En enero de 2003 ideamos con Jaime Quezada traer al poeta nicaragüense —fallecido en marzo de este año— a la ciudad de La Serena, era muy difícil y menos sin dinero. Pero teníamos un motivo: tentarlo con una visita al valle de Elqui, a fin de que observara su magia cósmica, la ruta mistraliana y algún observatorio astronómico.
Por Arturo Volantines Reinoso
Publicado el 16.6.2020
Lo vi más que a Neruda y a Víctor Jara. Lo vi en la Feria del Libro de Santiago, donde conversamos animadamente; en la de Mendoza, donde solo lo vi pasar tapiado por afanadas poetas. Y en La Serena. Fue a finales de enero del 2003, a propósito de la XVIII Feria del Libro de La Serena.
Ideamos con Jaime Quezada traer al poeta nicaragüense a La Serena, en un café, en el Museo Gabriela Mistral de Vicuña cuando presentamos su Bendita mi lengua sea. Era muy difícil y, menos, sin dinero. Pero, teníamos un motivo: tentarlo con una visita al valle de Elqui; para que viera su magia cósmica, la ruta mistraliana y algún observatorio astronómico. Eureka.
Desde muchacho leí sus poemas. Me parecían notables. Especialmente, sus epigramas y su Homenaje a los indios americanos (1969). Abría un intersticio en el barroco latinoamericano. Se alejaba de Rubén Darío y de Neruda. Estaba más cerca de Parra.
Luego, seguí su ruta sandinista. Creo que su papel fue importantísimo; incorporó, con otros sacerdotes, el mundo cristiano a la revolución y llegó a ser ministro. Y, también, su decepción de la revolución, que dejó de ser revolución, y se convirtió en otra patria frustrada. Sin embargo, su poesía sigue siendo un estímulo para cambiar el mundo, para que Hispanoamérica no solo sea el patio trasero del capitalismo salvaje y enajenante.
Vino a la Librería Macondo. Se sacó una foto con mi compañera y los ayudantes. Luego, visitó La Recova y el centro de la ciudad. Al día siguiente, teníamos una conferencia de prensa en la municipalidad y una presentación en la feria del libro. Tuve que viajar a Santiago. Así que me lo perdí.
Pero, esa noche, con Jaime Quezada y un funcionario nicaragüense, cenamos en el Hotel Francisco de Aguirre. Una cena notablemente rica. Pasamos revista, primero, a la literatura. Luego, a sus proyectos, donde lo central era su propuesta cósmica y los misterios del Big Bang. Al principio, había la sensación que estábamos en una Iglesia. Conversamos en profundidad. La modalidad erudita, encantadora y entusiasta de Jaime Quezada ayudó a crear un espacio grave y ecuménico.
Después nos enfrascamos en la cuestión política; en el sandinismo y su relación con la poesía latinoamericana. En el aporte de Rubén Darío. Se sorprendió de mi vocación por Rubén Darío y su vinculación con el norte: con Federico Varela, con otros poetas serenenses y con los héroes de la Guerra del Pacífico, y la justificación de ella. Le hice notar que Neruda no escribió de nuestros héroes; pero, Darío, sí. Creo que Cardenal tenía claro o sabía la importancia de Chile en Darío y en su obra y en la poesía universal.
Más adelante, empezó a señalar su preocupación por lo que venía. Le inquietaba que el ala liberal del sandinismo, se apartaba. Que esto podía terminar mal. Y la presión de Estados Unidos y de los “Contra”.
La conversación siguió ahondándose: mostraba su profundo conocimiento del mundo latinoamericano: su visión ideológica de la matriz indoamericana, su valorización del enhebrado católico y vernacular, y la importancia de este en la emergencia social.
Entramos en la alta noche. La conversación iba y venía: la lengua se soltaba y la confianza. Pedimos los mejores vinos. Afortunadamente, había de los mejores vinos chilenos. La noche empezó a chispear. La buena conversación fue desnudando situaciones más delicadas. Y aparecieron detalles no conocidos de su vida, de su obra y de su lucha política. Ya, a esa hora, era una noche inolvidable, y la remesa suficiente como para retirarse.
El vino nos soltó la lengua. Y la alegría de saber que se hablaba de asuntos importantes y que, seguramente, en mi caso, marcaría algunos aspectos de mis opiniones políticas y literarias. Considerando que soy más devoto del café que del vino, entramos de frente a cuestionar lo que estaba pasando, las precisiones y contra precisiones; cómo el imperialismo quería aplastar a la revolución. Y las presiones de la Iglesia y del Papa conservador y anticomunista.
Ahí fue, cuando se me apareció la foto: Ernesto Cardenal, ministro de un pueblo dignísimo —que había derrotado a un dictador y al imperio—, hincado frente al Papa Juan Pablo II: humillado y abofeteado frente al mundo, en su propia patria liberada.
Ahí fue, cuando yo —en esa inmensa noche y sin pudor—, le pregunté por el Papa. Me echaste a perder esta magnífica cena, me dijo. El silencio fue como un cuchillo reluciendo en el aire.
Jaime Quezada pidió más vino. La conversación volvió a forjarse, amena. Y, esa noche, se alargó hasta el amanecer, probablemente.
Descansa en paz, compañero.
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Arturo Volantines Reinoso nace en el barrio Borgoño (Copiapó, 1955). Reside en La Serena, (Chile), investigador del patrimonio cultural de Atacama y Coquimbo, editor y gestor cultural. Creador del Premio Lagar. Creador y presidente de la Sociedad de Creación y Acciones Literarias (SALC). Dirige la Librería Macondo, importante centro de intelectualidad en La Recova. Obtuvo Premio «Medalla Ciudad de La Serena», entregado por la Ilustre Municipalidad (2004). Estudió en la Escuela Anexa a la Normal y Liceo de Copiapó, y en la Universidad Técnica del Estado de Antofagasta, donde se graduó en Química. Trabaja un proyecto literario de largo aliento llamado «La Nación Atacameña». Ha publicado libros de poesía y como editor una treintena; e incluido en diversas antologías nacionales de poesía. Ha realizado lecturas en América y Europa. Ha sido traducido a varios idiomas. Entre ellos: inglés, francés, árabe, etcétera.
Imagen destacada: Ernesto Cardenal Martínez (1925 — 2020).