suena Paris Paris, de Baker, en el fondo. Irónico.

Hay algunas secuencias en el filme de carácter surrealista. Son las mismas que dejan absorto al espectador. Son las marcas simbólicas, una intermediación entre el mundo espiritual y el sensible. Mambéty las utiliza con cierta ironía, así se extrapola una postura completamente diferente a la profesada por los involucrados. Generan un efecto sorprendente que, de buenas a primeras, llevan a la confusión. El mar acompañando a la pareja, la escena de sexo implícita, el mar como un elemento de la liberación tanto ideal como física.

En fin, hay varias escenas que pueden asombrar a la audiencia, pero, si se miran otra vez, dejan entrever un gran significado. La secuencia que más llama la atención está casi al final del filme. Es una escena impresionante por la mirada crítica y cómica que, el director, plasma en un mismo momento. Empieza con una fantasía de lucha, donde el protagonista se vuelve un peleador observado por los líderes, por los poderosos y por el pueblo. Nombran a los enemigos que ha derrotado. Celebran casi todos.

Pero se genera un contraste. Ahora los que celebran a un lado de su auto son los niños del pueblo. El personaje quiere ser escuchado, quiere que lo llamen Monsieur Morty –en francés, el idioma de los colonizadores–. La fantasía regresa y hay una fila de militares esperándolos. El camino sigue. Su propia cultura los adora en esos momentos.

Hay bailes, cánticos, una especie de desfile tradicional los vitorea y ellos, en cambio, se visten como siempre quisieron. Son millonarios, se fuman un cigarro y miran a su pueblo, a sus costumbres. Como si estuvieran acostumbrados a ellos, como si no merecieran nada en absoluto. Lo que sigue, es notable. Morty saca un fajo de billetes y les entrega uno de ellos. La misma madre que lo había amenazado con un cuchillo, maldiciendo en su propio idioma, ahora recibe el regalo agradeciendo exageradamente.

La secuencia fantástica, o el simbolismo, permite ver los deseos interiores de los personajes, lo cierto, para ellos. Eso es lo que hay que criticar. Ése es el mensaje.

 

El simbolismo de lo cierto

Porque, en realidad, la película tiene dos mundos impuestos: el fantástico y real, y el terrenal e incierto. Todo esto se hace aún más evidente con el destino de la moto. El símbolo de la libertad de elección de nuestro personaje. Un ser no corrompido por la civilización la roba, pero termina muerto. La sociedad capitalista mata las propias costumbres. La civilización traiciona a los que le dieron la condición de ser posible. La tradición y lo propio son extirpados, indirecta e implícitamente, por lo ajeno.

 

La enfermedad colonial y la incertidumbre

El final, como se dijo, es lo más esclarecedor del filme. Morty no sube al barco. Anta se queda en él, con la gente blanca que menosprecia sus costumbres. Hay una broma de un hombre blanco sobre las máscaras y, por qué no, sobre la cultura africana. No hay valoración alguna para ellos. Ella se queda esperando por París, con la misma incertidumbre de miles de inmigrantes que, luego de ser saqueados hasta la pobreza, deben emigrar de sus países de origen. Queda, como siempre, con la duda sobre el futuro.

 

Carlos Pavez Montt (1997) es, en la actualidad, un estudiante de licenciatura en literatura hispánica en la Universidad de Chile. Sus intereses están relacionados con ella, utilizándola como una herramienta de constante destrucción y reconstrucción; por la reflexión que, el arte en general, provoca en los individuos.

 

 

 

 

 

Carlos Pavez Montt

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Touki Bouki (1973) del realizador senegalés Djibril Diop Mambéty.