Regresan al Diario «Cine y Literatura» la selección de narradores regionales y nortinos que el novelista de «Pinochet Boy» y de «Ciudad berraca» ha querido enseñar al resto de la humanidad como los hijos y dignos sucesores del recordado grupo Tebaida.
Por Rodrigo Ramos Bañados
Publicado el 20.8.2020
Sergio Moya Herrera, profesor de lenguaje y periodista, es uno de los escritores más prolíficos de Antofagasta, cuya obra está disperas en diversas antologías de concursos de cuentos y poesía en la región, como en otras ciudades. Si bien no hay publicado un libro, Moya Herrera ha destacado en los concursos literarios del Norte Grande. En 2015 logro el primer lugar en el Concurso de Cuentos de la Universidad Católica del Norte, para escritores de las regiones de Arica-Parinacota y de la región de Coquimbo. Este concurso, en otras ocasiones, destacó en los primeros lugares a escritores antofagastinos como Hernán Rivera Letelier y Patricio Jara.
Sobresale su Primer Lugar Nacional, en Concurso Internacional de Poesía “El Memorioso”, Castro, Chiloé
Moya es parte del Círculo Literario Manuel Durán Díaz, que en las últimas tres décadas ha mantenido una labor constante en la creación y difusión literaria en Antofagasta y es un habitual animador de las tertulias poéticas que se realizan en la ciudad.
Sergio Moya nos presenta en esta oportunidad el relato “El cerdo”:
La señora Leonisa encendió el quinqué de aceite de ballena, con la que todas las noches revisaba el gallinero que su postrado marido solía hacer en buena salud. La mujer que, ya había pasado el sexenio, desarrollaba un sinfín de labores domésticas, sin que nadie la ayudase. Más las exigencias del hombre.
Sus hijos dejaron el pueblo para radicarse en la gran ciudad y escasamente la visitaban. El sistema telefónico no llegaba todavía al lugar, solamente un telegrama podía recibir la señora Leonisa para fechas onomásticas u otras conmemoraciones. El resto del año nada sabía de sus hijos.
Una tarde, de esas de mate caliente y eucaliptos para sanar el ambiente, el hombre llamó severamente a su mujer para encomendar una tarea.
Entre tos y tos tísicas le dijo que trajera un chancho del corral, el más gordo posible, que en la misma pieza lo mataría a hachazos porque tenía antojo de comer de un cuanto hubiera del animal.
—¡Estás loco, Martín! –le dijo sobresaltada la mujer.
La señora Leonisa accedió y trajo al apetitoso animalito. Pero pasaban las horas y el hombre insistía, dentro de sus dolencias reumáticas.
—Ponlo en ese saco harinero y a hachazos pártelo —dijo el hombre.
—Pero…
—¡Nada de peros!
—Cuando lo tengas dentro del saco vas a buscar un balde con agua para asegurar que la sangre no escurra por las baldosas.
La mujer solícitamente fue a buscar el hacha, mientras que en ese lapso de la diligencia el hombre puso las almohadas bajo la deshilachada frazada, una cara de trapo que ya había dibujado hace días, y cuando recibió el animal, profirió malas palabras hacia su esposa para que trajese otros materiales. Entre un ágil movimiento sacó al cerdo por la ventana y luego él se introdujo en el saco, como arropándose de manera veloz.
La señora Leonisa entró resoplando a la habitación, luego miró el amarillento costal y sacó fuerzas de flaqueza para comenzar a dar leves hachazos al cerdo. Frunció sus pronunciadas cejas porque el animal no se quejaba, no emitía desgarradores dolores. Cansada por el pesado instrumento, se fue a sentar a un desgastado sofá de mimbre. Creyendo haber matado al rechoncho animal. Miraba la cama y vio dormir a su esposo; unas chascas extrañas se exponían de la cabeza artificial, que ella prefirió no hablarle para no recibir improperios u órdenes inexorables.
—¿Lo habré matado? —se dijo, mirando el cuerpo del cerdo, salpicado de sangre.
Encendió el quinqué, hizo la rutina de ir a ver a los animales del gallinero mientras que en el trayecto se preguntaba: “¿habré matado al cerdo ése?”.
Volvió a la habitación y el cuerpo estaba inerme. La mujer quedó en el umbral y miró la cama del hombre que no se movía. Convencida de que Martín dormía, tomó el hacha y vengándose de la eterna explotación y frecuentes golpizas, y motivo de abandono de los hijos, comenzó a darle hachazos al animal, pero al escuchar los dolorosos gemidos, oyó la voz de Martín:
—Mátame, mujer. Mátame a mí que no paro de sufrir. ¡Mátame, mujer!
Ella carcajeó como loca y confundida salió al patio. Al rato se preguntó: “¿Habré matado al cerdo ése?”.
Y regresó a la habitación a dar de hachazos al saco y luego las emprendió a la cama; a la cama y al saco; al saco y a la cama. Y ya toda despeinada, sudada y cansada, iba y volvía del gallinero con su pregunta de siempre: “¿Habré matado al cerdo ése?”.
Leonisa se bañó literalmente de sangre despachurrada por el piso, sus chancletas de alcornoque la absorbieron toda, que se pegó un resbalón de Padre Señor Mío, quedando paralizada por unas horas, sin siquiera despertar cuando el gallo cacareó al alba. El cerdo, suelto, libre, inexplicado, ingresó a la habitación. Olfateó el ambiente con su peluda nariz, movió su incipiente colita, y se salvó de no ser un nuevo menú.
***
Rodrigo Ramos Bañados (Antofagasta, 1973) es escritor y periodista. Publicó las novelas Alto Hospicio, Pop, Namazu, Pinochet Boy y Ciudad berraca, además del libro de crónicas Tropitambo. Actualmente es becario del fondo del libro por la Región de Tarapacá.
Imagen destacada: Sergio Moya Herrera.