El montaje con música de Herman Severin Løvenskjol y la puesta en escena de Peter Schaufuss -según August Bournonville-, y llevado a las tablas por el cuerpo estable dirigido por Marcia Haydée, demuestran que el futuro del recinto de la calle Agustinas radica tanto en la calidad del Ballet de Santiago, como en el alto nivel musical alcanzado por la Filarmónica capitalina, bajo la batuta de Pedro-Pablo Prudencio.
Por Deysha Poyser
Publicado el 29.11.2019
Es difícil escribir sobre cuentos de hadas en estos tiempos. La Sylphide es uno, es el ballet para un trágico encuentro entre dos mundos; el de la magia y el de la realidad humana. Es a su vez, el ballet más antiguo conservado (París, 1832) que hoy podemos ver y se encuentra en la cartelera del Teatro Municipal de Santiago hasta este lunes 2 de diciembre. Si entonces es difícil escribir sobre este clásico, lo que es menos por ser una romántica fantasía de pronto ingenua y descontextualizada y más, por su remisión a la vieja relación de lo imposible en lo posible. Por eso es relevante cómo nos cuentan las historias, porque en el cómo está el qué de todo clásico: las formas, los movimientos, las imágenes y los gestos estéticos consolidan la eficiencia de su mensaje.
El cuento es contado con cuerpos y música. El ballet, los solistas y la Orquesta Filarmónica de Santiago, liderados por Peter Schaufuss, Marcia Haydée y Pedro-Pablo Prudencio respectivamente, recrean la historia de dos actos en 80 minutos totales. En un escenografía más ancha que profunda la mayoría del tiempo, con un alto notable para las escenas en el bosque, donde la tridimensionalidad encanta y es fortalecida sin dudas por el trabajo de iluminación. Tal efecto permitió destacar el dramatismo de los famosos cuadros blancos en que el ballet femenino completo está en escena, encarnando a las sílfides del bosque, en vaporosos tutús blancos. Las actuaciones del ballet lograron con valor teatral fortalecer una coreografía que a ratos descansó en la mímica -con la bruja Madge como principal ejemplo-, y donde tal cuestión corrió el peligro de literalizar demasiado el motivo comprometiendo la actualidad y potencia del lenguaje en escena.
Destacaré dos roles por ser los polos de tensión para ilustrar el comentario. Katherine Rodriguez ofreció con un gran rendimiento físico a la sílfide protagonista, ella logró volar, aletear todas sus apariciones con la fuerza de sus puntas y con favor de la música, alcanzar una notable gracilidad. Su temperamento escénico era el de la fugacidad. La ida de lo divino y de lo excepcional en lo ordinario, de todo aquello que, como por contrabando abandona su morada en el misterio (bosque nocturno) y nos logra tocar en sueños. Pero su fragilidad y mágica impermanencia a veces fue interrumpida por decisiones un tanto toscas del montaje -como hacerla aparecer horizontalmente en los costados del escenario. La univocidad de ciertos artefactos no siempre contribuyeron a la potencia de los gestos solistas y esto fue particularmente cierto para ella.
No obstante, el bailarín invitado, hijo del galardonado coreógrafo Luke Schaufauss impuso fluidez y sensibilidad a un personaje varonil complejo, el de James, contraparte de la sílfide en el mundo humano. Terrenal e insatisfecho, vislumbra y anhela la visión de la sílfide. Su desplante profesional habló por sí solo, logró una compenetración musical que favorecía la gesticulación de un personaje cuyo destino trágico articula la suerte del resto. El romántico declive del único hombre en escena que convive entre dos mundos, solo se vio «puerilizado» en su muerte, a manos de una extensa escena en que el mal, el coste del sueño degenerado, celebra su deceso en un espacio de súbito plano y estático. Allí, la música lo fue todo.
Con todo, revisitar esta historia en el lenguaje del ballet y con el trabajo del Teatro Municipal, es valioso. Nos permite despercudir la función de la fantasía y la imaginación que amasamos al interior de lo que consideramos tradición y cuya función no es otra que vivificar el presente y expandir nuestra forma de vivirlo comprometiendo las claves en que hacemos experiencia. Ensoñar, imaginar o fantasear, es el acto que nos recuerda que en lo conocido, en lo posible, existe lo imposible y para llegar ahí, todos tenemos boleto.
Deysha Poyser es licenciada en ciencias biológicas de la Pontificia Universidad Católica de Chile, y actualmente es tesista de la misma casa de estudios a través de su programa de licenciatura en estética. Sus intereses e investigaciones académicas y personales se enmarcan en una preocupación por una reflexión fenomenológica consistente sobre lo vivo, la vida, la subjetividad y la experiencia. Cultiva su amor por las artes en su tiempo libre.
Crédito de las imágenes utilizadas: Teatro Municipal de Santiago.