En 2010, el año del Bicentenario, Lom Ediciones reeditó este volumen fundamental en la bibliografía de una de las voces de mayor prestigio de la histórica Generación de 1842: son cuentos y relatos que buscaban educar a sus audiencias en los ideales de la ilustración, a fin de desterrar desde la mentalidad de los novísimos ciudadanos, los vicios culturales —que a juicio del escritor— eran una herencia irracional de la obscurantista época colonial.
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 13.8.2020
—¿No le parece a usted que el escritor, como figura prestigiosa e influyente de la sociedad, es una especie en extinción?
—Peor que eso. Se trata de una especie extinguida, o exangüe, que viene a ser parecido. El escritor, en los albores de este siglo XXI, es apenas un entretenedor de los escasos lectores que aún cultivan el “vicio impune”; consumidores de esa bazofia que llaman “best sellers” o “thrillers”, según nomenclatura gringa y estética de tenderos astutos.
—En la primera mitad del pasado siglo aún se apreciaba, en la clase media lectora, la influencia de los grandes maestros, rusos, franceses, ingleses, portugueses y españoles.
—En efecto, nuestros padres otorgaban gran importancia a esos escribas consagrados, que ornaban la biblioteca familiar con sus finos lomos en cuero y letras doradas.
—Y que nutrían el conocimiento, aligeraban el espíritu y encendían la imaginación.
—Dicho en palabras de Sócrates, nos incitaban al júbilo de comprender.
—Eso sería el lado positivo; el otro, abusar del impulso de emulación y pensar que cualquiera puede llegar a ser auténtico escritor, como ese hombrecito que copia frases célebres en un cuaderno, las acomoda a su necesidad inmediata y luego las emite como creación propia. Es una suerte de “pendejo plagiario”, como se tiene dicho.
—Pero usted y yo, que vamos para viejos —aunque en mi caso me he propuesto no envejecer— moriremos en el amor por los libros, sobre todo éstos, los verdaderos, de papel y tinta, que huelen como doncellas frescas o como hembras maduras en estado de merecer.
—Evitemos la lubricidad, o la sicalipsis, si prefiere… Aunque me pasa como a usted: la atracción concupiscente me llega primero por el olfato, y qué mayor erotismo que el literario, placer y delectación que aumentan y se perfeccionan con la edad, al contrario de otros goces.
—Volvamos al punto. Iba yo a recomendarle un libro, reeditado. Se trata de Antaño y ogaño, de José Victorino Lastarria…
—Me suena Lastarria, más por el colegio que lleva su nombre, emblemático lugar de protestas y “tomas”, como se designan ahora las apropiaciones indebidas de establecimientos educacionales, que por la asociación literaria, pues no he leído al ilustre político del siglo XIX.
—Ilustrísimo escritor, también, cuando a los hombres públicos se les exigía una formación humanista, base para toda actuación como tribunos. Debían hablar bien y escribir mejor… Acuérdese de lo que decía Unamuno: “la burocracia política es asunto de subsecretarios; otras son las preocupaciones de un estadista”… Imagínese, por un momento, que a la actual clase política se le impetraran tales atributos.
—Quedarían todos reprobados, sin duda… Pero antes de proseguir, me asalta una duda: ¿Por qué cuando hablamos de “hombres públicos” se trata de una denominación prestigiosa, pero si decimos “mujeres públicas”, nos referimos a meretrices, o prostitutas, si cabe?
—El lenguaje, amigo mío, seguirá teniendo connotación patriarcal, aún mucho después de que se haya posicionado este feminismo en boga, algo agresivo a mi juicio, porque el idioma, como la filosofía, va a la zaga de los cambios de uso social y tecnológico.
—Es verdad. Sin ir más lejos, todavía empleamos formas del lenguaje que se originaron cuando la principal actividad humana era la agraria… Decimos de alguien mal aprovechado: “sembró vientos y cosechó tempestades”; de quien se da un porrazo: “aró por el suelo”; del que recibe un regalo inesperado: “me vino como agua de mayo”… Y así. Podría desafiarle a usted a traer más aguas a este molino…
—Dejémoslo hasta aquí. No se ponga latero, que puede colmar incluso mi paciencia, y es harto decir…
—Colmar viene de colmo, que es lo que sobra en el rasero donde se separa el trigo de la paja… El colmo es lo que rebasa, sobra y molesta.
—Basta. Estábamos en el libro de José Victorino Lastarria, a quien se considera, con toda justicia, el primer escritor, en propiedad, de la República… La edición de que le hablo y recomiendo trae un acertado prólogo del académico —que sí sabe escribir con acierto— Augusto César Sarrocchi Carreño. Si me permite, y no se va por las ramas, voy a leerle algunos acertados juicios.
—Venga. Pero antes, una apostilla: ¿Se da usted cuenta que estamos reflexionando, en pleno siglo XXI, sobre la base del pensamiento de un auténtico escritor?
—Bueno, sí, pero nosotros no somos nadie, carecemos de peso político o mediático, como se dice ahora, y nuestras palabras, todo este segundo diálogo que intentamos, y otros que vendrán, se los llevará el viento.
—No estoy tan seguro de eso. Tengo cuatrocientos “lectores cautivos”, por Internet, a quienes envío mis textos y los suyos de usted, cada semana… Este número no se lo habría soñado ni siquiera el adelantado Lastarria. Aunque Marisol me advierte que la comprensión de un lector de antaño vale por la de diez o veinte de ahora.
Creo que exagera, pero no tanto.
—Ahora sí que basta… Si continúa con sus majaderías, me veré obligado a infligirle el correctivo que gustaba a mi padre: un buen moquete…
—Palmada en las narices o soplamocos, como se decía antaño, o “labazada”, en lengua gallega… Pero no se altere, hombre. Lea, lea; soy todo oídos.
—Atienda, entonces, y no se coma las uñas, que me altera… Escribe el profesor Sarrocchi: “A la generación de 1842 le cupo la gran responsabilidad de poner el proyecto político e ideológico en la literatura, en prosecución de lo logrado por la generación anterior (conservadora o pelucona) en el ámbito de la estructuración política y de gobierno”…
—Claro. No sucedía como ahora en Chile, que en cada cambio de régimen se trata de borrar lo obrado por el anterior, o de desconocerlo de manera absoluta, como si fuese un legado satánico… En esto, los de Evópoli son “mandados a hacer”, como decía mi abuela; les entregaron Cultura, como quien deja a un beodo al cuidado de una botillería.
—No me interrumpa ni glose antes de que se lo pida… Aquí viene lo más importante, para que vayamos cerrando en forma adecuada este segundo diálogo: “El concepto de Literatura como reflejo de la sociedad y la importancia de ésta y del periodismo como factores de desarrollo social y espiritual, llevan a Lastarria a desarrollar un planteamiento de lo que debe ser una literatura nacional; llama a los escritores a ser muy ilustrados, a leer a los grandes modelos de la literatura universal; pero a la vez, ser prudentes en la imitación”…
—Notable. También en el ámbito de nuestra literatura contemporánea pareciera campear una actitud de desprecio y desconocimiento flagrante de las generaciones anteriores, una ignorancia supina de tales paradigmas… Como si la cultura y, en especial, el lenguaje, no fuesen una insoslayable continuidad en permanente trance de aprehensión.
—Prosigo y concluyo… Usted glosa más que si fuese Montaigne…
—Escuche: “Como propio de un espíritu ilustrado, Lastarria confiere a la literatura la función didáctica moralizante que él mismo manifestará en sus creaciones”.
—Enseñar desde la ilustración, en constante aprendizaje. Un propósito que parece extemporáneo, aunque tarde o temprano habrá que reimplantarlo, si no queremos sucumbir bajo la contaminación aleve de esta sociedad de ignaros prepotentes y de simios electrónicos.
—Por eso, a través del protagonista de su novela Don Guillermo, Lastarria manifiesta que: “en este mundillo, debe enfrentarse, para alcanzar la libertad, al poder de la Mentira, la Ignorancia, el Fanatismo y la Ambición”, a lo que hoy yo agregaría: la codicia, el exitismo a todo trance y la competencia despiadada… Males no sólo chilenos, sino universales, enquistados en la entelequia llamada “globalización”, que algunos mostrencos pretenden darle categoría de “absoluto científico”.
—¿Será cierto que están candidateando a la Patty Maldonado para Ministra de las Culturas, las Artes y el Patrimonio? Dicen que a Luciano Cruz–Coke le cuesta leer de corrido el título de este ministerio.
—No sea insidioso ni mala leche. Acuérdese de los horrores del “realismo socialista”, mejor.
—Con usted no se puede conversar, ni discutir ni polemizar. Pediré que le apliquen la Ley de Seguridad Interior del Estado.
***
Edmundo Moure Rojas, escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.
En la actualidad ejerce como director titular del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Estatua de José Victorino Lastarria (1817 – 1888) en el cerro Santa Lucía de Santiago.