¿Y qué pasa con la cultura?: Una reflexión sobre la esencia de la Revolución de Octubre Chilena

Solo desde la cultura, no vista como un adorno o como un espectáculo, sino transformada en el símbolo de un componente activo de la cohesión y del cambio social, es que podemos hacer la transición entre lo viejo y lo nuevo, con el propósito de construir una comunidad nacional imaginada, en el intento de ser más felices.

Por Naín Nómez

Publicado el 7.11.2019

 

«¡Hasta cuándo señores!

¡Hasta cuándo!

¡Hasta

cuándo!

Ya no podemos más.

Nos prometen esto y lo otro.

Pero nunca pasa nada.

Esperamos desde hace siglos.

Y seguimos mirando al vacío y esperando.

Porque ahora ya no somos los ingleses de América Latina

Ni los campeones del desarrollo.

Ya no somos…»

Naín Nómez

“Todo se derrumbó” como dice la canción. En estos días de “sonido y furia” se han cosechado una serie de términos y conceptos que de una u otra manera aluden a perspectivas ideológicas y, ergo, también culturales, que buscan explicar, pero también petrificar, la amplia movilización que conmueve al país contra la precariedad y la desigualdad provocada por nuestro tecno neoliberalismo salvaje, único en el mundo. Entre estos conceptos, resaltan algunos como: “estamos en guerra contra un enemigo poderoso” (de reminiscencia pinochetista), “invasión extranjera, alienígena”(que es la tesis de Trump, parte de la UDI y Cecilia Morel), “cuestión generacional” (Carlos Peña), “es tiempo de grandezas, no de pequeñeces (editoriales periodísticas), “crear un país mucho mejor” (derechas e izquierdas), “hay que cuidar el crecimiento y el desarrollo” (varios sectores), “estallido social” (casi todos), “el peligro en que está el sistema democrático” (obviamente la derecha).

Y las palabras siguen girando en un espacio que las hace rebotar hasta que se pierden en un bosque de significados inútiles, incapaces de dar cuenta de una realidad que las supera o disuelve sus significados: toque de queda, estado de emergencia, crisis social versus cohesión social, caos y saqueos versus pacto social, poderes trasnacionales versus participación ciudadana, etcétera, etcétera. Este estallido de rebeldía, que sabemos cómo se inició el 14 de octubre por medio de grupos de estudiantes que protestaban por el alza del metro y que han sido mayoritarios en las movilizaciones (casi siempre esos inicios parecen poco espectaculares), pero que aún no se vislumbra cómo terminará (Sartre dixit), se ha analizado desde la perspectiva económica, política y social, pero no ha tenido ninguna reflexión desde lo cultural en el sentido que aquí privilegiamos (hasta donde recuerdo). Lo que se inició como una protesta particular en las estaciones de Metro de Santiago, se amplió rápidamente hacia las regiones y hacia otros sectores sociales y políticos, transformándose pronto en una protesta popular y nacional hacia el día viernes 18, lo que culminó en una gran movilización en Santiago y casi todas las provincias, con cerca de 2 millones de manifestantes.

Con el decreto de Estado de Emergencia y toque de queda por parte del gobierno en varias ciudades, la consiguiente represión y la agudización de las movilizaciones cuyos manifestantes hicieron caso omiso del toque de queda, se desataron los ataques y los incendios al Metro de Santiago (el Estado); y los asaltos, saqueos e incendios a los supermercados, las farmacias, los bancos y las multitiendas (expresión del capitalismo nacional y multinacional), como han señalado Mario Garcés y otros analistas. Más difícil de entender, son los asaltos, saqueos e incendios a los pequeños negocios de barrio (minimercados, restaurantes, botillerías, puestos varios), defendidos por los propios dueños o sus vecinos. O la noticia de que: “encapuchados saquean el Café Literario del Parque Bustamante”, a lo que se agregan un sinfín de instituciones culturales dañadas y destruidas. Aquí hay una pregunta que no ha sido respondida. Si por un lado, el “estallido social” se justifica con creces por las desigualdades que se han ido acumulando desde Pinochet, por el otro, ¿qué justifica el indiscriminado arrasamiento de los pares, de los igualmente pauperizados o de los lugares donde se asienta la cultura? ¿La crítica al sistema social hace tábula rasa y se ataca todo signo o símbolo de estatus por mínimo que sea? ¿Hay que separar la crítica “legítima” del vandalismo, como diría la derecha? Este espacio en el cual no se distingue el enemigo principal, ¿es ejercido por quién? ¿Lumpen? ¿Delincuencia y narcotráfico? ¿Proletariado marginal? ¿Clase media marginal? ¿Jóvenes anarquistas o pauperizados? ¿Provocadores? ¿El propio gobierno o sus agentes, como por ejemplo las fuerzas del “orden”? Para intentar responder a esas preguntas, es obvio que hay que ponerlas en la perspectiva de las grandes desigualdades económicas, de la directriz elitista de nuestra política y de la fragmentación social y territorial de nuestro país. Pero por sobre todo, creo que es necesario volver a la pregunta que hacíamos inicialmente: ¿Y qué pasa con la cultura? Porque probablemente, es en la cultura y en la educación (más bien en su deficiencia), donde podemos encontrar respuestas, a un aspecto que los cientistas sociales no han podido dilucidar aún.

Mencioné al comienzo el abigarrado mundo de los conceptos utilizados en esta crisis, como el intento de nombrar y clasificar aquello que no conocemos con definiciones conocidas, con el fin de aprisionarlo y naturalizarlo. En ese interregno casi desconocido y al parecer vaciado de significado, es donde lo político, lo social y lo cultural se unen y en esa “juntura” es donde se juega, lo que Gramsci llamaba el advenimiento articulatorio de lo nacional-popular. De las variadas dimensiones que el concepto de cultura evoca, relevamos aquellas que pueden incluir lo económico, lo político y lo social, yendo muchas veces más allá, porque los abarca a todos ellos. En este sentido, no nos remitimos solo al concepto que relaciona tradicionalmente la cultura al cultivo de las bellas artes (música, literatura, pintura, escultura, dramaturgia, etcétera), generalmente producido por una élite que entrega su producción artística al resto de los seres humanos, pero que en una sociedad democrática se amplía a una creatividad más masiva, que a veces también penetra en los intersticios de la estructura social total. Pero esta concepción de cultura no es suficiente. En términos antropológicos, cultura es el desarrollo histórico-social de las producciones materiales y espirituales de las sociedades humanas. Es la cultura como opuesta a la naturaleza. En otro sentido, cultura es la forma de vida de una sociedad determinada, fijada históricamente en relación a otras culturas. También se ha equiparado la cultura con la civilización, pero este último es un concepto más restrictivo, porque habría que preguntarse a qué se alude con un mundo “civilizado”. Desde la concepción de Gramsci, se puede señalar también la diferencia entre cultura hegemónica y cultura subalterna, en que la primera se relaciona oblicuamente con la idea corriente de cultura, ligada a las elites de una o varias formación(es) social(es), y la segunda con la cultura que pugna por aparecer desde lo popular y que en la historia puede extenderse a lo masivo y también volverse hegemónico (como ocurre hoy con la música-poética de Violeta Parra). Esta larga pero sintética explicación, tiene por finalidad exponer la complejidad del concepto que hemos relevado y que aquí adquiere un sentido que atraviesa las capas sociales y es el pegamento que articula toda construcción humana.

De este modo, entendemos que si la competencia a ultranza, la inequidad, la privatización de los bienes esenciales (como la electricidad, el agua, el gas, el transporte, las pensiones, la educación entre otros), el endeudamiento de vastos sectores de la población, así como la pérdida de valores comunitarios y de convivencia social, es lo que ha sido naturalizado por el sistema ultra capitalista que nos rige, se hace más necesaria que nunca una reflexión desde la cultura, que nos permita recuperar y retomar la simbólica de la cooperación, del colectivo pensante, del apoyo mutuo, de la solidaridad y especialmente en la creación productiva de un nuevo lenguaje, que dé cuenta de las realidades que vienen y que hay que enfrentar en esta crisis. Para ello, promover una educación no autoritaria, democrática y participativa resulta fundamental y en este sentido, especialmente la discusión de los cabildos culturales ciudadanos y la posibilidad de una asamblea constituyente que son instituciones-movimientos transversales, pueden convertirse en el terreno esencial para hacer la transición entre lo viejo y lo nuevo. Solo desde la cultura, no vista como un adorno o como espectáculo, sino como un componente activo de la cohesión y el cambio social; es decir, como un vasto lenguaje (lenguaje en el sentido de praxis y simbólica activa sobre la realidad), que genera alegría, bienestar individual y colectivo, sentimiento de pertenencia, identidad social y el intento de ser más felices: en definitiva, la construcción de una comunidad imaginada.

Ya lo sabemos. El malestar no es solo económico. Es una explosión que surge desde una sociedad compartimentada, ególatra y volcada sobre sí misma, porque así lo ha naturalizado el sistema que nos rige. Mirarse en el celular o construirse a partir de lo que dicen otros en el Facebook o el Twitter, no es lo mismo que hacer el esfuerzo de leer un libro, escuchar un concierto junto a otros que también escuchan o incluso en soledad, contemplar un cuadro o aprender a crear a partir de la experiencia que nos entregan los demás. En su relación con la política, la cultura es también discernir entre lo ético socialmente y lo que pertenece a la usura, al robo, al asesinato, a la expoliación del otro, a la discriminación, al engaño, a la desidia, etcétera. En su relación con la sociedad, la cultura es también esa juntura de que hablábamos antes, que nos hace un colectivo más afectuoso y humano. En su relación con lo económico, nos impele a que los seres humanos no seamos los lobos devoradores de otros seres humanos hasta exprimirlos de toda humanidad. La cultura debe dejar de ser un adorno o algo con lo que podríamos relacionarnos lejanamente en algún utópico tiempo libre y debe verse como lo que es: el engrudo que atraviesa todo lo que importa al ser humano (riqueza o pobreza, libertad o esclavitud, comunidad o soledad, integración o fragmentación, educación o falta de ella, aspiración a la felicidad o frustración, resentimiento, angustia y marginalidad). Lo político es siempre cultural, lo económico es también cultural, las aspiraciones sociales a un mundo mejor son también culturales. Para poder tener un cambio social, económico y político, necesitamos sobre todo un esencial cambio cultural, especialmente de aquellos que ejercen el poder: el poder del Estado (gobierno, congreso, sistema judicial), el poder empresarial y el poder de las comunicaciones.

Hace ya algunos años, Gayatrik Spivak preguntaba: ¿puede hablar el subalterno? Al parecer, aquí en Chile sí puede y además también podría dejar de ser subalterno, si logramos que lo que imaginamos y fantaseamos se convierta en realidad.

 

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Naín Nómez Díaz (Talca, 1944) es profesor de filosofía de la Universidad de Chile, master of Arts de Carleton University y Ph. D. en la Universidad de Toronto, Canadá. Actualmente es profesor titular y académico de excelencia en la Universidad de Santiago de Chile.

 

Naín Nómez

 

Crédito de la imagen destacada: Excelsior.