El actor de cine: Las perspectivas de Hitchcock y de Tarkovski

Tanto el realizador inglés -que se codeó con el séptimo arte desde su etapa muda hasta el pleno color de Hollywood-, como el director ruso -encandilado por las posibilidades tecnológicas que arrancaban en la década de 1970- fueron coherentes en su relación con los intérpretes al tratar de desplazarlos desde sus “vicios” teatrales y transformarlos en engranajes preciosos de una maquinaria muy cara, compleja y todavía no comprendida del todo, como lo es el buen cine.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 9.7.2019

¿De dónde le viene al ser humano, en todas sus tradiciones de todo el mundo, esta vocación por dejar de ser del todo él y querer ser otro? Cantantes, actores de teatro, vendedores de cuchillos, danzarines, reporteros y reporteados, actores de cine, seductores, amantes, políticos, mendigos… todos, de un modo u otro, actuamos. Y se actúa por obra y gracia de ese “ser y no ser” tan propio del yo.

No vamos a hacer aquí una disquisición acerca de su eventual existencia como emergente de un espíritu articulándose con la materia neuronal (una interfaz sistema nervioso-espíritu) o, simplemente, como un emergente sobrenadante del sistema nervioso. Lo que sí sabemos es que es un gran entorpecedor de los procesos mentales más abiertos y que el artista es, como creador, una de sus principales víctimas si no sabe quitárselo de encima a tiempo.

La obra creadora en todos sus aspectos, incluyendo la simple relación entre las personas, requiere que nos distraigamos de ese yo para poder darle cabida al otro. Y el actor es uno de esos creadores que, como los poetas, arrancan su labor desde lo más íntimo de sí mismos, sin ninguna mediación: el actor, como el poeta, despliega su trabajo desde su centro mismo. Pero ambos encuentran un raro sinsabor frente a su yo: lo encuentran -como todo el mundo- presente en cada decisión pero, como si de un espejismo se tratara, asirlo es imposible.

El yo no crea formas artísticas. No puede hacerlo porque él es siempre y en todo, él mismo mientras que el arte es siempre un acto de altruismo: el artista se toma su trabajo en serio -no persigue las veleidades egocéntricas del yo-, sino que trabaja para el otro. Y quizás sea ese juego de espejos entre el ser y no ser (importante para el que no se toma a sí mismo muy en serio, como centro de lo existente), lo que deja el espacio real para que se instale la fragua del arte.

El actor surge de plantear la crisis del ser y no ser del yo: puede ser Hamlet porque no lo es y porque siendo él un yo, tampoco lo es del todo y por eso puede crearse un espacio para ser Hamlet. De hecho, no existe un verdadero campo teórico para indagar metódicamente sobre la actuación. Existen sí, un sinnúmero de prescripciones de cómo debe ser el desempeño del actor pero no de estudios de esa misteriosa voluntad de ser otro, de saber que no se lo es, de olvidarlo por momentos como le pasa, en paralelo, al público.

Ese deseo que se da sin desearlo, de vivir la vida del personaje como se vive una metáfora cuando se la escucha: se sabe que la luna no es una “oronda lechuza sin alas” -el yo se cierra terminantemente a esa posibilidad-, pero por momentos queda desplazado de la conciencia y por más o menos largos momentos -dependiendo de la calidad del intérprete- el Hamlet en el escenario es realmente el Hamlet en su castillo de Elsinore así como la luna es, efectivamente, una rara forma de lechuza.

Sí sabemos que el actor occidental tiene dos atmósferas: la expresiva y la reflexiva. En la expresiva, se legitima su presencia en el espacio de actuación: es el conjunto de elementos técnicos, psicológicos, sociales o literarios que lo llevaron a esa situación de pretender ser otra persona o cosa delante del público. En la reflexiva, el actor comparte el vestuario con su yo, el cual muchas veces se queda en un rincón oscuro del camarín, refunfuñando por no tener el protagonismo absoluto en la vida de su víctima quien murmura extraños monólogos mientras se maquilla frente al espejo… espejo que va devolviendo la cara de un personaje y no la cara de la persona que nos acompaña cada mañana.

La palabra personaje deriva de persona, y persona deriva del griego prosops, esto es: lo que salta a la vista, lo primero que se ve y es lo que asumimos como “máscara”. El yo es, en este sentido, una máscara que elabora un personaje de más o menos verdades y más o menos mentiras con el que se desenvuelve social y culturalmente.

¿Y qué sentido puede tener el preguntarle a una máscara quién es realmente, si su pretensión es esconder algo? ¿Y qué esconde? ¿Esconde algo? ¿Hay algo tras las carátulas griegas? La aceptación religiosa y mística así como la confesión de diván tratan de ayudarnos en esta respuesta… y muchas veces sentimos la intuición de que detrás de esa máscara no hay nadie, y es ahí cuando nos descubrimos en nuestra vida de relación como perpetuos actores con un texto elaborado como sociedad.

Y bien sabemos, desde J. Lacan, que el espejo tiene un alto protagonismo en nuestra locura de creernos un “yo”. Lacan lo propone desde la simpática situación del nene que se mira ante el espejo y, señalando su imagen en el vidrio, le dice a la mamá que lo sostiene: “Ese del espejo soy yo”. Ahí nació su locura, su enajenación, su yo… y su potencial vocación de actor.

 

Andrei Tarkovski

 

Otros mundos

El primer planeta que habitó el actor es el teatro: un espacio más o menos demarcado, aislado del resto del mundo, para que allí represente una historia que, siéndole ajena, le pertenece por un tiempo. Un sitio que tiene mucho de espacio religioso: de proscenio sacrificial en el que tanto actores como público, inmolan sus creencias y las reemplazan por las historias que allí se cuentan.

El segundo planeta es el mundo del cine. En el cine distinguimos, a su vez, dos etapas: la muda y la sonora. También existe otro par de niveles cuya separación no está del todo completada históricamente: el actor de cine que actúa como si la película fuera teatro filmado y la progresiva segregación del actor propio del cine que va olvidando las técnicas del teatro mientras los directores intentan pergeñar una dimensión actoral propia de ese nuevo espacio cultural.

Primero, el cine tuvo que dejar de filmar obras de teatro para empezar a utilizar métodos exclusivamente cinematográficos. Uno de los primeros artífices de esta etapa fue David Wark Griffith, para muchos, el padre del cine moderno. Al principio, todo fue puramente gestual. Hay conocidas anécdotas de actores que decían cualquier cosa mientras los cartones con texto que se intercalaban iban dándole forma a un guión. Otras veces, a pesar de haber filmado una tragedia, el resultado en imágenes era tan malo, que los cartones con el diálogo construían algo totalmente distinto que terminaba siendo una exitosa comedia.

Pero con la llegada del sonido, los actores ya no sólo debían moverse sino que, además, debían hablar. Con el tiempo, los directores fueron adaptándose a las exigencias formales del cine en muchos aspectos muy diferentes a las del teatro: un espacio de visualización más acotado; el audio acusmático (no en vivo) y muchas veces sin que el actor que habla esté en la imagen y, muy especialmente, la posibilidad, a través del montaje, del reordenamiento de las imágenes en el tiempo y en el caso de imágenes simultáneas, en el espacio de proyección.

El actor tiene que estar preparado a actuar “de a saltos” a diferencia del decurso lineal del teatro. Las técnicas proyectadas por Stanilasvski de actuación no aplican al cine: ¿cómo elaborar una emoción cercana a la catarsis dramática del relato cuando es la primera escena que se filma? Las “memorias emotivas” tienen, entonces, poco valor en cine.

Tampoco es la misma situación en el teatro con una “cuarta pared” prácticamente estática -oscura, con un público que suele tener que adivinarse tras toses o risas-, que la situación del actor de cine que debe, pongamos por caso, interpretar la soledad con una cámara a centímetros de su cara, es decir: cuando la “cuarta pared” es la cámara y no el espacio de las butacas. No obstante muchos directores -y en consecuencia, muchos actores- siguen preguntándose acerca de las “motivaciones” para tal o cual diálogo o monólogo. Pero esto es siempre conflictivo en cine.

 

Alfred Hitchcock en 1962

 

Hitchcock y Tarkovski

Podemos tomar dos paradigmas indiscutibles del cine como lo fueron Alfred Hitchcock y Andrei Tarkovski y analizar sus respuestas al todavía novedoso proceso de actuación en cine, y ver en cuánto coinciden, como lo que abre una puerta cierta para que la actuación en cine alcance su perfil propio y no como algo “prestado” del teatro.

Así, para Hitchcock, la dinámica exitosa de una escena de cine consiste en provocar una emoción y luego mantenerla en vilo hasta que la escena culmine. Para lograr esto, el director inglés sostenía que el actor debía ser extremadamente flexible y, en esencia, “no hacer absolutamente nada”. Debe ser una entidad pasiva dentro de la obra audiovisual: dejarse llevar, además de por el guión, por la cámara y por el director: “Debe aceptar ser usado y completamente integrado al filme”.

Los acentos, los suavizados y puntos culminantes deben quedar al cuidado de la cámara y no deben quedar a cargo del actor. Uno de los mejores ejemplos de esta idea lo podemos encontrar en Rear window (La ventana indiscreta, de 1954). Allí, James Stewart, por momentos, “sólo mira”, nos dice Hitchcock, y sólo hace eso y con eso alcanza y sobra: no actúa en el sentido teatral del término.

Es la misma situación en la que se encuentra, pongamos por caso, un perro que, comiendo de la basura en plena calle, mira hacia atrás porque sabemos que por allí está pasando el héroe del film. Es sólo un perro -sin un yo, ni un Stanislavski ni ninguna otra exquisitez de por medio- pero que “actúa” gracias a la cámara, a un entrenador, a un director, a un montaje y a un guión. El perro sólo mira y parece actuar y J. Stewart por momentos lo único que debe hacer es, también, mirar y actúa porque es el nexo entre seres humanos.

Las tensiones internas del filme no nacen desde los actores sino que surgen porque el público sabe más que el protagonista, según la clásica definición del suspenso por parte de Cockie” Hitchcock. Pasa lo mismo con las actuaciones de la joven heroína y el vagabundo antes de su célebre escena del travelling en el filme Young and innocent -1937-, a través de todo un comedor y baile, desde el punto más alejado del edificio hasta el cerrado detalle de los ojos del asesino. Es el momento culminante de la historia, pero los actores son llevados inercialmente a actuar lo menos posible: su búsqueda, sus miradas, sus tensiones no están en su actuación antes y después del travelling sino en el travelling mismo, donde el actor que hace de asesino es transformado en una cosa con dos ojos y un tic nervioso que lo delata.

No obstante, también es cierto que los actores pueden convertirse en objetos en la psicología de los directores… Como sabemos, llamar a Hitchcock “Cockie” hacía referencia (con picardía para quienes saben el slang americano) a su particular obsesión por las mujeres bellas y, especialmente, rubias. El presunto maltrato que denunciara Tippi Hedren en Los pájaros, de 1963 por parte de Hitchock es prueba de esta obsesión no del todo “sana”.

Como contraparte, Andrei Tarkovski sostenía otra necesidad: “Los actores tienen una naturaleza maravillosa, tenemos que quererles como si fueran niños, y así podremos hacer con ellos todo lo que nos propongamos”. Más allá de los trastornos psicológicos de unos y otros (la predilección de Hitchcock por las rubias y la confesada incapacidad para entregarse al amor de Tarkovski), ambos veían al actor como un elemento más de la película y no como un actor teatral clásico.

El caso especial de Tarkovski era más serio porque Stanislavski lo ocupaba todo en el contexto ideológico y político soviético. También tuvo que luchar contra eso. Para el ruso, los hombres y mujeres que actuaban en sus películas debían ser hombres y mujeres antes que actores, y en el juego de ser ellos siendo espejos de personas, los actores en sus filmes solían descargar breves miradas a cámara, desafiando la “cuarta pared” y generando ex profeso una tensión extra a su artificiosidad como actores, alejándolos, paradójicamente, del espectador con su entrometimiento con la mirada del público.

Tanto los héroes de Tarkovski como los actores secundarios están como dislocados de su identidad en el filme. Son sus joyas engarzadas en la trama, pero no dejan de ser la trama. Hitchcock, en ese sentido, había declarado: “los actores son como ganado”. El contexto era peyorativo respecto de aquella etapa en la que tenía que lidiar con actores que iban a filmar antes de ir a hacerlo al teatro, menospreciando el cine de autor, cosa que exasperaba al inglés: “En aquellos años iniciales nunca se iba a ver a un inglés de clase alta entrando a un local donde se pasara cine”.

En el caso de Tarkovski el actor no podía (literalmente, no podía) menospreciar el cine: baste con recordar que tras la unificación de la U.R.S.S. la segunda cosa que hace Lenin fue estatizar la producción de cine y llegó hasta darle un tren especial a Sergei Eisestein para el traslado de sus equipos, técnicos y actores. No obstante, esa vieja escuela actoral seguía causándole algunos problemas al director ruso. En Solaris (filme de 1971), el protagonista, el lituano Donatas Banionis -Kris Kalvin- tuvo varios encontronazos con Tarkovski.

En la teoría de este último, el actor no debía conocer por completo de dónde venía y hacia dónde iba su actuación puntual desde que se pedía la “acción”. Banionis, por el contrario, exigía el contexto emocional y racional que, obviamente, pedía el método Stanislavski. Recordemos que el método prevé dos tipos de pausas: las lógicas que ayudan a entender lo que se dice, y las psicológicas que orientan al espectador al “alma” del personaje: “Si el lenguaje sin pausas lógicas es ininteligible -escribía Stanislavski-, sin pausas psicológicas, está muerto”.

Y crear estas pausas psicológicas sin saber de qué se trata volvía “loco” a Banionis. Su coprotagonista, Natalya Bondarchuk (hija del célebre actor y director de cine, Sergei Bondarchuk) en el papel de Hari, entendía más la lógica del proceso creativo del director: “Su modo de dirigir a los actores estaba basado en una delicada vibración del inconsciente, difícil de detectar para un observador ajeno a este trabajo. Durante los ensayos, podía venir inesperadamente hasta donde yo estaba a interrumpir mi actuación dramática para decirme algo que parecía un comentario absurdo, -¿Ves? -me decía Tarkovski- Ella (el personaje Hari) está hablando como si diera un portazo al cerrar un armario. Las palabras no significan nada… Y, por favor, ¡no interpretes nada!”. El ideal actoral tarkovskiano era hablar como si chocaran cosas y no como si al personaje le estuviera pasando algo anímico. El actor estaba más en relación con las cosas que con las presuntas emociones del personaje.

Pero estos directores no renunciaron totalmente a recursos teatrales. Así, en Dial M for murder de Hitchcock -1954-, todo transcurre en un “livingroom” en donde se desarrolla un ininterrumpido diálogo “teatral”, mientras que en Rope  -de 1948- todo transcurre en un departamento y la cámara va y viene -en su legendaria toma única- como si deambulara por un espacio escénico siguiendo la linealidad temporal de la acción del teatro.

Tarkovski hace lo propio en diferentes momentos de sus únicas siete películas, pero donde quizás se patenta más es en Stalker de 1979: cuando los tres protagonistas ya habían entrado a la casa donde estaba la mítica habitación que cumplía los deseos, y los actores quedaban atrapados en un espacio “recortado” por una pared rota como si fuera la boca de un escenario -con tablones en el piso que aumentan el efecto tridimensional-, y el despliegue actoral se vuelve necesariamente teatral.

Otro capítulo aparte, es el físico de los actores. Aparte de su afición a las rubias, Hitchcock supo trabajar con las historias personales y características actorales de tres de sus grandes estrellas masculinas: Gregory Peck quien le aportaba, por ejemplo, en Spellbound -Recuerda- de 1945, su mirada hueca y su rostro impasible casi de muñeco. También destaca Cary Grant (Suspicion -1945-; Notorius -1946-; To catch a thief -1955- y North by northwwest -1959-). En ellas, Grant aportaba el límite entre lo dramático y lo gracioso. Y por su parte, James Stewart (Rope -1948; Rear window -1954-; The man who knew too much -1956- y Vertigo -1958-), le aportó su sensibilidad humana.

Pero en todos los casos, la película era más importante que la estrella, y así se lo tuvo que expresar a Kim Novak antes de filmar Vertigo, ya que ella había llegado con muchas ideas acerca de peinados y vestuario y Cockie tuvo una larga charla seria y a solas con la actriz para convencerla de que la película era más importante que ella y sus compañeros.

Lo mismo le sucedió en Encadenados con “el beso más largo del cine” entre Ingrid Bergman y Cary Grant. Los censores no pudieron con la toma del beso ya que los labios nunca se tocaban por más de los tres segundos prescriptos por ley, pero se continuaban en las orejas, las mejillas y así parecía “interminable” al decir de la Bergman.

Los actores -lo reconoce Hitchcock- se sentían incómodos cuando se enteraron de la sensualidad de la escena, pero mientras recorrían el plató, el inglés dejó bien plantada su bandera: “Me importa poco que se encuentren cómodos o no, lo que importa es el efecto que se obtendrá en la pantalla».

En cuanto a los actores de Tarkovski, se dice que la filmación de Stalker en una infecta estación eléctrica abandonada, acabó con la vida de su actor fetiche Anatoly Solonitsyn, quien había encabezado el reparto de Andrei Rublev -1966- y lo acompañó en El espejo en una fugaz pero inolvidable aparición al comienzo del filme. Solonitsyn comprendía a la perfección lo que Tarkovski requería de esa “hueca caja de resonancia no protagónica” del actor a favor de la película que debía desarrollar. Y también destacaron sus mujeres, especialmente por la belleza calma -clásica- que trasuntaban en sus rostros (siempre gracias a sus poses calculadas al extremo) como es el caso de la mencionada Bondarchuk en Solaris y Margarita Terekhova en El espejo.

Tanto Hitchcock que se codeó con el cine desde su etapa muda hasta el pleno color de Hollywood, como Tarkovski, encandilado por las posibilidades tecnológicas que arrancaban en los ’70, fueron coherentes en su relación con los actores al tratar de desplazarlos de sus “vicios” teatrales. Los usaron. A veces los maltrataron. A veces los idolatraron… pero ambos supieron darle al cine una forma más propia a través de un preclaro dominio de esa “voluntad perdida” del buen actor. Voluntad perdida que no los convertiría en títeres, sino en engranajes preciosos de una maquinaria muy cara, compleja y todavía no comprendida del todo como lo es el cine. El buen cine.

 

Horacio Carlos Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Ingrid Bergman y Cary Grant en Notorious (Encadenados, 1946), del realizador inglés Alfred Hitchcock.