Los cuentos del abogado y escritor alemán constituyen un libro veraz y sorprendente, estructurado con la concisión propia de un narrador certero, el cual expresa cada hecho con maestría y deja al lector con el volumen en la mano, pensando en las eternas miserias de la raza humana y en sus —también— pocos, pero existentes actos que la ennoblecen.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 12.4.2020
“La realidad de la que podemos hablar jamás es la realidad en sí.”
Werner K. Heisenberg
El epígrafe nos llama a introducirnos en una realidad que pareciera escapar a nuestro entendimiento. ¿Cómo es posible que en la existencia cotidiana se entrecrucen de tal modo las vidas y los hechos triviales consumando crímenes atroces? Lo que diferencia nítidamente a este libro de otros de su género es que cada una de las historias relatadas obedece a “hechos” ciertos. Su autor —el abogado Ferdinand von Schirach— los vivió en carne propia a través de la defensa que hiciera en cada caso particular en Alemania, sólo que los ha revestido de esa humanidad natural y consustancial a los narradores de fuste.
Ahora bien, subyace en los cuentos de Crímenes (Verbrechen)—publicado en el original alemán en 2009, y en su traducción al castellano en 2013— ese inasible sentido de hacer justicia por cada uno de los actores que conforman el sistema judicial alemán. Defensores, fiscales y jueces, cada uno en el ámbito de sus competencias, intentan desentrañar una verdad que siempre obedece a ribetes de percepción distintos, como suele ocurrir dentro de un sistema procesal cualquiera. Es cierto: los actores disienten en sus apreciaciones sobre la ocurrencia del hecho; motivo, participación y eventual responsabilidad penal son asumidas desde cada óptica individual en un juego de intereses que procuran, a su modo, condena o absolución.
Así, historias como la de «Fhaner», con que se abre el libro y que lleva el apellido de su actor principal abarca, de una plumada, toda su existencia previa a los hechos que en resumidas cuentas no es en sí relevante, hasta que conoce a Ingrid, de quien se enamora, viajan, regresan y aquella va haciendo, progresivamente, de la vida de Fhaner un calvario de sospechas, presiones, desencuentros que abarcará su vida entera. Hasta que, pasados los 70, Fhaner toma un hacha y la descuartiza. Sólo que de por medio se plantea una interrogante central, ¿por qué Fhaner soportó tanto tiempo los insultos y menoscabos de su mujer? ¿Por qué no se divorció o encontró una salida más digna que el homicidio? Fhaner había hecho una promesa en el viaje de bodas: él se haría cargo de ella de por vida, cualquiera fueran las circunstancias futuras. Y fue fiel a su promesa; soportó estoicamente cada atropello privado y público a su dignidad, se enfrascó en la lectura de novelas de ciencia ficción y hasta cultivó manzanas antes del asesinato, con el único propósito de no descender al infierno. Sólo que, sometido a una presión final extrema, sencillamente explotó con serena frialdad e hizo trizas la promesa asumida. He ahí la síntesis de un relato sencillo y estremecedor, extremadamente crudo y verídico en su desenlace.
En «El etíope», cuento final, Michalka es un individuo dejado de la mano de Dios. Abandonado al nacer en una palangana frente a una iglesia, luego fue adoptado por los Michalka y se crió junto a una familia con un padre sustituto autoritario que impedía cualquier atisbo de ternura. En la escuela fue un marginado; con su metro noventa y dos y su apariencia de deficiente fue el hazmerreír de sus compañeros. Ya pasada la adolescencia decide un día hacer dedo y viajar a Hamburgo. Allí deambula perdido, sueña con Etiopía y termina asaltando un banco. Toma un avión y está de regreso. Sólo que extraviado y sin dinero termina enfermo de malaria. Es atendido por gente que desconoce. Son de piel negra. Está entre los suyos en un pueblo perdido. Conoce a Ayana, viuda, joven. Ella lo cuida. Se enamoran, se casan y nace un hijo.
Él —Michalka— se da cuenta del retraso del pueblo. Ayuda a quienes viven de los cafetales. Transforma la producción en algo digno y reactivó a toda la comunidad. Hasta que un día las autoridades lo ubican, piden su pasaporte. Lo chequean en el sistema y ven la orden de detención pendiente en Alemania. Es deportado y juzgado. Obtiene su libertad, no sabe de nuevo qué hacer. Le fue imposible comunicarse con su gente. Además no quiere hacerlo. Debe volver a Etiopía y asalta de nuevo como aquella primera y lejana vez. Es aprehendido de inmediato. Nuevo juzgamiento hasta que alguien lo reconoce: un viejo amigo que sabe lo que ha hecho por el pueblo del que procede. Allí, la figura procesal cambia y el estado de necesidad se hace patente. La condena menor es apenas el preámbulo final de un regreso renovado.
Entre ambas historias se suceden otros nueve cuentos, todos ellos premunidos de giros tan inesperados que parecen de fantasía, como «El cuenco de té de Tanata», centrada en un robo menor que por azar conlleva una pieza centenaria de museo. Otra de amor fraternal como «El violonchello», un relato terrible que conlleva el despotismo paterno, la relación de protección entre dos hermanos que sobreviven a todo, menos al destino enfermizo de uno de ellos y que desemboca en un crimen “piadoso”, una forma de extraña eutanasia que pareciera justificarse ante los demás.
Luego están «El erizo», una parábola de sabiduría; «Suerte», una historia remitida al abandono marginal de inmigrantes en Hamburgo; «Summertine», donde Abbas, uno de los personajes, árabe, es salvado de un ajusticiamiento por el amor de su pareja, quien se prostituye para saldar una cuenta de aquél con la mafia, sin que Abbas lo sepa, hasta que termina muerta y se culpa a su cliente único y habitual, un acaudalado hombre de negocios; después, desfilan «Verde», un joven que asesina ovejas y le saca los ojos; «Legítima defensa», un raro individuo que responde de fría y brutal modo ante la agresión de unos jóvenes nazis de cabeza rapada; «La espina», que da cuenta de un vigilante de un museo que se obsesiona con la supuesta espina que un joven tiene en un pie desde su estatua de mármol; «Amor», el relato de un adolescente que tiene una extravagante inclinación por los cuerpos femeninos.
En suma, un libro veraz y sorprendente, escrito con la concisión propia de un narrador certero, que expresa cada hecho con maestría y deja al lector con el volumen en la mano, pensando en las eternas miserias de la raza humana y en sus —también— pocos, pero existentes actos que la ennoblecen.
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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes. Entre sus obras destacan las novelas Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y finalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).
De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: El escritor y jurista alemán Ferdinand von Schirach (1964).