¿Qué de cosas excelsas escribiríamos hoy, por ejemplo, en medio de esta crisis social sin precedentes que azota hoy a nuestro país del fin del mundo, esta suerte de isla derramada en el cinto de la América del Sur?
Por Edmundo Moure
Publicado el 8.11.2019
Una de las experiencias más comunes que rescato de los talleres literarios –sea en los que asistí como simple escucha, o en los que he impartido- es constatar el temor pudoroso, de la mayoría de los participantes, por mostrar sus escritos, considerados asunto íntimo, secreto, casi pecaminoso… “Escribo para mí y nunca muestro a otros mis pensamientos”, es una frase asaz repetida; timidez que suele afectar más a los que poseen talento que a quienes carecen de él…
Hay que subrayar que todos empezamos así, desde los más pintados hasta los menos bendecidos por la musa de los pendolistas… Recuerdo que, allá por los comienzos de la década de los 60, entregué a mi padre ciertos textos, escritos en forma de estrofas, que yo consideraba poéticos. El tema de aquellos versos incipientes era la guerra de Vietnam, a través del impacto anímico que me producía la cruel conflagración, las imágenes –sólo gráficas en aquel tiempo- de civiles: ancianos, mujeres y niños, quemados por las bombas de fósforo blanco (napalm) que el imperio del norte repartía en mortíferas flamas de terror militarista… Cándido cogió la carpeta con las bisoñas cuartillas y la depositó en su mesilla de noche. Pasaron dos semanas y el viejo no daba señales de esbozar una opinión crítica, que yo aguardaba, lleno de ansiedad, como si esperase una respuesta a urgentes apremios amorosos… Hasta que le pregunté: -“Papá, ¿qué le parecieron mis poemas?” -“¿Cuáles poemas?”- preguntó… -“Los de la carpeta” –le dije, casi en un susurro… Me miró, como si sus ojos azules me atravesaran… -“¿Tú has leído a Quevedo?”, me espetó, a bocajarro. –“No –le respondí- salvo algunas lecturas de colegio”… -“Ahí están las obras completas –me dijo- léelas”, y me entregó la carpeta.
A los pocos días destruí aquellos engendros mal versificados. Pasarían quince años de lecturas e intentos de macular la página en blanco, hasta que “La Voz de la Casa” me otorgaría algo de madurez escritural, sin infligirme, ante el emocionado discurso que me dictaban los muros de esa morada de los sueños, vergüenza de mí mismo ni de mis palabras. Fue una buena lección crítica la de Cándido, sin discursos ni verborrea innecesaria, elocuente como muchos de sus gestos, a la vez olímpicos y aldeanos.
Quizá una de las ideas más equivocadas respecto a la escritura sea aquella que proviene del convencimiento que “hemos vivido muchas situaciones extremas, padecido variados sufrimientos y experimentado goces inefables”, como si ello fuese una suerte de credencial o patente de corso para perpetrar textos de supuesto valor estético.
¿Qué de cosas excelsas escribiríamos hoy, por ejemplo, en medio de esta crisis social sin precedentes que azota hoy a nuestro país del fin del mundo, esta suerte de isla derramada en el cinto de la América del Sur?
Pero no funciona así el arte de la literatura, puesto que no es un “reportaje” o una fotografía de la realidad inmediata, sino una morosa decantación de experiencias vitales e íntimas que logran su materialización expresiva en el lenguaje y no una simple transposición de lo cotidiano.
El error proviene, a menudo, del desconocimiento del lenguaje como materia áspera y difícil de dominar, muchas veces traicionera, al punto de agobiarnos cuando las palabras no expresan, literalmente, lo que pensamos y sentimos; por eso, tal vez, se dice que los mejores poemas son aquellos que se pensaron e intuyeron, sin que jamás fuesen escritos.
Por muchos años que pasen en el oficio de la escritura, siempre quedan vacíos, falencias, sombras discursivas, tropiezos verbales, porque jamás se termina de conocer una lengua, un idioma, en su plenitud. Ni siquiera Cervantes o Teresa de Ávila o Quevedo lograron la hazaña de domeñar el complejo y riquísimo castellano… Por eso resulta dudoso cuando alguien presume de “dominar varios idiomas”…
Ahora bien, el asunto de escribir reside en la compulsión, en el impulso irrefrenable por expresarse a través de la palabra. Si sentimos tal apremio, seremos escritores, más o menos afortunados, como ocurre en todos los oficios y especialidades. Ser poeta es cosa distinta. La poesía es una aptitud que permite “ver y sentir donde la mayoría ni ve ni siente”; es como la música, cuyo “duende” no se enseña en las academias, aunque en ellas podamos aprender técnicas y recursos, pero no se hace un poeta en el taller ni un músico en el conservatorio.
Pero cuando pasa un tiempo considerable en que atesoramos escritos, sea guardados en gavetas o en el cofre secreto del corazón, debemos darlos a conocer a otros, buscando a nuestros “pares de alma”, porque también existe el riesgo atroz del que nos previene Cristo, cuando advierte: “No deis vuestras margaritas a los cerdos, porque las pisotearán, volviéndose contra vosotros para atacaros…” Es una gran verdad de quien inspirara ese tremendo poema que se titula “Bienaventuranzas”, conocido también como “El Sermón de la Montaña”, inspirado por el más grande conocedor del alma humana, de sus grandezas y miserias (sobre todo de estas últimas, que siempre serán -¡ay!- buena materia literaria).
En los talleres que modero, a la vez con humildad y rigor, se trata de que aprendamos todos de todos, intercambiando experiencias y textos, como quien reparte en la buena mesa los frutos de la tierra y de las manos humanas, porque las palabras son también sacramentos, como el pan y el vino consagrados. De nosotros depende que ellas sean claras, honestas y bienintencionadas.
En la voluntad inextricable de los dioses está que ellas logren alzarse, desde un simple grano de mostaza, hasta convertirse en un árbol frondoso de estéticos y universales follajes. La criba del tiempo es necesaria; más que eso, imprescindible. Quizá en diez o veinte años alguien escribirá los cuentos o la novela luminosa de estos días, a la vez aciagos y propicios a la esperanza.
Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, se familiarizó con la poesía española y la literatura gallega en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la que su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue Presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego desde 1994. Contador de profesión y Escritor de oficio y vida fue el creador del Centro de Estudios Gallegos en la Universidad de Santiago de Chile, donde ejerció durante 11 años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas». Ha publicado 24 libros, 18 en Chile y 6 en Galicia. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos.
Imagen destacada: Estatua de Alonso de Ercilla – Plaza Ercilla, avenida Blanco Encalada con Ejército, en Santiago de Chile.