A fin de celebrar los dos años de este Diario digital -fundado durante una jornada de profundas imágenes simbólicas para el Occidente- nuestro redactor argentino reflexiona en torno a los significados estéticos, históricos y sociológicos del filme considerado como el de mayores logros artísticos -dentro de las obras que componen a la ya canónica trilogía audiovisual- concebida por el realizador estadounidense Francis Ford Coppola, en la segunda mitad del siglo XX.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 15.8.2019
Alguien se acerca y le besa la mano al Don, al Cabeza, al Capo, al padrino o “padre por vía divina”, en su etimología en inglés: “godfather”. La inclinación y el beso señalan un pacto de fidelidad, firme como el acero y a la vez volátil como un copo de nieve frente a los ardores del deseo: con esa imagen comienza la segunda parte de la trilogía de El Padrino (The Godfather II -1974-) de Francis Ford Coppola, a inspiración de la novela de Mario Puzo. La excepción que confirma la regla, donde la segunda parte es mejor que la primera, llevándose el preciado Oscar a la mejor película de ese año.
En el estudio sociológico de las sociedades secretas dedicadas al delito, existe toda una taxonomía muy rigurosa. Así, la Camorra, con centro en Casal di Principe y en Nápoles o la Sacra Corona Unita de la región de Puglia que fuera bautizada como “la cuarta Maffia” en 1981 por los medios y la policía, y el actualmente más poderoso de todos los sistemas mafiosos de la Italia, la calabresa ‘Ndrangheta, todas tienen territorios y códigos de diferentes niveles que se respetan mutuamente… pero la Maffia es, en principio, una estructura mental antes que un problema policial, y es un umbral espiritual antes que una estructura mental. La Maffia tiene un hondo, y al mismo tiempo somero, trasfondo religioso.
El beso de la mano remeda al antiguo beso en el anillo del Papa de Roma. De hecho, el obispado de Roma se autoproclamó -y se acepta hoy- como el principal obispado frente a los demás obispados del mundo católico. Cruentas luchas palaciegas, muertes y traiciones jalonan la historia del pontificado de Roma y ese mismo sistema de fidelidades y negociados sembraron su antecedente en el naciente capitalismo europeo (baste recordar la casa española de los Borja instalada en Roma como Borgia), y la instalación de esa especie de patrón intelectual y moral que encaja con la parodia del beso en la mano del Padrino como cuando alguien le besaba el anillo al Papa. Simia Dei: il capo Maffia como un “mono de Dios”. El capo mafioso como un imitador de la autoridad papal en el aparato religioso de exacción monetaria que el papado desencadenó en muchos países del mundo… exceptuando a aquellos que lograron separar al Estado eclesiástico de Roma del Estado político local. Los mafiosos se erigieron así en el colectivo cultural de maldad, ruindad y voracidad que hoy se extiende aún más que la propia Iglesia Católica de la que tomaron el modelo formal… Pero antes de seguir, un paso hacia atrás en la historia.
Limones y bergamotas
Hoy los cárteles y las diferentes estructuras mafiosas se han instalado en todo el mundo y establecen conexiones complejísimas de tráfico de drogas, lavado de dinero y delitos conexos… todo sintetizado en el concepto de “crimen organizado”, que pone en jaque a los diversos intentos internacionales de control. De hecho, la corrupción que propician los delincuentes es muchas veces el principal obstáculo para que el esfuerzo de represión no sea todo lo efectivo que se espera. El propio concepto de descomposición del Hombre como algo que se monta y se organiza con precisión de relojería desconcierta a quienes logran permanecer “Intocables” en su labor policial.
Se trata, en su origen, de un tipo muy especial de “sociedad secreta”: las llamadas Sociedades Secretas Criminales. Después de la Guerra de los Cien Años (1336-1452), por ejemplo, comenzaron a proliferar en Francia estas sociedades secretas de perfil delictivo. La literatura las ha insinuado o nombrado directamente, como es el caso de Víctor Hugo en su Nuestra Señora de París mencionando a la “Corte de los milagros”: rejunte de indigentes, mendigos y delincuentes que poseían una organización interna estricta, ritos de iniciación, signos de reconocimiento y un lenguaje secreto: la jerga “jobelin”.
Aquí se juntaban malhechores, desocupados, desertores del ejército, artistas callejeros, comerciantes fallidos, vagabundos, charlatanes, bohemios, rameras y perdidos de toda clase. Se dividían en cinco tribus: los soldados; los mercelots (vendedores ambulantes); los mendigos; los bohemios y los ladrones. Menos famosa, pero igual de establecida, surgía una organización análoga para la misma época en Inglaterra, instaurada bajo la forma del llamado “vigilantismo”, esto es, los delincuentes que operaban protegiendo a los pobres robándole a los ricos, tal como lo rescata la leyenda de Robin Hood. Lo mismo ocurría en España, donde destacó el vigilante Andrés López, “el barquero Cantillana”, a quien se recuerda en la serie española (escrita por el uruguayo Antonio Larreta con música del argentino Waldo de los Ríos) bajo el nombre de “Curro Jiménez”.
La que destaca quizás como la organización criminal más peligrosa y antigua, sea la de los Thugs o “estranguladores” de la India, cuyos orígenes míticos se relacionan con el hinduismo y algunas de sus formas religiosas de corte ocultista. La técnica del “thagismo” -estrangular rápida y disimuladamente en las calles de una ciudad- fue luego ampliamente asumida por muchos asesinos en todas las épocas. Otros criminales famosos y organizados fueron los sicarios (o sicarii, en latín), cuyos registros se remontan al siglo I de nuestra era, quienes mataban a los romanos y a los palestinos que apoyaban al régimen imperial invasor usando una daga especial corta, curva y fácilmente ocultable llamada sica, y que, como los thugs, aprovechaban las fiestas religiosas populares o los mercados con calles estrechas y atestadas de gente de Jerusalén para cometer sus imperceptibles homicidios. También se recuerda la secta de los asesinos, rama ismaelita chiíta del s. XI, llamada “hashshashiín” por sus detractores, como “consumidores de hachís”, aunque su real denominación era la de “nazaríes”…
Pero fue en Italia, al sur, en la isla de Sicilia donde comenzó una organización criminal de corte secreto que daría origen a La Maffia siciliana que luego se expandiría sobre los Estados Unidos de Norteamérica. Todo comenzó con una enfermedad que afectaba a los marineros: el escorbuto, debido a la carencia de ácido ascórbico o vitamina C en la dieta. Se sabía que los síntomas desaparecían cuando, en las largas travesías por mar comenzaba la hambruna en la embarcación y empezaban a comerse las ratas, ya que estos animales son los únicos que pueden sintetizar esta vitamina en sus cuerpos. Todas estas observaciones llevaron al médico escocés James Lind -a mediados del s. XVIII- a relacionar al consumo de los cítricos con la eliminación del escorbuto. A los pocos años, la Royal Navy británica incorporó el limón como parte de su cargamento sanitario.
Posteriormente, alrededor del 1840, comenzó la explotación de la amarga bergamota por los aceites esenciales que aún hoy siguen siendo esenciales -valga la reiteración- para la industria perfumera, así como para aromatizar la variedad de té “Earl Grey” de alto consumo en Inglaterra y la elaboración de distintas confituras. La cuestión fue que la producción de bergamota y limones comenzó a crecer en el sur de Europa por estas razones. Es de notar que el cultivo del cítrico en Sicilia comenzó con la invasión árabe en el siglo IX, y desde esa época, fue en 1860 que la isla se convirtió en la principal productora de limones y bergamotas del mundo…
Pero existía otra historia en paralelo: durante el siglo XIX, la corte de Nápoles había sido expulsada al sur por los ejércitos napoleónicos, y buscado refugio en Sicilia contando con la protección británica del almirante Nelson. Dada la geografía del lugar -anfractuosa y llena de escondites naturales para el refugio y el acecho- y la progresiva aparición de dinero detrás de los cultivos de cítricos, comenzó a transformar a la isla en un nido de malhechores de toda calaña. Las autoridades allí cobijadas no tenían hombres suficientes para controlar la situación de este territorio infestado de bandoleros, de modo que optó por tener a sueldo cuadrillas a las que se las llamó “Gendarmería rural”. Y de esta organización oficial abandonada a sí misma, fue que comenzó a crecer la Maffia. De dónde le viene el nombre sigue siendo tema de discusión.
Algunos sostienen que viene del acrónimo “Morte Alla Francia, Italia Añora”. Pero los acrónimos para el origen de ciertos nombres, en general, suelen estar traídos de los pelos, como otro de los posibles orígenes del nombre: “Mazzini Autorizza Furti Incendi Avelenamenti”, aunque este político hubiera formado una organización llamada “La joven familia”. En esta misma dirección también se asumió que “Maffia” podía ser un apócope para “Mía Famiglia”. Aunque lo sabido es que el término apareció escrito por primera vez en 1862, en un texto de Giuseppe Rizzoto y Gaetano Mosca, con el título “I mafiusi di Vicaria di Palermo”. Quizás sea más certera la observación de ciertos etimologistas que ven el origen en el árabe Mahya que quiere decir algo así como altanería, jactancia, etcétera. La versión del propio Mario Puzo dice en su novela que Maffia es una expresión siciliana para “Sitio de refugio”… Como sea, la Maffia fue creciendo y fue reemplazando en el colectivo social a la autoridad del Estado. Y la reemplazó a partir de una justicia expeditiva y protección armada contra eventuales robos o, incluso, contra las exacciones impositivas legalmente establecidas: no sólo hacían justicia rápido sino que pagarles a ellos era siempre más económico y más seguro que pagarle al Estado.
Ni Mussolini pudo con la Maffia a pesar de que la combatió con dureza. Los sicilianos preferían a los mafiosos y de ese modo se fue construyendo una original -y también peligrosa- amalgama de matones a sueldo y “señores de los campos” con el ya mentado trasfondo religioso sincero, pero superficial por su manifiesta cuota de superstición. En este contexto, las imágenes de santos católicos, imágenes de la Virgen y Cristos crucificados se mezclaban con procesiones, exvotos y contribuciones así como exigencias de respeto y secreto y asesinatos como correctivo definitivo.
Todo termina coagulando en una verdadera sociedad secreta cuya organización era rígida y muy atada al concepto de familia y paternalidad, en modelizaciones severas donde las mujeres se encontraban al amparo físico y moral de los varones, pero aisladas de los “trabajos”. Por eso, cuando en el final de El Padrino en su primera parte, la puerta se cierra tras la salida de la esposa de Michael de la habitación (Kay Adams Corleone, interpretada por Diane Keaton) vemos que ya se había verificado la reorganización del grupo, que comienza el reconocimiento casi animal de autoridad, besando la mano del heredero del poder y que se segregan a las mujeres del activismo de la organización. Hay, en este mismo sentido, un aspecto que rechaza normalmente a la perspectiva norteamericana: la familia multilateral latina, irradiante y sincrónica en combinación con la autoridad piramidal del varón -como proveedor- y en contraposición a la familia nuclear sajona, cada vez menos piramidal. Esta cohabitación incomoda al sajón “WASP” (“avispa” como acrónico de White, Anglosaxon and Presbiterian). El nuevo “Don Corleone”, Michael Corleone, encabeza en El Padrino II la organización mafiosa como la cabeza de todas las cabezas: “Il Capo di tutti capi”.
Bajo su liderazgo y amparo se moverán los sotto capo o jefes menores. Tras ellos, los Caporegime o cabezas de regimiento. Le siguen los Capodecine o Jefes de 10 hombres (bajo el título de “el Undécimo”) y a cada hombre se le llamaba Soldato. El incorporado lateralmente a la sombra del Capo será el Giovanne D’Honore o amigo de honor, enlace con otras famiglias. Al conjunto se le daba el nombre de Cosa Nostra “Nuestra cosa”, esto es, el conjunto de negocios sucios. Entre ellos imperaba la Ley del Silencio: la Omertá. La Cupula era la reunión ocasional de las diferentes famiglias. El Consigliere era el consejero legal y el Contabile, el contador. Finalmente, estaba la Cosa Nuova que era el conjunto de negocios limpios tras los cuales se amparaban las actividades ilegales.
La Maffia expresaba una solidez que daba lugar a grietas insalvables, nunca a matices. Se trataba de fidelidades que abrían puertas a traiciones sin retorno. Ganancias materiales que se saldaban con la vida. Dureza estructural que irradia como un gas invisible e impalpable en las estructuras más finas del poder político -hasta el FBI y la CIA-) y, desde allí, desciende al poder policial cerrando el cerco de impunidad controlada. Su organización actual más poderosa en Europa es la calabresa ‘Ndrangheta, que fuera excomulgada por el Papa Francisco en junio del 2014 cuando vio la luz el escándalo de los cadáveres carbonizados de un niño y su abuelo como amonestación para los potenciales traidores a la Omertá. No sabemos si el repudio de la Iglesia incluye los contactos que siempre han mantenido autoridades católicas (sin olvidar a las protestantes) con las formas modernas -mucho más complejas e inasibles- de la Maffia en territorios norte y centroamericanos, las cuales se van extendiendo progresivamente hacia el sur.
Entre las dos guerras mundiales, muchos emigrados fundaron sus unidades de Maffia o pasaron a pertenecer a ella en varias ciudades, especialmente en Nueva York -que para aquellos años tenía más italianos que Roma-. Y de esa historia nos habla la trilogía de El Padrino de Coppola.
La paradoja moral
Al Capone nunca perteneció a la Maffia. Nunca compartió sus códigos, costumbres, ni llevó adelante sus rituales. No obstante, en el imaginario popular de todo el mundo, aquellas imágenes de hombres de largos abrigos y sombreros, armados con ametralladoras Thompson, los tiroteos, y los barriles de licor ilegal agujereados por las balas en las calles de Nueva York y Chicago, resumieron la idea de una Maffia al fin derrotada con el semimítico Eliot Ness -jefe de “Los Intocables”- a la cabeza. Sin embargo, la Maffia sólo tuvo que ajustar su funcionamiento y perfeccionar sus métodos de accionar y de control. Nombres como los de Lucky Luciano, Carlo Gambino o Sam Giancana fueron los primeros brotes de la semilla que había plantado un tullido e ignorado Giuseppe Morello, de tan sólo 25 años, en 1892, en un final de siglo de Nueva York dominado por maleantes irlandeses y judíos.
En ese almácigo brotaban estos grupos que llenaban con diferentes delitos las calles, sus callejones laterales y sus tugurios: el nuevo ecosistema que reproducía el paisaje quebrado de Sicilia y todos sus nuevos enclaves de refugio y acecho, desde los barrios más humildes del Bronx hasta los lujosos hoteles de Manhattan. Y un comienzo de siglo XX -1903- en donde un día cualquiera, en una calle cualquiera de Nueva York apareció un cadáver dentro de un barril, metido a la fuerza y quebrado en dos. A once años de haber llegado a los EE.UU., el nombre de Morello había empezado a instalarse con ese episodio que marcó época. La sombra del Mal empezaba a cobrar sustancia. La especulación acerca de si existe el Mal o si es sólo ilusorio, si es algo de valor absoluto o relativo, quedaba atrás por la puesta en escena amedrentadora de los crímenes de Morello, los cuales descenderían a una de las cinco familias de Nueva York: los Genovese. A esta famiglia se le sumaron otras cuatro: Colombo, Bonanno, Gambino y Luchese. Este quinteto fue el que le dio la forma definitiva a la Maffia ítaloamericana moderna cuyo organizador -siguiendo el modelo siciliano- fue Lucky Luciano, de la familia Genovese, aunque sin lazos efectivos con la Maffia de la isla europea, más allá de ocasionales negocios en el extranjero.
Para Santo Tomás de Aquino había que recuperar la fe en el Bien frente a la crisis moral y de fe que él sentía en Europa, y su propuesta en tal sentido fue hacerlo desde la Razón… pero en las calles de Nueva York ocurría algo que, si bien no era nuevo, alcanzaría en el contexto histórico de la época una gran relevancia y actualmente, un aspecto cada vez más atemorizante mucho más allá de Nueva York, Las Vegas o Chicago… y así como el Bien es analizado por Santo Tomás en profundidad en su Summa Theologiae y el Mal como un desvío diabólico, en la saga de El Padrino de Coppola y, especialmente, en El Padrino II, se nos revela el Mal en una Summa Diabologiae, donde el Bien de un dios es apenas una desviación del principio fundamental en el que se encuadra la fundación y crecimiento de un nuevo Árbol del Mal.
Así, la exhibición contradictoria de valores es la clave que más estremece al ver el núcleo del drama de El Padrino, presente en esta segunda parte. Todos allí son valores regios: la fidelidad, la familia, el amor, el respeto, el patriotismo y hasta la justicia y la libertad están totalmente presentes y, como en los viejos grabados y textos medievales, se desdibujan totalmente invertidos. Con el antecedente de Marlon Brando (interpretando el modelo calmo y frío del original Sam Giancana), la saga continuó con el inicio de Vito Corleone con la espectacular actuación de Robert de Niro y con el afianzamiento de Michael Corleone -Al Pacino- a quien se lo supone modelado a partir del mafioso Lucky Luciano, aunque sus personalidades y métodos hubieran diferido entre sí en algunos aspectos poco relevantes. Estos dos personajes, el de Michael y las dos épocas de Vito, representan el fruto mismo de la tierra, dotados de una ferocidad primitiva y hasta casi virginal.
El Padrino es la Ley, y esa es la paradoja moral de base sobre la que se construyen los diferentes capos. Se descuenta que el rigor de la ley, el exceso represivo de estos padres demoledores generan hijos -de sangre o como miembros de cofradía- incapaces de vivir sus propias vidas: sólo pueden vivir la vida del Padre y aunque la traición es siempre algo posible, no es más que otra forma de reafirmar el mecanismo inicial de pertenencia y represión. Las famiglias mafiosas responden a dos modelos muy alejados entre sí geográficamente y a la vez muy parecidos como lo son los modelos del clan japonés y el clan escocés. En nuestro caso, el clan mafioso -como sus referentes mencionados- exigen obediencia y la obtienen… pero al precio de un siempre latente, entre sus acólitos, deseo de querer matar al padre del clan. La prueba de este odio es la “expulsión” del odio hacia los propios hermanos. Con esta estructura, donde se confunden expresiones de fidelidad y sumisión con profundos rencores, es que crece este nuevo Árbol del Mal. Su Ley -así, con mayúscula- es la Omertá. Con la Omertá alcanza y sobra: es todo lo que el espíritu del mafioso debe tener como alimento.
De este espectro que nadie ve pero que a todos condiciona -como el “personaje fantasma” del cine, la televisión y el teatro-, nace la Ley y de ella emerge el Capo. Nadie lo elige: emerge por su simple imposición. Así, lo vemos al joven Vito Corleone eliminando al opresor de su gente: el fanfarrón Fanucci (Gastone Moschin), persiguiéndolo en medio de una procesión religiosa -amparado en la multitud como un thug o un sicario- donde, para conseguir dinero se le hacen ofrendas de billetes a una imagen de la Virgen. Una vez ajusticiado, el futuro Capo regresa a su famiglia. Así, Vito Corleone había violado la honda ley social del “No matarás”, el tabú esencial de toda sociedad. Elimina a su “padre negativo” y entonces, matándolo, ocupa su rol. La ley pervertida movilizada, hace reaparecer la muerte de su propio padre y la necesidad de la Justicia vengativa o Venganza justiciera que se cobrará, asimismo, en el cuerpo de un anciano moribundo que fuera el asesino original de su padre, allá en la localidad de Corleone. La Doña Carmella, la italiana Francesca de Sapio, se exhibe sumisa con sus hijos, asistiendo al origen del clan. En esa marginación y en ese liderazgo masculino se responde a una filosofía que origina una casta, de una especie de dinastía basada en la fortaleza moral (inmoral) de un héroe trágico de la cual derivan los diferentes destinos: Sonny Corleone (James Caan) muere por sus excesos impulsivos, mientras que Fredo (John Cazale) es débil y queda relegado a los negocios menores de prostitución de los cabarets cubanos y también es ajusticiado por la ley de Ormetá por orden de su propio hermano.
Y aunque Vito confía en Tom Hagen (Robert Duvall), no puede cederle el liderazgo porque es adoptado: la sangre, circulando por las venas o saltando fuera del cuerpo, lo sella y define todo. El modelo de la tragedia griega aparece en la tercera parte con la madurez de Michael que intenta apartarse gradualmente de sus negocios. Se arrepiente de sus crímenes e intenta recuperar a su mujer. Comienza a delegar su condición en su sobrino Vincent Mancini (Andy García) para comenzar una vida nueva y final. Se confiesa ante el futuro papa: el cardenal Lamberto (bajo el modelo del futuro y malogrado Juan Pablo I) quien lo absuelve pero que también observa que es justo que sufra por sus muchos pecados. Al final, su hija Mary (Sofía Coppola), opera como agente de esa redención y él vivirá para expiar sus culpas sufriendo sus pérdidas y con una muerte solitaria. De hecho, cuando le promete a Vincent el rol de padrino le impone la condición de que deje a su hija: “Cuando vengan a buscarte, tomarán lo que más quieres”. La ironía trágica es que Mary muere por su causa y no por culpa del sobrino. Otra vez, como Edipo, es él mismo quien preanuncia su castigo.
La lógica final: la del Hambre
Lo primitivo, lo elemental. La fuerza de la tierra, de la sangre. La energía puesta entre sus dos extremos: el hambre y el dinero. Como una flecha imparable a partir de su fuerza y su arrojo, da en el blanco por siempre buscado desde la infancia: saciar el hambre. No hay otra cosa en toda esta historia de tres filmes que no esté dominado por el Hambre original. El Hambre como entidad, es un espectro que vaga por el espíritu de los mafiosos, y así haya nacido en cuna de oro, el Hambre preformará la ideología interna de este mecanismo cerrado sobre sí mismo que son la famiglia y la Ormetá.
El hambre crece en el alma de estas sociedades secretas y segregadas con un luminoso y sombrío deseo de existir. Si la conciencia es el deseo de ser, el hambre genera el deseo de dejar de ser y pasar al plano de la existencia (existir: ex essere: dejar el ser). Dejar el cubil del ser que se siente ahíto de sí mismo para desplegar el deseo tomando la vida del otro, comiéndose el ser del otro: ese otro que tiene las zapatillas, la ropa de moda o la comida que yo no tengo. Así toma curso en la vida activa del Hombre la necesidad del poder, como herramienta para apoderarse del otro y comerlo y satisfacer el hambre original de su existencia. La flecha busca su blanco, el cual, al ser un deseo, es un hueco abierto en el vacío: una nada sobre la nada, y por lo tanto se torna en algo tan inalcanzable como imbatible e indiscutible.
“La maldad” no es un concepto que se pueda aplicar porque no abarca la totalidad del universo mafioso. La Maffia es un ser mental destinado a la derrota pero que no puede segregarse de su naturaleza y así excede la idea de la “maldad” como oposición al Bien. Porque así como una Teodicea “justifica” la existencia de un dios a través del Bien (con Leibniz), la Maffia sabe que al quebrantar todo aquello que venera en su feroz catolicismo filoitaliano, construye el absurdo de una especie de “diablodicea”, donde toda aberración se resume en un enfrentamiento contra lo irracional. Es que se sabe, en el fondo, que contra el Bien no se puede luchar sin ignorar que se va a perder, ya que los mafiosos se levantan contra el mismo Dios que dicen adorar. Pero lo irracional sigue traccionando como una “causa final” aristotélica, desde el vacío, desde el estómago vacío, desde la nada de la tierra que siempre es ajena en la mente del hambriento. La realidad del ya lejano hambre europeo, que renace en la Little Italy neoyorquina, es un vacío que absorbe la existencia y le da dirección y sentido, además de significado: hay que vivir a pesar de toda contradicción y para eso hay que comer a como dé lugar. Es, como se dijo, la moral de la fe, la lealtad y la obediencia, que reemplaza, invirtiendo, los valores que sostienen al Bien.
Todo el filme, tanto en su dimensión visual (fotografía de Gordon Willis), como en su exquisita música (de Nino Rota) y sus paisajes míticos (como la llegada de Vito Corleone niño a Nueva York), El Padrino II es un trampantojo para el alma: el crimen más violento se vuelve un aprendizaje romántico, un devenir iniciático. Todo lo inmoral se estima engañosamente armónico en el guión. Incluso en el díptico entre la historia del joven Vito con la de Michael, Coppola consigue ese equilibrio formal en una historia muy larga (para los cánones occidentales, al menos) donde se entrelazan los poderes políticos, judiciales y policiales con las mentalidades más retorcidas y los hechos más autocontradictorios, como, por ejemplo, el beso en la boca de Michael a Fredo reconociéndolo como traidor en medio de la fiesta de fin de año en un club cubano mientras, delicadamente, se infiltra la revolución castrista. Nieve y lava conviven en la crematística más despiadada que involucra a todos los protagonistas.
Una ola de ascensos que elevan a Michael y a Vito a lo más profundo de sus peores infiernos. Valores, decisiones, densidad y clara complejidad construyen este Bien monstruoso que es el pequeño mundo del Mal en su artístico retrato de El Padrino II… filme que remite expresamente a su primera parte, y en este sentido, dice Coppola en un reportaje: “Cada escena está hecha de modo que recuerde otra escena de la primera parte. Es algo que está en la realización, o en el diálogo, o en la atmósfera de cada escena. Es como una armonía donde una nota recuerda a otra. En suma, el primer filme debe poseer al otro como si se tratara de un fantasma, debe permanecer en la memoria del espectador». Y cuando vemos en la Little Italy desfilando la procesión que recauda dinero en la imagen de la Virgen (mientras Vito despliega, saltando de techo a techo, la estrategia de muerte del Capo Fanucci), lo que vemos está sintetizado en estas palabras de Coppola: «…la sucesión del poder y el hecho de que la Maffia haya dejado de ser una forma de gangsterismo para convertirse en parte integrante del credo americano, según el cual todo es bueno mientras proporcione dinero». Esta expresión vuelve sobre el fantasma religioso que invade el guión, porque se trata de algo que satisface la corriente católica -ansiosa de poder en su reducto Vaticano tras el Pacto de Letran entre Pio XI y Mussolini-, la protestante calvinista y su desembarco puritano en la Nueva Amsterdam que, con manos judías, pasaría a ser Nueva York y el pobrerío siciliano que proporcionaba -como dijimos- la forma más elemental del hambre y que cree fervientemente en un Dios que no le da de comer. A partir de este complejo marco histórico y religioso es que la Maffia como rito secreto se instala en la vida americana.
Dos años después del arrollador éxito de The Godfather (1972), la Paramount decidió rodar la secuela. Michael, entre la penumbra y los sueños de poder se convierte en una de las criaturas más complejas, oscuras y fascinantes que ha dado el cine, con las miradas de Al Pacino volcadas al vacío de su propia naturaleza. Un Michael Corleone que no puede dejar de ver el pozo hacia el cual cae y del que no puede renegar. El viaje circular de esta biografía plantea un laberinto humano que no deja estrato social sin enfermar y que encadena situaciones comunes al díptico entre dos gigantes como De Niro y Al Pacino. Todo abordado en la segunda entrega de la trilogía con una intensidad narrativa pocas veces vista en guión alguno. Se trata de una complejidad diáfana donde caben desde los negocios de la familia Corleone, sus intereses en La Habana, la figura del mafioso judío, enemigo de la famiglia, el simultáneo desmembramiento familiar y el drama oscilante que recorre el eje medular de este exquisito retablo depurado, oscuro y sustanciado por un intenso poder narrativo. El espesor dramático, la solidez estética, la conexión de sus partes y su elegante desenvoltura, el tono, la forma y la carga emotiva aportan la sólida realidad artística de este hito del cine que tantos años después nos sigue planteando esa morbosa extrañeza ante la profundidad que puede alcanzar el Mal en el alma del Ser Humano.
Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.
“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.
“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: El actor Al Pacino en un fotograma de El Padrino II (1974), de Francis Ford Coppola.