El resto del elenco interpretativo —participante en el filme del realizador chileno Rodrigo Sepúlveda Urzúa—, si bien no tuvo tanta relevancia en el total de la cinta, por lo menos cumple con sus respectivos roles, pero se siente, incluso si no leíste la novela, que esos actores y el guión pudieron exprimirle mucho más material a sus caracteres artísticos y psicológicos. O sea, contextualizando el periodo en el cual se encontraban, así como la forma en que este les afectaba, a través de los distintos ámbitos de su existencia.
Por Ezequiel Urrutia Rodeíguez
Publicado el 16.9.2020
Estoy consciente de que, a estas alturas, muchos habrán expresado sus felicitaciones al director a cargo de esta adaptación. Por lo que no habría mucho que decir no se haya dicho, salvo quizá, que como adaptación, esta pieza carece de ciertos elementos que le brinden soporte, así como su cierre destaca por su abrupto corte, volviéndose insípido, así como desconcertante.
Dentro del mundillo de la “adaptación”, son conocidas tres fórmulas de trabajo, cada una con sus respectivos riesgos. Léase, un relato que sigue la obra original al pie de la letra, pero que se siente trillada, poco empoderada, así como predecible. Del mismo modo, una pieza que se toma sus libertades al momento de interpretar ciertos sucesos, pero que en el proceso pierde su identidad. Y finalmente, directores como James Wong, que filman una película de Dragon Ball sin jamás haber visto la obra. Este punto se explica solo.
En este caso, podría decirse que nos encontramos frente a la primera de estas, salvo por el hecho de que, sí, ya sea por tiempo, presupuesto, y demás gestiones, se saltó varios escenarios y líneas correspondientes, tanto entre Carlos y la Loca, como entre las mismas amigas de esta.
Sobre Lucía Hiriart, está claro que nunca saldría, pero al menos, si se iban a centrar más en la Loca, por lo menos debieron dar ese espacio para interactuar con la Rana, más considerando que le daría un mayor sentido al momento en que esta le dice: “No me diga que me la rapta el hombre”, dando por hecho que ya conocía a Carlos.
Pero algo que no puedo negar es que las actuaciones de sus protagonistas fueron más que satisfactorias. Reparto simple, pero que permite a sus centrales el suficiente espacio para mostrar lo que tienen, en especial Alfredo Castro, quien abrazó al personaje de la Loca con una maestría digna de su experiencia, agregando esa ironía que complementa su actitud queer mientras se ríe de la frágil virilidad de estos militares.
Sobre el maquillaje, he oído a muchos espectadores quejarse del aspecto básico (por no decir pobre) que la Loca y su grupo presentan. Comentarios que les acusan de caricaturizar a la comunidad travesti, y que mínimo, debieron haberse tapado las cejas, recurriendo además al delineador.
Algo que, en la práctica, tampoco es mucho pedir, salvo porque se olvidan que la Loca, aparte de ya tener años, era pobre en ese entonces, y considerando el año en que ocurren los hechos (1986), tampoco podemos exigirles un trabajo de pasarela. Y basta con decir que la caracterización de Castro se apega a lo descrito en las páginas de Pedro Lemebel.
Por otro lado, la actuación de Leonardo Ortizgris (Carlos) fue algo controversial. Es decir, ¿de dónde sacaron que nuestro frentista era mexicano? Por momentos sus comentarios se sentían fuera de tono, pero al menos se mantuvo en complemento con Alfredo durante sus juegos de seducción.
El resto del elenco, si bien no tuvo tanta relevancia, cumplen con su respectivo rol, pero se siente, incluso si no leíste el libro, que pudieron exprimirle mucho más material. O sea, contextualizando el periodo que se encontraban, así como la forma en que este les afectaba.
Un ejemplo de esto vendría de una de las amigas de la Loca, la cual, en la novela, demostraba una clara inclinación pinochetista, rozando en conflicto con la protagonista, al punto de llegar a los golpes. Esta compañera nos demostraría los riesgos de la propaganda y de las campañas de desinformación, hechos que resultarían ser bajos viniendo especialmente de ella, considerando la fuerte homofobia que existía en el Ejército y en la sociedad civil de ese entonces.
Ideas como esa, hubieran explotado el panorama, tanto social como histórico que el relato nos presenta.
Pero ahora, volviendo a la fórmula, es cierto que las escenas mostradas en la película cumplen con todo lo descrito por el autor, salvo un par de detalles, pero que no distorsionan la narrativa como tal. Experiencia que, sin embargo, no deja de sentirse compactada. Especialmente luego del atentado, donde todo es un frenesí hasta el encuentro en la playa, seguido de un Plot Twist que, además, no lograría entenderse por sí mismo.
Lo molesto de esta situación es que, como tal, la obra tampoco es tan gruesa. Con una secuencia bien ejecutada podría mantener su cohesión, incluso quitando las escenas de Pinochet y de su mujer. Pero bueno, al menos mantuvo firme lo que tenía que mantener, y hasta el cumpleaños de Carlos, todo se siente bastante orgánico.
Cabe agregar, que incluso si no supieron mantener el misterio con las famosas cajas, tampoco es que me pueda quejar mucho. Especialmente en estos últimos diez años, donde hemos tenido adaptaciones vergonzosas, desatinadas, y hasta cínicas, que solo existen para seguir explotando el nombre de una franquicia a costa de su fanbase.
Este sería el caso de Lakeith Stanfield para el Remake de Death Note de Netflix como el intrépido L (2018), hasta ahora recordado por su trabajo burdo y sobreactuado. Del mismo modo que Ella Jay Basco estropearía la figura de Cassandra Cain en Aves de presa (2020). Ejemplos de cuestionable trabajo, de cierta forma, inhiben este disgusto hacia la falta de escenas, así como a su cierre. Y bueno, de que sus principales escenas están bien logradas, no nos cabe la menor duda.
Y es que ese es el riesgo de adaptar una pieza que no sea tuya. Y en lo personal, mientras no hagan lo que Tim Burton hizo con Emma Bloom (2016), puedo aceptar dichas compresiones.
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Ezequiel Urrutia Rodríguez (1996) es un joven escritor chileno nacido en la comuna de San Miguel, pero quien ha vivido toda su vida en los barrios de Lo Espejo. Es autor del volumen Kairos (Venático Editores, 2019) su primera obra literaria, y la cual publicó bajo el pseudónimo de Armin Valentine. También, es un socio activo de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech).
Tráiler:
Imagen destacada: Alfredo Castro en Tengo miedo torero (2020), de Rodrigo Sepúlveda.