Cine de mundos en peligro: «Viene de noche», el desierto es oscuramente verde

El segundo largometraje de ficción del director estadounidense Trey Edward Shults equivale a un intimidante thriller de suspenso, que mantiene la tensión dramática a lo largo de su hora y media de duración. A una visión apocalíptica de la civilización humana, construida con una cámara y una estética del encierro y de la degradación, se le añaden la gran actuación protagónica del actor australiano Joel Edgerton y el desarrollo de una idea cinematográfica del fuera de campo, que subyace durante toda la obra.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 20.3.2020

“El instinto de la muerte es destructividad no por sí misma, sino para el alivio de una tensión. El descenso hacia la muerte es una huida inconsciente del dolor y la necesidad. Es una expresión de la eterna lucha contra el sufrimiento y la represión. Y el mismo instinto de la muerte parece ser afectado por los cambios históricos que afectan esta lucha”.

Herbert Marcuse, en Eros y civilización

En el tiempo presente, en el futuro próximo y cercano, una extraña plaga y enfermedad viral contenida en el aire, se propaga sobre la superficie del planeta, empujando a los seres que lo habitan, a desplazarse a zonas lejanas y a esconderse en bosques y casas exiliadas, donde los pocos supervivientes, aspiran a permanecer ocultos y a salvo de la calamidad.

La cartografía espacial, el terreno fílmico de Viene de noche (It Comes at Night, 2017), en efecto, se construye y edifica en torno a una respetable residencia campestre, situada en el medio de un bosque, en un lugar donde parece no vivir nadie más, salvo Paul (interpretado por Joel Edgerton) y su familia, compuesta por su esposa Sarah y por su joven hijo Travis.

El luchar denodadamente por la sobrevivencia, ha hecho que el grupo se proteja del contaminado mundo exterior, al cubrir el inmueble de defensas, puertas, candados y maderas, que envuelven las ventanas, en un conjunto sobre el cual, el factor ambiental de la nocturnidad, cumple un rol esencial: pues sólo de noche, y al amparo y de la impunidad visual que ofrece la oscuridad, es que pueden llegar los vecinos indeseables, en la búsqueda de comida, de agua libre de infecciones, y de más armas y de municiones, para defenderse con agresividad, de los otros errantes victimarios.

En esa plasticidad del encierro, donde lo apocalíptico se erige como un símbolo dramático y argumental (no por nada uno de las primeras secuencias de la cinta enfoca una reproducción del famoso cuadro El triunfo de la muerte, de Pieter Bruegel el Viejo), nace, entonces, la noción teatral y escénica de esa geografía audiovisual en las cuales las ciudades asoladas, y las bandas de personajes trashumantes que vagan por la ruralidad, en pos de prevalecer y de perpetuarse, esa realidad, decimos, transcurre siempre fuera de campo, y sólo se percibe a través de las conversaciones que sostienen entre ellos los miembros del elenco, y en el elemento de la espera, en un ataque u ofensiva externa por llegar, por venir, que mantiene a los ocupante de esa casa e improvisado fuerte, atentos y en degradante vilo.

El bosque, así, sugiere el tópico de un desierto verde, en vez de uno de arena o rojo, que rodea a esa estructura artificial, que ofrece refugio y salvación. La trama de una civilización rodeada por la ausencia de leyes (salvo el dictamen del más fuerte), y la carencia de organizaciones que regulen la convivencia en sociedad, además de demostrar la fragilidad del orden que nos rige, continuado por un diagnóstico pragmático de la normalidad, enlaza en la dinámica de esa temática, a esta Viene de noche, con inolvidables largometrajes de ficción como 12 monos (1995), de Terry Gilliam, con Soy leyenda (2007), de Francis Lawrence, con El cazador (2014), de David Michôd, con Mad Max: Furia en la carretera (2015), de George Miller, por mencionar a títulos recientes, en una constante que repite los conceptos de la soledad total y de una fortaleza (como edificación o plaza fuerte), para resistir ante un entorno hostil e imprevisto, en su brutal funcionamiento cotidiano, por parte de los protagonistas.

Ese lente, sin ir más lejos, que ya definimos en su perspectiva de la realidad ficticia, y su favoritismo por una dimensionalidad donde reinan lo sofocante y lo estrecho, en su propósito de exhibir una credibilidad cinematográfica, resulta el contexto propicio para que el director (un joven Trey Edward Shults, nacido en 1988) lleve a cabo sus fines de analizar la psicología, las conductas y las pasiones humanas, dentro de una órbita diaria de miedo, de terror e impotencia, ante una cercanía de lo incierto, y de lo desconocido, que se manifiesta a cada instante, después de un desastre, y de una hecatombe y colapso global, que han propiciado la desaparición del Estado, del derecho, y de las fuerzas materiales y espirituales, que aguantan a esas entelequias, de cara al poderío natural de la muerte, de la entropía, y de la barbarie.

Solos ante el mundo terrible y hostil, vive esa familia, que duerme junto a sus rifles, en vilo y en la espera de la ruina inminente, a fin de mantenerse limpios de ese virus que contamina a cualquier organismo vivo en el planeta, y del cual todavía no se conoce el antídoto. Viene de noche, debido a esto, se revela como una película de grandes significados filosóficos y reflexivos —en ese absurdo con el cual parece dialogar el género humano, en relación a la nada y a la irracionalidad—, que guardarían los actos respectivos a las interacciones suscitadas entre las personas con el erotismo, el instinto y la violencia ilógica, siempre a un metro de producirse y de extender su imperio de códigos y de núcleos de expresión, al menor estímulo.

A esa ausencia de proyectos colectivos (más allá de sobrevivir a cualquier precio), acontecido en el espacio de una ruralidad fuera del orden, de la ley y también del foco de la cámara, como una propuesta singular del realizador, florecen también, momentos e instantes de ternura y de comunión, de breves conversaciones guarecidas por lo vespertino, y de una sociabilidad honesta, que pese a ser endebles, revelan una emocionalidad dispuesta a florecer a través de sencillos fotogramas, encuadrados bajo los presupuestos de una dirección de arte que se esfuerza por enaltecer esa cotidianidad rodeada de peligros ignotos, invisibles, pero realmente existentes, y que obligan a los personajes a permanecer en un estado de alerta y de guardia indisoluble, a lo largo de toda la obra. La sensualidad y la atracción prohibidas, que prescinde de las normas y de las exigencias privativas, propias de una guerra esencial, cuya única finalidad resulta sólo la de conservar la vida.

El derrumbe, la caída, y la oscuridad que acechan con sus ejércitos enfermos a ese bungalow de campo, transformado en un bastión indefenso e indemne de cara a las huestes palpables de la desesperación. Los síntomas de una neurosis, de una cronología fuera del tiempo, donde ya no respiran urbes, ni tampoco truenan las ciudades populosas, y los profesores de historia renunciaron a sus clases, a su magisterio, y ahora se dedican a enmascararse y a preservar a sus familias de otros hombres letrados e inescrupulosos, que persiguen comida limpia, un poco de agua sin gérmenes, y seguir en ese movimiento de la “no acción”, cuyo único destino, paradójicamente, es intentar resguardar la propia y egoísta existencia de los suyos.

Una estética del desplazamiento, donde más temprano que tarde, se forzará a los propietarios de esa cabaña, a huir, a ceder finalmente, al triunfo de una muerte imparable. Viene de noche, en definitiva, es una película que la retina continúa desmenuzando, analizando, mucho después aún, de que las secuencias y los créditos terminaron de caer, gracias al reflejo y su proyección mentirosa y falsa, por encima de la pantalla. Una mención especial, a la banda sonora a cargo de Brian McOmber.

 

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Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Viene de noche (2017), del realizador estadounidense Trey Edward Shults.