Ganador de la categoría «Una cierta mirada» del prestigioso festival francés hace dos temporadas, el largometraje de ficción del realizador sueco de origen iraní, Ali Abbasi, ha sido catalogado como una obra maestra del cine europeo contemporáneo, a la vez que el símbolo audiovisual de una profunda reflexión filosófica y artística en torno al hecho, por parte de un grupo de individuos, de ser y de sentirse diferente a los demás.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 30.8.2020
“El hombre es libre en el momento en que desea serlo”.
Voltaire
El ser humano crea su versión de la realidad en términos de “cosas”, y estas cosas deben poder distinguirse de un fondo que, eventualmente, puede ser otra “cosa” para un nuevo fondo y así sucesivamente. Nuestra realidad, entonces es como el “relleno” de una matriz, de un mosaico de definiciones que delimitan cosas. A su vez, estas definiciones se encuadran en tres órdenes diferentes: el límite, la frontera y el horizonte.
El límite acota, corta, define, aquieta y equilibra. El límite vuelve su contenido en algo intrascendente. Dentro de los límites, todo; fuera de él, el caos, la nada… por lo menos esto es lo que afirma el que persigue, instala y se mueve dentro del límite. El límite es propio de los regímenes de convivencia basados en una idea de poder, tanto en lo cercano —una familia— como en los más abstractos —la sociedad, la evolución cultural de un pueblo, tabúes, tradiciones, mitos, etcétera—. El límite no nos permite ir más allá del ámbito por él delimitado. El límite nos define —nos da un fin antes que una esperanza—, nos instala y nos captura. Nos separa, bajo el pretexto de la protección, de aquello que es bueno para nosotros, de lo que el “contrato social” establece como regla de convivencia… y de pertenencia.
El límite nos reduce a una cosa a la que se le llama “libre” siempre y cuando se mantenga dentro del límite. Quizás una mejor forma de entender el límite sea a través de un par de metáforas: por un lado, estar metidos en un aula sin puertas y con grandes ventanales con rejas: vemos un paisaje quizás hermoso pero sin poder salir de ese espacio. Hay también límites, por ejemplo, en un país. Somos libres en el marco de las reglas que pautan la consolidación de esos límites (el aparato legal). Cuando Oscar Wilde decía que el patriotismo era una forma de salvajismo, hacía referencia, precisamente, a esta torpeza de creerse libre dentro del espacio demarcado por líneas en el suelo o por alambradas que acotan toda forma de libertad de expresión material y espiritual.
Pero existen las fronteras. Imaginemos la misma aula de recién, pero, esta vez, con una puerta. Ahora podemos salir del aula. Del mismo modo, las fronteras entre los países permiten el libre tránsito entre ellos tras cumplir ciertos requisitos legales. No obstante, hay algo que no se nos debe escapar: salimos del aula pero seguimos en la escuela. Salimos del país pero para meternos dentro de otro país. En cierto sentido, la frontera parece un paso más allá del límite, pero es porque genera la ilusión de que los límites se acaban cuando, en realidad, sólo se transforman y se dilatan.
De este modo, cuando vemos un chico tirado en una zanja, drogado o borracho, es bueno entender que lo que verdaderamente le pasó es que chocó contra un límite infranqueable y, tal como un joven Ícaro, se desplomó sin remedio. Así se demuestra, ante los dedos acusadores de los pájaros enjaulados que señalan al despojo, el porqué existen los barrotes y las jaulas: para que no se choque contra ellos porque, invariablemente “se termina mal”. El proyecto de vida para los demás se reduce a lo conocido: el límite de la jaula.
De esta manera, cuando escuchamos que “a los niños y jóvenes hay que darles límites” lo que oímos es el consejo de alguien que no conoce otra cosa que los barrotes insalvables de su propia jaula y, entendiendo que la realidad es así, trata de transmitir —con la mejor de las intenciones— la única realidad que conoció: la de la reja. Y así, como de otra forma se golpeó el padre, a su vez, al querer volar libre, terminó aprendiendo a volar de un palito a otro, considerando que esa mecánica es la mejor —y la única— existente para sobrevivir ante los “rigores de la vida”.
El joven que quiso volar más allá de las rejas de su jaula parental y social, chocó contra los límites del prejuicio propio y ajeno… y rápida e injustamente, lo juzgamos, reforzando, a nuestra vez, los esquemas de control social que pautan esta visión de la realidad. Y no creamos que el político que fija las leyes del límite escapa a este esquema: su poder es, aún, de un sentido más obtuso, ya que él tiene el poder de crear otras condiciones y, sin embargo, se enjaula más fuertemente que sus “sometidos” y es mayor aún su frustración como proyecto de vida: su jaula es amoral —no tiene referentes éticos más allá de ella— y de un hierro resistente a cualquier forma de introspección… en el sometido, en cambio, todavía cabe la esperanza del descubrimiento de su potencial de vuelo: sus rejas se desvanecerán en la nada imaginaria (en el sentido lacaniano del término) apenas vislumbre lo absurdo del mandato externo.
Existe, en este modelo, otra posibilidad: la del horizonte. Cuando estamos frente al mar, por ejemplo, vemos la vastedad de un horizonte que nos abruma… pero que también nos recuerda el orden de las cosas: el arriba, el abajo, la distancia, el aquí y el allá. El horizonte organiza una cosmovisión personal con el rigor infranqueable del más riguroso límite (nadie puede ir más allá del horizonte: en él no se abren pasos fronterizos), pero también nos hace conscientes de que jamás se interpondrá entre nosotros y nuestra capacidad de expresión: nadie chocará jamás contra un horizonte.
A los jóvenes —y a los seres humanos en general— conviene darles, desde pequeños, antes que límites, un sentido de horizontes. Negarles límites es el mayor gesto de amor que se le puede hacer a un hijo, sin que ello signifique perder de vista un horizonte y con él un cosmos a respetar para navegar en libertad.
Con un horizonte, el niño y el joven —y eventualmente, el adulto— pueden aprender que la libertad es absoluta frente a un marco global de orden donde haya cosas —en rigor, unas pocas— que nunca se deben hacer so reconocimiento de la pérdida de libertad. De hecho, la Historia de la Humanidad es la historia de la laicización de lo sagrado, de lo respetable a ultranza (orden que cada uno identificará según su propia ética y su propia estética) y del progresivo encarcelamiento que propone como salida nuestra civilización si nos privamos de horizontes.
“Border”: Vidas fronterizas
Border (traducido en algunos países como Criaturas fronterizas), es una película del 2018 dirigida por el sueco–iraní Ali Abassi, que plantea desde una particular estética —difícil de encasillar— el problema del encarcelamiento existencial de su personaje principal: la grotesca Tina, interpretada por la bella Eva Melander, y de cómo, sola, debe resolver desde sí la nueva libertad que descubre a lo largo de la evolución del guión.
El trabajo técnico para afear a la sueca, rubia y de delicadas facciones Melander, mereció un reconocimiento general en el ambiente de los efectos especiales, además de haber recibido el filme el premio “Una cierta mirada” de Cannes, un concurso en paralelo a la Palma de Oro. Pero el esfuerzo en el trabajo de maquillaje no era sólo virtuosismo gratuito: respondió a la necesidad de trabajar sobre el rostro de una buena actriz, que modele desde los gritos brutales hasta los pequeños mohines que le permiten modular los distintos estados y matices de ánimo en la piel de un Trol —un indefinido ser de los bosques nórdicos— y que el personaje ignora ser.
El origen de estos trols —en todas sus variantes— parece depender del arcaico miedo a las profundidades de los bosques del norte de la península escandinava que tenían los pueblos indoarios recién llegados del lejano Este. Estos bosques —otrora enormes y que supieron cubrir toda Europa hasta el Mediterráneo—, aún persisten tanto en Finlandia —donde transcurre la historia—, como en Suecia y Noruega y brindan al espectador un remanso de belleza natural e intocada.
En la profundidad de ese bosque habitan Tina y Tomas (Matti Boustedt), conformando una familia particular. Ella trabaja como control de Aduana mientras Tomas se dedica a holgazanear, visitar a otras mujeres y criar perros. En su tarea diaria es especialmente considerada por sus compañeros porque con tan sólo su olfato es capaz de detectar desde sustancias prohibidas hasta secretos de la mente: miedo, nerviosismo o vergüenza no son secreto para su fea nariz.
Sus habilidades casi animales van de acuerdo a su anatomía, que ella cree —o así se lo hicieron creer— es el resultado de una anomalía genética: arcos superciliares voluminosos —como de boxeador— una dentadura prognata de dientes deformes, así como un cuerpo tosco, una mirada torva, uñas potentes y una cicatriz que resultó de la amputación de un rabo. Toda esa carga visual va en sintonía con la parquedad en su carácter. No es igual a los otros y eso ella lo toma como un defecto.
Iguales bajo la piel
Un día ocurren dos cosas en paralelo en su puesto de trabajo que la marcarán para siempre: descubre a un traficante de pornografía infantil y se encuentra con un hombre que reúne sus mismas características físicas aunque con un desenfado especial: Vore, interpretado por el finlandés Eero Milonoff. A partir de estos dos incidentes —que terminan entrelazándose cuando la policía apela a las virtudes olfativas de Tina para desbaratar un grupo de pedófilos—, ella va desenvolviendo una madeja interna que le revela su propia naturaleza psicológica y sexual como trol.
A partir de aquí, vamos accediendo al conocimiento de la particular biología de estos seres, aislados de los humanos pero también de sus pares: Vore ansiando que lo encuentren —porque él afirma que andan en grupos por los bosques otros similares a ellos— y Tina queriendo vivir esa nueva vida que el sexo con Vore le hizo conocer.
Intensidad, tensiones liberadas, manos que se hunden en la tierra acompañan a un acto sexual extravagante y revelador de anatomías desconcertantes, de bocas abiertas que buscan, hondas e infructuosas, devorar al ser que se desea. Al mismo tiempo, dientes duros y blandas lenguas entablan un diálogo natural, catónico, que se eleva hacia el umbrío cielo de hojas y silencios del bosque… se los intuye cada vez menos como seres humanos y cada vez más cercanos a los insectos y a los gusanos que devoran.
En ellos, lo femenino y lo masculino se confunden y ellos mismos se enmarañan con lo natural que los rodea: se desvanecen en el agua, corren desnudos riendo y gritando como nuevos niños y se descubren bellos entre sí a pesar de sus aspectos repulsivos.
Terminado el formidable coito, Tina sólo alcanza a murmurar la pregunta síntesis que encierra el amor cuando se hace sexo y cuando, en él, se convierte en vida: “¿Quién soy?”… Es que Tina ha abierto la puerta de su jaula y ha dejado atrás los límites que le imponía el Hombre y su multitud confusa de sentimientos, normas y conductas. Ha cruzado a un mundo más amplio donde tiene sentido su tierna cercanía a los animales salvajes, su goce íntimo de la soledad que impone la lluvia en el secreto del agua. Ha cruzado la frontera hacia un mundo más amplio.
Sabiendo su verdad como trol, buscará con Vore la libertad… pero Vore le revela a su vez la traidora realidad: Tina abandonó los límites de su jaula por la frontera del sexo y el autorreconocimiento, pero sólo para entrar en la jaula más amplia que le proponía la vida de Vore: su deseo de destrucción de la raza humana a la que considera una enfermedad para el planeta. “No son todos malos…” alega Tina, pero la verdad avanza. En un diálogo conmovedor con su padre (el sueco y veterano actor Sten Ljunggren), Tina resuelve su propia historia y, lentamente, su corazón se abre al horizonte final de su propio destino… que no revelaremos, por supuesto.
Un acercamiento a los bordes mismos de lo real, de lo humano y de lo natural. Un planteo diferente acerca de los límites que nos autoimponemos para descansar en la matriz de lo real, de las fronteras que nos seducen con su amargura de falsas libertades y de los horizontes liberadores que rara vez alcanzamos a distinguir. Una forma de entender nuestra condición existencial, a través de una película entre tierna y violenta, dura y amable, para que nos preguntemos en la intimidad de nuestras almas: ¿quiénes somos, verdaderamente, tras la vida y el amor?
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Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.
“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.
“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Los actores Eero Milonoff y Eva Melander en Border (2018).