Cuando ya se encuentra desatada entre nuestros hombres y mujeres de letras la lucha por el máximo galardón que entrega el Estado de Chile a sus artistas de la palabra, surgen diversas voces ciudadanas que cuestionan la categoría ética de quienes ejercen la administración pública de la República, con el fin de concederlo.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 23.6.2020
En medio de la grave crisis sanitaria, social y económica que padece Chile, se agitan las aguas del Premio Nacional de Literatura 2020, este año en la versión poesía, género que nos distingue, universalmente, con dos premios Nobel: Gabriela, en 1945; Pablo, en 1971. Aunque resulte algo majadero decirlo, Gabriela Mistral recibió el galardón de las letras chilenas seis años después de recibir el Nobel, en 1951. Estimo que no se trata de una premiación tardía solo por la habitual pusilanimidad adherida a nuestra idiosincrasia, sino una muestra más de la ceguera renuente advertida en los estamentos de la institucionalidad cultural, respecto de nuestros propios valores en el ámbito de la creación artística.
Por otra parte, en el discernimiento del Premio Nacional intervienen funcionarios cuya experiencia de análisis estético es, si no escasa, al menos dudosa, a lo que se agrega el inevitable sesgo político a la hora de elegir. Esto pareciera ser un mal hábito de larga data, que se hizo más evidente y arbitrario durante los aciagos años de la dictadura militar–empresarial que padecimos, cuyos resabios permanecen incluso en la administración de la cultura, entendida como una suerte de burocratización de las artes, fenómeno apreciable en fundaciones y entidades afines.
Entregaremos a nuestros lectores de Cine y Literatura, a través de una secuencia de artículos, un panorama del acontecer del Premio Nacional de Literatura, desde Sady Zañartu (1974), quien inicia la serie de los ocho premiados en dictadura, que incluyen a una sola mujer, Marcela Paz (Ester Huneeus Salas, en 1982), hasta Diamela Eltit (2018).
No será una simple monografía ni un conjunto de reseñas. Hablaremos, en lo posible, de los avatares ocurridos en los discernimientos, de los candidatos desplazados en cada carrera, de sus afanes, anhelos y frustraciones. Algunos (as) de ellos (as), asiduos postulantes que en cada oportunidad agitaban sus dossiers, como espadas o lanzas en una justa caballeresca o cortesana, según fuese el género del candidato (a). Tal vez sea en esta difícil carrera, sin segundo ni tercer lugar ni doble placé, como sucede en la hípica, donde mejor se cumpla aquello de: “son muchos los llamados y pocos los escogidos”.
Para este 2020, en que la cultura y el arte luchan por sobrevivir y expresarse a través de la sordina virtual, mientras ciertos actores culturales se alinean con los intríngulis y maquinaciones de palacio, para destacar y defender, precisamente, aquello que se opone a los oficios que privilegiamos, comienzan a proyectarse las figuras de las candidatas y candidatos al apetecido galardón de poesía.
Delia Domínguez, Carmen Berenguer, Elvira Hernández, Rosabetty Muñoz… Claudio Bertoni, Hernán Miranda, Omar Lara, José Ángel Cuevas, Elicura Chihuailaf, Jaime Luis Huenún, Andrés Morales… (Pido disculpas si omito algún nombre; caiga sobre el cronista todo el peso de la responsabilidad). En todo caso, la convocatoria es amplia y abierta, tanto así que hace dos años, un candoroso concurrente a mis tertulias, inscribió, sin aviso previo, mi humildísimo nombre, lanzado a competir con ilustres y probados (as) contrincantes.
Junto a la medida ebullición de los candidatos en medio de la cuarentena, sin posibilidad de recitales amplios ni de bulladas conferencias de prensa en el salón de la Casa del Escritor o de la Biblioteca Nacional, se alzan voces de quienes descalifican, de antemano, la competencia, aduciendo que: “los premios no prueban nada”, “el nuestro es oficio solitario y solo caben réditos espirituales”, “el Premio Nacional siempre (o casi) ha sido otorgado considerando el sesgo ideológico de los postulantes”.
Cabe decir que algunos de estos opinantes han participado y vencido en varios concursos —claro— de menor rango que el olímpico criollo, pero llevan a cuestas el pecado de la competición.
El prestigioso poeta José María Memet, hoy en Francia, va aún más lejos en su cuestionamiento; objeta la legitimidad de su entrega bajo un gobierno como el que padecemos. Al respecto, escribe:
—Por dignidad no debería ningún poeta presentarse al Premio Nacional. Estamos en el peor de los gobiernos y con el peor de los gobiernos en décadas. Violaciones a los derechos humanos, más dos mil quinientos presos políticos, torturados a destajo, violaciones, pandemia. Asesinados, perseguidos. Estado de sitio encubierto, hambre, desesperación. Recibir el premio de manos de esta cagada de presidente y gobierno, degrada a un poeta. Ya habrá tiempo de llamar al premio de nuevo, cuando existan condiciones democráticas. Así que los que presentaron sus dossiers, mejor retírenlos. Jamás los consideraremos dignos… ¡Salgan de la noche, el sol está para allá!
Y muestra el poeta la dorada esfera, a la siniestra de su mano izquierda.
El primer Premio Nacional de Literatura que otorgó Pinochet (en 1974), imagino que dirimiéndolo desde el casino o el cuartel, o desde el edificio “Diego Portales”, donde oficiaba de censor el coronel aviático Montero Marx, recayó en manos del escritor y miembro del Penn Club, Sady Zañartu Bustos, novelista, según clasificación canónica. Tenía 81 años cuando lo recibió. Había ido mermando su lucidez, para entonces, y su escritura perdía precisión y aun coherencia. Así lo escribió Ignacio Valente, el gurú de la crítica literaria de entonces, cuya palabra era casi tan indiscutible como sigue siendo hoy la proferida desde la misma entidad periodística (dixit, también su sobrino por lo «Carrasco», Cristián Warnken Lihn).
Pero, sobre los duelos y quebrantos del Premio Nacional de Literatura abundaremos en la próxima crónica.
También puedes leer:
—El blindaje de los intocables: La institucionalidad literaria que protege a Cristián Warnken.
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Edmundo Moure Rojas, escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.
En la actualidad ejerce como director titular del Diario Cine y Literatura.
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