La trilogía de «El planeta de los simios»: Tres historias de símbolos y de pandemias

Preguntas existenciales como el sentido de la evolución, la supervivencia del hombre en el dominio de la Tierra —formuladas a través de un collage de inteligentes citas artísticas e intertextualidad cinematográfica—, son las que plantea quizás la mayor franquicia audiovisual y literaria en la historia del género de la ciencia ficción, mediante sus precuelas estrenadas al público durante la última década.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 10.5.2020

“Yo me levanto, tú caes”.
Transformers 2

El pólice o dedo pulgar es el padre de la etapa más importante en la historia del planeta. Básicamente porque se volvió oponible a los otros cuatro dedos dando origen a la mano. ¿Qué animales tienen pulgar oponible? El koala, la comadreja o zarigüeya y la mayoría de los antropoides (se suele incluir en el listado al panda, pero éste tiene un dedo supernumerario que hace las veces de pulgar). Esta característica sirvió para el desarrollo del sistema nervioso y con él el lenguaje entre los seres humanos.

Con los pies se liberan las manos y al liberarse la mano se alivianó el trabajo muscular en cuello y boca y pudo desarrollarse el aparato de fonación. Mientras tanto, entre manos y sistema nervioso la cosa iba cada vez más aceitada hasta que entonces fue el turno de que apareciera el tercer elemento que cierra el circuito: el lenguaje… y todo gracias a los pies. Así nace el Hombre como especie… o habría nacido, según las argumentaciones más firmes de la antropología y la teoría de la evolución. Aunque el tema central que nos interesa hoy es la evolución. Y el vehículo de análisis, en nuestro caso, será el cine.

La evolución es un campo especialmente fértil para la ciencia ficción porque ambos son procesos —reales e intelectuales— con pocos vínculos con lo estático. Aunque la “ciencia ficción” tiene algo de oxímoron, desde que la ficción no encaja con la necesidad de hechos de la ciencia, pero sí en la ciencia es fundamental la imaginación, la intuición y otras disposiciones no racionales de la mente. Nos referimos a la franquicia de El planeta de los simios, cuyo título original era Planet of the apes (basada en la novela homónima de Pierre Boulle de 1963, muy reconocido tras el éxito de su novela, también llevada al cine, El puente sobre el río Kwai).

Tanto entre los encargados de la traducción como en el propio inglés se remarca la diferencia entre “apes” y “monkeys”. La diferencia no es tan necesaria entre otros hispanoparlantes latinoamericanos para quienes los monos incluyen tanto a los “monkeys” como a los “apes”. Pero se hace necesario, sin embargo, entender que la diferencia reside en la distinción entre monos y monos antropomorfos. Los monos en tanto que “monkeys” son todos los monos que no son antropomorfos, mientras que éstos, los “apes”, son los chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes: los que más se parecen a los seres humanos.

De hecho, genéticamente hablando, sabemos que la similitud entre los genes del chimpancé y del Hombre es del 98,4%. Sólo hay un 1,6% de diferencia, algo que es, realmente, muy poco. Aunque en 1968, cuando se filmó la película original bajo la dirección de Franklin J. Schaffner, se trabajó bajo la perspectiva visual: siempre inquieta la mirada de un mono (“monkey” o “ape”), porque su mirada es muy parecida a la nuestra.

Con esta impresión en la mente —adquirida por la mayoría de nosotros más que en las láminas de textos, en los zoológicos— es la fuerza inicial con la que arranca la maquinaria lógica de El planeta de los simios: son tan parecidos a nosotros que parece faltarles muy poco para reemplazarnos, y ahí es donde comienza a tallar la herramienta científica de la evolución: evolutivamente no es del todo descabellado.

¿Qué les falta? Básicamente pies y nalgas. Los pies que liberan a las manos, en la secuencia que vimos al comienzo, y las nalgas que actúan como giróscopos: dos grandes masas de músculos y grasa que le permiten la completa bipedestación y la completa movilidad y agilidad al cuerpo: un mono gira sobre su eje vertical con cierta dificultad, mientras que el ser humano, a partir de sus grandes posaderas, se convierte en trompo y es capaz de girar como un bailarín o por lo menos se puede dar la vuelta rápidamente si oye que alguien lo llama por detrás o intuye algún peligro.

 

Charlton Heston en «El planeta de los simios» (1968), el filme que inaugura la franquicia

 

La saga y la historia

La trilogía de El nacimiento del planeta de los simios (Rupert Wyatt, Rise of the Planet of the Apes, de 2011), El amanecer del planeta de los simios (Matt Reeves, Dawn of the Planet of the Apes, de 2014) y La guerra del planeta de los simios (Matt Reeves, War for the Planet of the Apes, de 2017), es la trilogía final de una franquicia que había comenzado en 1968 y que funge de precuela a la saga. De modo que en esta línea del tiempo, precaria —porque nunca estuvo muy trabajada en este sentido—, las tres primeras de la línea del tiempo son las tres últimas filmadas.

Luego sigue la primera del 68 (no se cuenta la remake de Tim Burton del 2001), con dos guiones, el primero de los cuales fue parcialmente reemplazado y que pertenecía nada menos que a Rod Serling (el guionista de La dimensión desconocida). Le sigue Regreso al planeta de los simios de 1970 (dirigida por Ted Post). Hasta aquí la secuencia mantiene cierta coherencia. Pero en Escape del planeta de los simios (1971), se abre una nueva línea de tiempo porque un grupo de monos inteligentes regresa antes del nacimiento de César, que será el que los liberará en la línea original… pero donde hará falta un César nuevo que requiere, a su vez, de una diferente línea temporal.

¿Cuál es la naturaleza del hilo de la historia? Arranca con la ciencia ficción, pero la influencia de este género no sería, en verdad, muy extensa. Es cierto que los monos que hablan son un hecho de ciencia ficción, pero sus personalidades humanizadas y especialmente el carisma que va adquiriendo el héroe César, en la muy graduada progresión del relato, termina haciendo de las tres películas, un cine de personaje.

La cuestión es que en la búsqueda de un remedio contra el Alzheimer, un científico elabora una droga que viene probando entre los grandes monos, cuya base activa es un virus que tiene el efecto de aumentar el número de neuronas y de conexiones interneuronales —para combatir el mal de Alzheimer— pero con una imprevista derivación, al causar un tipo especial de gripe humana (la “gripe de los simios”) que, portada por un piloto de aerolíneas, gatilla un efecto de cascada alrededor del mundo, y la Humanidad comienza a extinguirse.

Entre el final de El nacimiento… y el comienzo de El amanecer… (primera y segunda partes de la trilogía) asistimos a una réplica casi exacta de nuestra situación actual con el coronavirus: la difusión del virus por el exceso comunicacional, así como los pedidos de aislamiento, imágenes de multitudes con barbijos, mensajes presidenciales, etcétera. La diferencia reside en el mayor potencial destructivo de la partícula vírica y en el hecho de ejercer un efecto progresivo sobre la inteligencia de los simios, afectando hasta su propia genética.

Lo estrictamente de ciencia ficción, como insinuamos, acaba allí y el protagonismo más histriónico de las tres películas termina recayendo en César, interpretado —tras efectos especiales hacía poco perfeccionados— por Andy Serkis en el trío de créditos, y esto debido a que era el primer actor —según el realizador Rupert Wyatt— en dominar plenamente la técnica de la captura de movimiento. Con sólo un ligero toque de “humanización” anatómica en los ojos, César puede expresar toda la hondura dramática que no aparece en los otros personajes.

Entre éstos destacamos, principalmente a Maurice, un orangután macho (Karin Konoval), Toba (Toby Kebbel) y Rocket (Terry Notary), además de sus antagonistas humanos: el científico Will Rodman (James Franco) en El nacimiento…, Malcolm (el australiano Jason Clark) en El amanecer… y el Coronel (el siempre excelente Woody Harrelson) en La guerra… Hay referencias externas al cine: el nombre de Koba para el mejor amigo de César, que luego se rebelaría, era el apodo elegido por J. Stalin durante la rebelión de Georgia, pero en cuanto a guiños a otras películas, son identificables algunos.

En El nacimiento… reconocemos el sitio (bosque de Muir Woods) donde se filmó una escena central —romántica y enigmática— de Vertigo, de Alfred Hitchcock (1958), entre Kim Novak y James Stewart. Unos guiños más o menos directos a la película original aparecen, por ejemplo, en los nombres de personajes secundarios como Stewart, Dogde y Landon que refieren a los miembros originales de la “Icarus”, la nave que trae también a Taylor (Charlton Heston).

“Ojos claros” es el apodo que recibe la madre de César y es el mismo que la Dra. Zira le da a Taylor en el filme original. La niña afectada por la mutación final del virus (que se convertirá, con el tiempo, en poco más que animales a los humanos) se llama Nova como la humana que acompañará a Taylor (Linda Harrison) y el orangután con el que César entabla amistad se llama Maurice, en recuerdo del actor que interpretó al Dr. Zaius: Maurice Evans.

Otras ocasiones de evocación: en un momento, César juega con una pequeña réplica de la estatua de Libertad. Se asiste como “al pasar” al lanzamiento de la nave Icarus y a su posterior y misteriosa desaparición. Heston aparece en el televisor que está mirando —con simiesca expresión— el asistente de la guardería de monos, interpretado por Jamie Harris, en un fragmento de Los diez mandamientos (1956), de César DeMille.

La frase que Brian Cox grita en su papel del desalmado guardia Landon: —¡Quítame tus sucias patas de encima, mono asqueroso!, es la que exclama Taylor al ser atrapado durante su primer intento de huida de la ciudad de los simios en la cinta primera. César “manguereando” a Cox recuerda la escena donde Taylor recibe un trato similar en la versión original gritando: —¡Ésta es una casa de locos! En cuanto a gritos, el grito feroz del gorila sobre la cara de un policía, durante la primera batalla en el puente de San Francisco, trae a la memoria la escena central de El oso de Jean-Jacques Annaud, de 1988, cuando el animal le ruje cara a cara a su perseguidor para reclamar “que lo deje en paz”.  

A su vez, Los diez mandamientos (César B. DeMille, de 1956), El puente sobre el río Kwai (David Lean, de 1957) y Patton (Franklin J. Schaffner, de 1970) fueron tres grandes usinas de inspiración para Matt Reeves para su Guerra del planeta de los simios, según él mismo confesara, sintiendo lo mismo con Apocalypse now (Francis F. Coppola, de 1979). En este último caso, incluso, la referencia es más directa a través del personaje del Coronel que lleva adelante Harrelson. Así, completamente calvo, refugiado en un enclave siniestro, apenas iluminado con amplios contrastes de luz y oscuridad y gestos de lentitud serpentina, además de sus rasgos psicológicos, convierten al personaje de Harrelson en un coronel Kurtz en miniatura, pero no por ello menos tóxico e imponente.

Cuando, con lo último que le queda de humano, toma el arma que sostiene César para que éste le dispare en la frente, recuerda por un instante a los momentos finales de La mosca de David Cronemberg de 1986… Y no sólo también es buscado por sus pares humanos para ser asesinado, sino que en las cañerías subterráneas por donde se destejen las maniobras de escape de los monos, está escrito en aerosol el juego de palabras legible en inglés: Ape-pocalypse now… En fin: todo un andamiaje de cine montado a través del cine para darnos cine: entretenido y aleccionador…  ¿Aleccionador?

 

Fotograma de «El amanecer del planeta de los simios» (2014)

 

La tragedia de la evolución

“¡No!”, le grita César a su malvado cuidador Cox, hablando por primera vez y dejándolo mentalmente congelado, como congelados quedaron los monos al escuchar el primer grito de Taylor. Y no es casual —desde un punto de vista lógico— que un adverbio como “No” sea lo primero que acontezca en su transformación desde chimpancé a chimpancé casi humano. El lenguaje, después de todo, es una digitalización del pensamiento y el agente digitalizador por excelencia en el pensamiento humano es la negación digital.

Es artificioso: no existe en el entorno humano ninguna discontinuidad de ningún tipo, pero es práctico: transforma el entorno continuo en cosas independientes entre sí que se vuelven manejables, haciendo manejable el entorno… aunque luego pase toda su vida tratando de reunirlas a través de la ciencia, perdiendo mucha información sobre la totalidad por el camino y generando el peligro de que se desarrolle demasiado la ilusión del “tener” esas “cosas” alucinadas.

La teoría de la evolución es un claro ejemplo de este intento de la ciencia por reunir a las especies —antes digitalizadas por el Hombre— en un proceso continuo. Lo que le resulta difícil de entender al ser humano es que ha llegado a un nivel de abstracción donde hasta ese artilugio mental de la evolución forma parte del propio proceso evolutivo.

En otras palabras: se suele decir que el Hombre puede administrar su propia evolución, pero no se alcanza a ver que esa “administración” se da en la misma “vida más entorno” (otra digitalización empobrecedora) a la que no podemos dejar de pertenecer. Que la vida se piense es el desafío lógico que enfrenta la evolución. ¿Es la evolución algo que le pasa al Hombre o es la vida, a través del Hombre, la que elabora el concepto de evolución como otro intento empecinado por controlar el entorno a través de esa ficción mental?

Es algo a lo que sólo los artistas pueden darle una respuesta… respuesta que sólo intenta liberar al entorno de su fantasmagoría de “objetos”. Y volviendo al cine y a su planteo de ciencia ficción, podemos entrever una mezcla satisfactoria de ambas perspectivas. La saga de El planeta de los simios plantea la pregunta acerca de si hay realmente un proceso de evolución en el trasvasamiento del control sobre el mundo, pasando éste del Hombre al mono antropomorfo… Después de todo, en la trama de esta franquicia, el control de la entorno pareciera ser el único objetivo que la evolución se encargó de armar tras los excesos humanos que los guionistas (Rick Jaffa y Amanda Silver en El origen…; Mark Bomback y Rick Jaffa en El amanecer… y Mark Bomback en La guerra…) se encargan de denunciar.

Existía la eventual posibilidad de que los seres humanos se extinguieran y que los simios no se hicieran una suerte de parodia de los humanos (con más pelo y sin nalgas) sino otra cosa, no sabemos qué. Pero no tenemos otro referente más absoluto de la realidad biológica del planeta que no seamos nosotros mismos. Terminamos, entonces y quizás, dándole la razón a Henri Bergson para quien el objeto final de la evolución era el Hombre y que éste era, entonces, el “non plus ultra” de la Creación.

Incluso podemos preguntarnos acerca de si realmente tiene un objetivo la evolución… si hay una diana que se persiga o si es un proceso aleatorio. Si hay un alquimista secreto —trascendente— que dirige el proceso o se trata de un empuje ciego que llevó a los monos a adueñarse del planeta. Sin embargo, si trazamos una transversal que permita desentrañar cómo el Hombre accede a la consciencia, vamos a ver cómo, poco a poco, tras incontables intentos ciegos, éste ha pretendido colonizar con su sistema nervioso cada espacio nuevo que descubría y para ello creyó necesario vencer la resistencia de los que habían llegado antes, sean cuales fueran las especies y sus desarrollos y expresiones. Y para ello siempre hizo uso de la fuerza, violentado a los otros y violentándose a sí mismo hasta lograr objetivos espectrales, pagando el alto precio de la destrucción y el sufrimiento por algo que se extingue en cuanto nos apagamos nosotros como seres vivos.

Eran los 60 cuando comienza esta aventura de imaginar a un mundo que pasa a ser dominado por monos, a través de una Naturaleza a la que creíamos bajo nuestro inapelable control. Un control nacido en la ridícula pretensión de tener un derecho que creemos nos da el poder hacer lo que nos venga en gana sin reparar en las consecuencias. Eran los 60, cuando Occidente se plantaba por primera vez ante su propia supervivencia bajo la amenaza atómica.

Y ahora, cuando esto se escribe, estamos siendo atravesados como por un alfiler entomológico sobre una plancha de corcho, por la naturaleza inhumana que nos genera, nos rodea y, por lo visto, nos define, a través de un virus, y en nuestras respectivas comunidades nos sentimos paralizados por el miedo.

No somos inmortales ni todopoderosos, apenas si tenemos a nuestro favor la estabilidad relativa que le da al planeta la vastedad del Cosmos como para que el sol siga saliendo por el Este cada mañana. No demos por sentado nunca que el sol saldrá mañana: sólo demos gracias a algo trascendente si vemos que esto realmente está sucediendo mañana por la mañana…

 

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Tráiler 1:

 

 

Tráiler 2:

 

 

Tráiler 3:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: El actor Andy Serkis en El nacimiento del planeta de los simios (Rise of the Planet of the Apes, 2011).