Covid-19 y gobierno empresarial: La soberanía trágica de la comunidad

El interés de rememorar hoy a Edipo parte de la coincidencia de dos sociedades civiles enfrentadas a una enfermedad: la peste en el caso de la Tebas de Sófocles, y la pandemia del coronavirus en la actualidad nuestra.

Por Jorge Cáceres Riquelme

Publicado el 21.4.2020

En El problema de la Ilíada: dialéctica de la moral pre-política, un bellísimo texto sobre el poema homérico incluido en el volumen La ética de los antiguos (Editorial Síntesis, Madrid, 2005), el historiador italiano Mario Vegetti da a entender que el héroe épico y la comunidad son dos instancias que se niegan mutuamente: el héroe impone una soberanía ilimitada mediante su fuerza individual (la cólera de Aquiles, la destreza arquera de Ulises), en tanto que la comunidad exige el apego a la ley y los valores compartidos. En la épica, el héroe se impone a la comunidad.

Caso contrario es el de la tragedia. Leyéndola a la luz de los planteamientos de Vegetti, se puede concluir que es la comunidad la que se impone al héroe trágico: son las leyes, el bien común, los que terminan imperando sobre la fuerza o la voluntad individual. Esa es justamente la tragedia de Creonte en Antígona, quien acaba despojado de su familia y su gobierno por ejercer una tiranía que atenta contra las leyes divinas, las más beneficiosas para la ciudad. Y es en parte la tragedia de Edipo. En parte, porque Edipo vive dos tragedias simultáneas, aunque entrelazadas: una individual, la de su propia biografía, que va desde la muerte del padre hasta el nacimiento del hijo; y una pública, política, que exige expulsar del cuerpo social al asesino de Layo. Saber lo primero llevará a lo segundo. Saber lo primero causará la ceguera de Edipo; saber lo segundo, su destierro. Esa es la peripecia de Edipo, su tragedia individual, pero que tiene, como contraparte, la salvación de la ciudad, de la comunidad.

La expulsión del asesino de Layo es necesaria para salvar a Tebas de la peste que está aniquilando a sus habitantes. Así lo anunció el oráculo de Apolo y así lo dictaminó Edipo, gobernante entonces de la ciudad: “Mando que todos le expulsen, sabiendo que es una impureza para nosotros, según me lo acaba de revelar el oráculo pítico del dios”. Es una lógica inmunitaria, cierto, pero que antepone lo colectivo a lo individual. De hecho, llama la atención que el argumento de Edipo para doblegar la reticencia del adivino Tiresias a confesar lo que sabe —que él es el azote de la ciudad— sea el bien común: “¿Quién no se irritaría al oír razones de esta clase con las que tú estás perjudicando a nuestra ciudad?”.

Sabemos que la reacción de Edipo ante la verdad de Tiresias es airada, expulsándolo del palacio; y sabemos que luego acusa a Creonte de confabular en su contra, rozando la tiranía. Pero también sabemos que, a pesar de que la indagación de la verdad lo pone en el lugar del culpable, Edipo nunca rehúye de su propio dictamen. Ya ante la revelación de Tiresias y el anuncio de su caída, había respondido: “Pero si salvo a esta ciudad, no me preocupa”. Y hacia el final de la obra, es él mismo quien pide a Creonte su destierro: “En cuanto a mí, que esta ciudad paterna no consienta en tenerme como habitante mientras esté con vida, antes bien, dejadme morar en los montes…”. El bienestar de la comunidad se antepone al bienestar individual, aún cuando el destino del héroe trágico sea la miseria y la errancia.

El interés de rememorar hoy a Edipo parte de la coincidencia de dos comunidades enfrentadas a una enfermedad: la peste en el caso de Tebas, la pandemia del coronavirus en el caso nuestro. Pero va mucho más allá de eso. Es el actuar político, público, de Edipo el que adquiere mayor relevancia, porque pone en el tapete una pregunta vital (en el pleno sentido de esta palabra): nuestros actuales gobernantes, ¿pueden interpretarse como una actualización del personaje trágico? Más precisamente, ¿han sido capaces de anteponer el bien común al bien individual o sectorial? ¿Han sido capaces de desterrar sus intereses políticos y económicos de la ciudad, de sacrificarlos por el bienestar de la comunidad?

En otras partes puede que sí; en Chile, cada vez se me hace más evidente que no. Cuando escucho a ciertos economistas decir que: “no podemos matar toda la actividad económica por salvar las vidas”, o que: “no podemos seguir parando la economía, debemos tomar riesgos, y eso significa que va a morir gente”; cuando el Ministro de Salud prefiere arrendar Espacio Riesco (el apellido no es insignificante) y comprar camas a precios elevadísimos, en lugar de apropiarse de centros de salud privados (no olvidemos que estamos en un estado de excepción); cuando el Ministro de Educación se obstina en que las clases presenciales se reanuden justo en el momento en que los contagios aumentarán; cuando el Ministro de Economía considera inadmisible la prohibición de cortar servicios básicos a la gente, a pesar de su aprobación casi unánime en la Cámara de Diputados; cuando el gobierno promulga una “Ley de Protección del Empleo” que deja sin salario a cientos de trabajadores, mientras que resguarda las utilidades multimillonarias de las grandes empresas (empresas del retail, como Paris o Ripley, se han acogido a esta medida); cuando la derecha intenta indultar a los genocidas de Punta Peuco (que más que una cárcel parece un resort); cuando los militares compran las mejores mascarillas del mercado al triple de su valor normal, y los carabineros al doble; cuando la televisión resguarda la identidad del evasor rico de la cuarentena, pero vuelve un espectáculo el rostro sin mascarilla del pobre…

En fin, cuando se es testigo de todas estas cosas parece muy claro que las prioridades gubernamentales no son las del bien común, no son las de toda la comunidad, sino las de una parte de esa comunidad. Una parte que opera según el modelo de la soberanía épica más que con el de la soberanía trágica.

Vegetti sostiene que la soberanía del héroe épico es ilimitada, por el hecho mismo de no estar sujeta a un control externo, pero puede ser desafiada por otro héroe de igual fuerza. ¿Debemos, entonces, esperar la salvación de parte de una fuerza similar? ¿Quién podría ejercer una fuerza igual o superior a la del gobierno empresarial que tenemos? ¿Debemos seguir rigiéndonos por el modelo de la soberanía épica? ¿No podemos luchar a favor de una soberanía trágica?

Y con todo ello no me refiero a la necesidad de un gobernante ideal, un héroe trágico, un nuevo Edipo (que tampoco era muy ideal que digamos), sino a una solidaridad basada en intereses comunes, que priorice lo comunitario, lo común, por sobre lo personal o sectorial. Entendida así, quizá la tragedia no sea tan terrible, porque en la tragedia es la comunidad la que se impone al héroe individual; y una tragedia de este tipo se viene representando en el escenario chileno desde hace ya más de seis meses.

 

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Jorge Cáceres Riquelme es doctor en literatura. Sus investigaciones abordan la literatura colonial chilena e hispanoamericana, y los cruces entre literatura y política. Actualmente es investigador responsable del proyecto FONDECYT 11190575 “Descentralizada, global y residual: la Ilustración en el Reino de Chile (1774-1803)”.

 

«La ética de los antiguos», de Mario Vegetti (Editorial Síntesis, 2005)

 

 

Jorge Cáceres Riquelme

 

 

Imagen destacada: Gobierno de Chile.