La magia ejecutada por la autora en este texto —una de las voces más poderosas y dulces de la literatura italiana del pasado siglo— es la de hacer escampar párrafo tras página las desavenencias de la realidad con una contundente claridad y una ternura tan elegante como desenfadada.
Por Alfonso Matus Santa Cruz
Publicado el 1.8.2020
Entrar a las páginas de un libro desprovisto de artificios, dotado de un olor a terruño y cálida estufa en tarde lluviosa, no es un hecho común en la vida de cualquier lector. La alegría de sentirse parte de las bromas, desconciertos, pequeñas confesiones y grandilocuentes contradicciones que bullen en la sobremesa de una familia italiana durante la escalada del fascismo, es suficiente invitación para abrir las puertas de estas memorias tan horadadas y luminosas como un archipiélago por los temporales de la historia y las marejadas del olvido.
La magia ejecutada por Natalia Ginzburg —una de las voces más poderosas y dulces de la literatura italiana del pasado siglo— en su Léxico familiar (Lumen, 2020), es la de hacer escampar página tras página las desavenencias de la realidad con una contundente claridad y una ternura tan elegante como desenfadada.
Uno casi puede oír la voz del padre despotricando ante la pereza de un hijo y luego despertando en medio de la noche consternado por su futuro. La cándida presencia de una madre incapaz de envejecer o socavar su optimismo pese a que los horrores de la Segunda Guerra Mundial se aproximen tanto como los bombardeos sobre Turín, la ciudad que los acogió mientras el nido crecía y poco a poco Natalia veía partir a hermanos y hermanas con sus respectivos matrimonios.
Son recuerdos resarcidos de napas subterráneas: agua fresca para conjurar cualquier indolencia, cualquier atisbo de deshidratación anímica o desarraigo por el destino de aquellos con los que compartimos la infancia, la adolescencia, y de esos otros amigos que se sumaron más tarde, entre ellos el grupo que colaborara en la editorial Einaudi, su marido Leone y Cesare Pavese.
La complicidad con que Ginzburg nos va ofrendando las idas y vueltas de esos días, las caminatas por la calle Re Umberto, los cuescos de cereza que Pavese arrojaba a los muros prefigurando su suicido, es la de una cotidianeidad capaz de diluir cualquier frontera idiomática o circunstancial. Uno ríe casi seguramente en los mismos pasajes que sonsacaron una risa a la autora, y se compadece en aquellos que la pérdida, el temor y las fugas de las autoridades hacen inapelable acto de presencia.
Los códigos secretos de la familia son una llave de reconocimiento, una clave para penetrar en el baúl de juegos y anécdotas inconfundibles: «Una de aquellas frases o palabras nos haría reconocernos los unos a los otros en la oscuridad de una gruta o entre millones de personas. […] Esas frases son la base de nuestra unidad familiar, que subsistirá mientras permanezcamos en el mundo, recreándose y resucitando en los puntos más diversos de la tierra.»
Asistimos, también, a la contaminación cruzada entre literatura y política que prosiguió al término de la conflagración, la manera en que la brumosa lógica de los sueños que sirvió de refugio a los poetas durante la censura ideológica de la guerra, no decantó en convicciones tan firmes o pronunciables como cupiera esperar, la realidad misma cada vez más fragmentada, cada quien saliendo adelante como pudiera: «Y transcurrió algún tiempo antes de que cada uno volviese a tomar sobre sus hombros el propio trabajo y aceptase su peso, la fatiga cotidiana y su cotidiana soledad, que es el único medio que tenemos de participar en la vida del prójimo, perdido y oprimido en una soledad igual.»
Una de las gracias más llanas, no por ello poco compleja de lograr, es la capacidad de replegarse, de omitir cualquier protagonismo narrativo pues, como ella misma declara, este libro no trata de ella, sino de su familia y, por extensión, de sus amistades, a las que incluye en el fuero íntimo como toda alma expansiva y cariñosa, pudiendo ver en los otros aquellas actitudes y peculiaridades que otros pasarían por alto, como en el caso de una amiga incapaz de trabajar, pero que se sentía libre y a sus anchas entre las paredes de la prisión, junto a presas políticas y comunes, o esa ironía de Pavese que, según ella, escanciaba solo en las conversaciones con sus amigos, o que a su exceso de sagacidad debiese los errores que los otros debían a la impulsividad o la emotividad, pues a veces demasiada inteligencia, demasiado cálculo pueden llevar a un hombre a la asfixia incluso remitidos los peligros más latentes de la guerra.
Ella, como pocos, pudo traducir la dimensión humana de sus seres queridos con un amoroso desapego, sin juicios personalistas ni exaltaciones hormonales, vertiendo semblantes, voces y gestos con nítida profundidad y tragicómica precisión a través de las palabras que le permitieron rescatar los valores y peripecias de sus más entrañables conocidos en el grado que lo permitiera esa incombustible prestidigitadora de la memoria. Solamente eso ya es una proeza, y cuando una proeza te la cuentan con melódicos susurros la dicha y el entendimiento están a la vuelta de la página.
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Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacaron el de garzón, barista y brigadista forestal. Actualmente reside en Punta Arenas, cuenta con un poemario inédito y participa en los talleres y recitales literarios de la ciudad.
Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Natalia Ginzburg (1916 – 1991).