El último libro del autor chileno, que al decir de la crítica institucional inauguró la poética santiaguina de principios del siglo XXI, es un recorrido verbal y de imágenes —en un viaje creativo y multidisciplinario que se extiende desde Tijuana hasta Punta Arenas— donde el hablante busca “agarrar la vida”, y el cual, en el juicio de nuestro redactor: «constituye una de las muestras de la literatura que subsistirá…».
Por Nicolás López-Pérez
Publicado el 25.5.2020
Todo lo que escriba aquí no supera lo que está anotado en un papelito que no logré encontrar. En ese papelito, unos apuntes que tomé a medida que leía algunos poemas que imprimí en tamaño carta de “Punta de Lobos”, un trabajo que Juan Carreño (Rancagua, 1986) publicó el año 2017, y que hoy ya es una suerte de reliquia-apéndice de este Paramar. Estos son los siete accesos que seleccioné, pensando que se parecen al papelito ese.
I
Me tinca que más que por los Compro fierro (2006) y Budnik (2016, 2018), al Juan lo conocen por la fractura de las palabras que quedan tras la vida y que han sido conducidas por esos dos títulos y otros que editaron Das Kapital y Ajiaco. A todo eso le han puesto adjetivos pocos felices, en realidad. Quizás es algo parecido a una confusión entre los materiales de construcción, el lugar y la voz situada desde donde poner el bisturí de la escritura, y cómo se abre la cajita de herramientas para ir diciendo, haciendo y soñando. Lo marginal como un vector o una dialéctica negativa.
Tampoco me parece que hablar de Juan Carreño sea reducir su pega a la población o a lo que más representa en sus resultados de texto y sintaxis. Con todo, ¿qué encontrar en esas palabras? Recortes. Procedimientos. Intervenciones del traqueteo frente a lo poético, a lo fascinante, tomar dos o tres chauchas de sentido y llegar a otro lado. Pedazos de emociones que se anidan a las palabras para buscar un espacio y abrirse paso en la experiencia de decir aquí tal, aquí cual, aquí quién, aquí pronombre y tu nombre. Una casa para un viaje o al revés. Cortometrajes, documentales y algunas epopeyas de individuos anónimos que escriben muy parecido a uno, pero con otra voz.
O tal vez no encontrar nada que se parezca a lo que acabo de decir. Sino todo lo contrario. Una contradicción entre lo vital y el apunte (o el despunte) mismo. Una desconfiguración y disloque del diario, de los fotogramas que son un retorno inevitable al color y a la cámara en el hombro. El estilo y el registro son lo de más y lo de menos. Las imágenes van más o menos pegadas al espejo retrovisor de una combi, a la rueda trasera de una bicicleta, a una tele prendida de madrugada en un canal cualquiera, a un suspiro de amor que da y quita. Todo tan in media res, con greda —de la que haya en la paquetería— para moldear una figura, sin condescendencia, de lo genuino que va pasando, y pensar que una crónica pueda ser un animé con personajes cuya existencia se ignora (o menosprecia) en el paisaje, porque estamos anquilosados a preguntar de dónde viene tal o cual y respondernos lo más rápido posible, ¿estamos tan miopes que no podemos desconfiar de las imágenes y de las palabras? Tarea para la casa: un ejercicio con la nitidez y el contraste que logran las cosas dispuestas en el plano. Abre Paramar en una página cualquiera y prueba.
II
¿Cómo se puede leer Paramar? Como un cuaderno de guiones, de borradores, de apuntes, de un diario que se va registrando con el rec de una cámara a mano. O de un celular. La calidad de la imagen es cortesía del ojo del poeta. Carreño ve el ojo que no ve. Contra toda interferencia, ve. Así habla ese extravagante inicio del poema de los siete tagadás, titulado “ESTANDO YO JUAN EN MI CELDA EN LA ISLA DE PATMOS ACOMPAÑADO POR SAN GIORDANO EL GRIEGO LOCO Y OTROS INFRACTORES A LA LEY DE CULTO, TUVE UN ACCESO Y ESTO FUE LO QUE VI”. En el acceso: «vi 7 tagadás / tagadás luminosos / 7 tagadás al unísono / y los drones se elevaban como ángeles / sobre nuestras numerosas visiones».
El tagadá es un emblema de los juegos que se instalan en las playas. Unos gigantes de fierro y colores que se roban la película y la luz de una noche cualquiera. Después de las primeras imágenes del acceso, las cosas se van revelando a los ojos de quien va leyendo, un monólogo que sigue zumbando en el oído y va tirando en tecnicolor visiones, símbolos, sensaciones que se sostienen sin la narración, sino con la medida del ojo. Juan, isla de Patmos, ¿en una celda? fotogramas, revoluciones por minuto, una cabeza que va proyectando ya no el montaje, sino un trance de plano–contraplano. Te están hablando a ti, la mirada se transmuta en voz. Con el plano–contraplano, en la idea de Harun Farocki, hay continuidad y ruptura, y se manipula el tiempo del relato. Leer tal vez todo esto como una viñeta que no tenga esa estructura aristotélica, ya saben principio–desarrollo–clímax–desenlace, ¿o llegamos tarde para cachar que la poesía no es un espectáculo lineal?
III
Que la poesía no se parezca a la poesía —y no deje de serlo— como robarle un color, un sueño, un suspiro o un trago del mejor brebaje o del brebaje que alcance (como el poema), tambalearse en un espacio, un mapa donde el verso va funcionando como un montaje para probar una secuencia que obre en favor de un par de reversos, que desoculten una zona de la realidad. Algo así en “estoy en Pichilemu”: «fetal en la playa abrazo mis piernas / y Punta de Lobos / para los que no somos surfistas / es un barranco / donde suicidarse / allí mis tíos le venden marihuana / una mezcla de té y tierra de hojas / a los cuicos pendejos de Santiago».
O en “me gustaría ser la reiteración de una imagen animada de radio lofi en la que tú y yo hagamos correr las páginas de un libro bajo un quitasol luego de salir del mar”: «un escolar / que en su primer verano luego de la infancia / camina las rutas menos directas / para llegar al mar / para llegar a Punta de Lobos / y suicidarse». O en “caída y decadencia de los padres”: «es que anduve sin zapatos / que sólo tuve hambre y una madre / y al campo y al cerro donde sería bueno morir (…) lo que estamos haciendo / no es lo que querían los papas. O en “estás en la caja de una camioneta Ford f-100”: estoy en Codegua escupiendo adentro de un pozo / en Nancagua incómodo por la riqueza de un tío fascista / tiene piscina, tiene helados y nos dice / que estudiemos / prevención de riesgos».
A veces hay espacio suficiente para reclinar la cabeza en uno de estos poemas y poner un espejo para pensar en lo que más se parezca a lo material de una voz y que sude autonomía en la medida que su ritmo sea cine, sea poema y nunca sea cine. Y que nos vaya diciendo lo otro de lo mismo, de un prójimo que está más cerca que lejos.
IV
Grabar películas, en verso, y de ahí ir cambiándolas de lugar, de soporte, como un guion, una crónica, lo que alcanza a quitarle obsolescencia a esos momentos cinematográficos que se nos pasa grabar, sé es una grabadora, una cámara, un teléfono con todas esas funciones… la posibilidad de reproducción una y otra vez, en eso el libro es pionero y cómplice de la cabeza. A veces de viaje, otras al descubierto de la propia miseria puesta en evidencia. Una lectura para los adentros con lítost, el ruido acuñado por Milan Kundera.
En el verso, excepcionalmente en prosa, una falta de mayúsculas (salvo algunos nombres propios), falta de puntuación. Esperen, ¿dije falta? ¿Y no mejor ausencia, abandono? La respiración pasa por los espacios que no van rellenados con ese dejo de caracteres que no son palabras ni letras articuladas en algo conocido. La puntuación como un mal chiste para que se pueda respirar de la misma forma. Algo anticuada, no sé. Falta como otra manera de decir deseo. La falta en lo material, en lo espiritual. Si algo falta, no lo diga, tráigalo. Paramar tiene algunos agujeros de luz escarlata. Poemas de amor, declaraciones de romance en un papelito que se dobla y se guarda en bolsillo de alguien más, fantasías tras un recuerdo, fantasías a que lleva un lugar o a que llevan las posibilidades de ir soñando: «Amor, amor, dónde oí esa palabra antes? se roba la película antes de entrar en materia, una frase colada en un verso, una nueva forma para amar».
Arritmia, taquicardia, señal de que el corazón está funcionando. El amor es somático: «porque es primera vez que nos besamos / y es primera vez que vemos estas plazas / para escribir te amo y seguir arrancando / en la búsqueda / desde Ulán Bator / te enviaba audios de la lluvia de los truenos / de los aviones que pasaban tan cerca por donde caminaba». Amar, como verbo, se lee mejor en movimiento, en gerundio. Algunas ¿pistas? “popurrí de Hasta que te conocí”, “Amanda” “romance en Durango”, “ceylán”, “al sol, licores suizos” o el poema “paramar (noche en la ciudad). ¿Y dónde oí esa palabra amor? De sopetón me voy a mi cerebro, ahí se asoma el manifiesto “una bofetada al gusto público”. 1912, en gustos hay ene escrito, y unos compás diciendo: “Quien no olvida su primer amor no vivirá el último.” Tengo un déjà vu al escribirlo.
V
Me quiero meter con el relato del cine, pero a Budnik ya llegué tarde. Ando hablando cabezas de pescado, rimando con el Paramar lo que va y viene, a una velocidad que ya estoy en la página cero o en la portada con esa foto de los tres cabros juntando sus espadas bucales y al rato, pidiendo la cabeza de carlos pinuer. Así es el viaje: una pilsen de paso en Malloa; un pique en cleta hasta entroncar por santa Rosa para llegar al centro de la metrópolis chilensis; un viaje de polizón por algún rincón de la comandante Latinoamérica; un trayecto por una carretera cualquiera o entre pueblos o entre ciudades bien in media res hablando los personajes, pasando el paisaje una y otra vez, mirando pegado al vidrio y asociando —con la velocidad que ponen los nervios y las ideas que tengo en la cabeza, como si fuera una gran enciclopedia, un repositorio de sentimientos— una cosa con otra para cambiar la cabeza de lugar. La epifanía que ocurra se va al papel y no, no es una novela, es un cortometraje que se acaba cuando queremos que se acabe. A veces al final de la página, al término del poema o con el corte del director en calibri 11, ¿o no?
Llegué tarde con el rollo del cine. Budnik tiene que ver con esa forma de hacer cine, de rediseñar la vida entre planos y con la carne que un libro solo pone en forma de sintaxis hasta que se topa con la realidad. Lo interesante de ese libro —si me permito otro desvío— está en ir hacia una consciencia de lo marginal, de encontrarse en el margen de algo, que ello sea clavos y martillos para ir levantando casas y aumentando los espacios del mundo a seguir habitando.
Una pequeña revolución que trae el cine como ocurrió en la Rusia después de la revolución de 1917. Vladimir Mayakovski, las orgías del tiempo y la imaginación como acelerador del lenguaje poético. Para decir algo, para concebir el mundo y quedarse con algo. No sé, el rodaje, el material en bruto para intervenirlo. Ojo ahí, el decálogo del rodaje de Dziga Vertov desde lo instantáneo hasta la concentración de los procedimientos, pasando por lo silencioso del acto de filmar, de que sea posible en cualquier lugar y tenga un sonido bien cuidado. Ojo: la escritura espontánea. Ver es decir, el libro chorrea en “meta full jacket”: «no al realismo / la descripción es inerte / si eres realista / poeta / interviene tu base / afuera los carros con carne / siguen fríos y crudos / y los mortales / pagan por entradas / para el cine».
Los pasos de la producción cinematográfica y a intervenir lo que venga. El poema como ¿el arte? del movimiento. El poema como un pequeño cine. Ese pequeño cine como un vector. Lo que lleva dentro, cruzado, ética y estética, yuxtaponiéndose en la tensión e incertidumbre. La belleza de la tensión y me acuerdo de un texto sobre una teoría del montaje en el poema.
VI
Un vídeo en tres dimensiones, como un libro. Me pasa que los versos, saltos de línea, me parecen el flujo con el que se va un guion entre una permanencia prolongada ¿sin término? en un estado, a veces fatal, otras metamorfoseándose en un habla que no es la del castellano reglado y que no pasa piola en el Word, al contrario, un texto con muchos subrayados en rojo. El habla pura y simple, santa, democratizada, en dignidad. La lectura como conducir por un asfalto precario evadiendo los miguelitos y la escritura como una edificación de un choreo, de una alevosía de hacer pública la lucha que ya es privada. Una contra a la aporofobia de cabeza.
Una película de una carretera perdida, en varias partes. Sacando la cabeza y la lengua mientras viene la nada del paisaje a toda velocidad. Una escena es el desierto, otra la playa. Después entrando a una ciudad nueva. En otra calidad, como un cualquiera. Al igual que Jaime Pinos en su comentario a Paramar, se me viene a los sesos el poema “Los neochilenos” de Roberto Bolaño. Aunque lo paladeo y voy pensándolo más como una forma de empelotar el realismo con que la realidad achica, que nos presta una falsa confianza en las imágenes porque se parecen a las cosas que conocemos, que conocen los otros que conocemos —no tan de cerca— y que nos atrapan en pequeñas burbujas donde, sí, somos leídos por un algoritmo.
Un portal por donde llama algo como literatura fantástica, cruzando realidad, ficción y poniendo los elementos físicos y químicos a jugar, no importa cómo se llegó al olor, sino el olor y lo que pasa entrando y saliendo de las fosas. Aunque pensando y confiando, encomendándose a las palabras o algo así, porque el lenguaje es lo último que nos va quedando libre, con el aire, la idea es desempeorarse de la rigidez que está ahí como centinela, paqueando. Para que no suene que el arte redescubre al sujeto ni quiera representarlo, sino decirnos que la reproducción de algo que perdimos se puede hacer mil y una vez, como una canción, un fuego artificial reflejado en los ojos de la Claudia Cardinale, ¿o mucho pedir?
De una u otra forma, urdir una fidelidad al footage de alguien, de una persona cualquiera pero específica, mezclada con un cóctel de experiencias y coleccionismo de ocasión, a ratos un poco de cultura pop (o afterpop) y referencias que tenemos en común tal vez los nacidos en ciertos lugares o después de ciertos años. A la sazón, ¿a quién le suena Capsulecorp o Namecuseí? De más que alcanzamos a juntar las esferas del dragón a ver qué pasa. «La aurora boreal es hermosa».
VII
“Me paso un vídeo en tres dimensiones / con un final feliz” y sigo volviendo a la canción de Los Prisioneros. Quizás de eso se trata la cosa, de cómo resuena el viejo Jorge, o de evitar soñar, olvidar soñar. Una anotación en un cuaderno hasta que se acabe el invierno. El invierno más extraño que hayamos visto pasar. Debes olvidar soñar este invierno. “Nos divertimos en primavera y en invierno nos queremos morir / será porque nos queremos sentir bien / que ahora estamos bailando entre la gente / será porque nos queremos sentir bien / que ahora todo suena diferente”, qué poeta es Charly García.
Escribir con primavera o escribir para que sea primavera. Escritura florida: ir a buscar los materiales para. “Intento de primavera”: «los muchachos en días de noviembre / son los niños Fruna y dos diez / fuman porro y beben energéticas / antes de evadir en los paraderos / y los ceros de la cordillera de la costa (…) quieren lengua, los muros al irse el sol / siguen calientes y la gente es violenta / golpean los espejos de las micros». Registrar, desterritorializar algo. Otro guiño a Farocki con eso que llamaba “significado implícito”, en lugar de forma.
Desde esa trinchera, desarrollar una sensibilidad para distinguir y asimilar una opresión simbólica presente en este (extracto de) poema y en otros que integran el libro. Una opresión simbólica que a simple vista no nos habla a través del verbo, del adjetivo, del adverbio, sino a partir del sustantivo que va abriéndose paso en la visualidad. Se puede cachar el tono de un poema, se puede discriminar el acierto o el desacierto, lo prematuro o lo rápido, pero si esos filtros están superados, ¿se puede discernir si la imagen es la equivocada en relación al texto? Off the record.
Paramar nos dice que esta es otra época. Y otra épica. Donde la pérdida de formas para ganar otras es un acierto del tiempo presente. Nunca habíamos tenido tantas posibilidades visuales de contenido como hoy. Si esto inquieta, pensemos en el auge de formatos cuya obsolescencia aún no llega y no se prevé que llegue pronto: el Bluetooth, el USB y la hiperregeneración o la neozona de los géneros literarios.
Carreño ensambló una hermosa máquina de postales del fin de siglo que hoy nos resulta más opaco y bucólico que nunca. Tal vez este libro constituye una de las muestras de la literatura que subsistirá. No por su trabajo en el entramado del lenguaje, esto es, de cómo puede ser leído un texto, sino de cómo uno puede ser leído por el texto. El libro solo muestra el camino por el cual un ojo va dejando sus lagañas. Y sus lágrimas.
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Nicolás López-Pérez (Rancagua, 1990) es poeta y abogado de la Universidad de Chile. Codirige la microeditorial & revista Litost, administra la mediateca de poesía “La comparecencia infinita” y sus últimas publicaciones son Coca-Cola Blues (Ciudad de México: Vuelva Pronto Ediciones, 2019) y Escombrario (Santiago: Contraeditorial Astronómica, 2019).
Imagen destacada: El poeta chileno Juan Carreño.