«Adam»: La continuidad de la vida (y de lo humano)

El filme de la realizadora marroquí Maryam Touzani compitió en el Festival de Cannes 2019 con esta bella obra audiovisual minimalista, y la cual establece una simple y profunda metáfora cinematográfica acerca del círculo cotidiano de la existencia, de sus renovaciones y de las segundas oportunidades, con el fin de que esta pueda seguir su camino por la vía menos dolorosa para los involucrados en esa trama eterna.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 25.9.2020

¿Dónde empieza o termina un ser humano? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Están sus límites en la piel? ¿En la sociedad que integra? Algunos aventuran que se es humano sólo en el espíritu y todo lo que sucede después —cuerpo y sociedad incluidos— es eventual, impredecible, caótico y sometido al albur del devenir y degradación del tiempo. ¿Llegamos hasta donde llega nuestro lenguaje, como decía Wittgenstein?

Siguiendo el mismo razonamiento, eso querría decir que todo lo que está del otro lado del lenguaje es una especie de nada, un “sinsentido” salvaje que funciona pero que no nos atañe, mientras que lo que está de este lado es donde los hechos y el lenguaje se identifican, porque los límites del mundo son los límites del lenguaje. Jorge Luis Borges, por su lado, ponía como límite la memoria: si te olvidan, mueres…

Y así vamos “indefiniendo” los confines del ser humano o, mejor dicho, de lo humano… de ese algo indefinido que tiene a la identificación como fuerza principal antes que la segregación: recuerdos, palabras, presencias, ausencias… todo se enlaza de una manera más o menos precisa o más o menos tenue, pero todo lo humano implica cierta calidad de identificación… No de unión de cosas, sino de identificación entre iguales… reconocimiento de la igualdad en las diferencias, cosas que nos permite empatizar con ellas, sean cuales fueran las culturas o creencias.

Hay una fuerza, una suerte de llamado irracional que tiende a aclarar los vínculos, a despejar los caminos y que es anterior —y opuesto— al llamado de lo racional que tiende a confundir, paralizar y levantar muros. Y con ese llamado racional nos referimos a todas aquellas estrategias del miedo que nos movilizan a la inmovilidad, implicando siempre un estancamiento y una consecuente contaminación de los sentimientos… Miedo del Hombre al Hombre y a la libertad de su naturaleza… y nos referimos en especial a la política, que es la más molesta y miedosa forma de pensar y sentir lo real.

Tal resquemor frente a lo que se es, genera todas aquellas barreras que detienen la evolución de la psique, y esto sucede porque en ese resquemor merodea la nada: dentro de lo humano todo, fuera de lo humano, el sinsentido, la mudez de lo natural que nos es inaccesible. Dentro de lo que tenemos de humanos se espera a que nos cruce, a través de la mente y del corazón, lo humano. Y esperar… sobre todo saber esperar, porque vivir es esperar. Esperar a que el amado llegue, a que la amada llegue, a que el niño salga de la escuela, a que el viejo muera. Toda religión es otra forma de esa espera, ya sea esperar mesías, iluminaciones o reencuentros, pero siempre es esperar a que el amor atraviese con su saeta (florida en la India y de hiriente acero en Occidente) nuestro corazón…

Supo escribir Publio Terencio Africano: “Homo sum, humani nihil a me alienum puto”: «Soy un Hombre, nada humano me es ajeno». Todo es humano y es en lo humano. Humano es todo lo que hay porque sólo es aquello que es humano, porque fuera del ser humano existe lo inconcebible… Y así arribamos a la idea de la unidad fundamental de ser no una persona, sino el Hombre mismo como especie. Entender que no tenemos límites. Que no terminamos ni empezamos. Que no somos individuos. Que todas nuestras barreras nacen de nuestra falta de amplitud de visión y que el amor es quien nos demuestra la unidad que nos asiste en nosotros y a pesar de nosotros.

En efecto: el amor traspasa todo lo humano de extremo a extremo, haciendo desaparecer cualquier desconexión, tramando nuestras vidas —de todos los espacios y tiempos— en un rosario multidimensional e inagotable: un tejido infinito de vida y amor. Sabio es el mandamiento bíblico que quiere ver que varón y mujer sean uno en la carne. Dice en Génesis 2:24: “Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne”.

Fluirás más allá de tus padres y serás uno con alguien que no pertenecerá a “tu sangre” sino que unirá tu ser al otro, para descubrir en el goce del sexo y del amor, la unidad fundamental de lo humano y cuya síntesis será la presencia del hijo. El hijo explica que nunca hubo dos amantes, sino que el sexo y el amor atravesaron de lado a lado nuestra Humanidad (que en nuestra miopía se divide en dos) y cristalizaron en esa unidad fundamental, en esa unidad del hijo, aunque seamos ciegos a ella por naturaleza, pero videntes por el espíritu.

Amar se trata de poner lo humano en el mundo, de humanizarlo, de darle lo mejor que este mundo ha podido engendrar: el Hombre como especie y como nido de inteligencia, sensibilidad y pasión en el seno de un Universo que se nos muestra helado, muerto y hostil.

 

«Adam» (2019), de Maryam Touzani

 

Una película de amores

Y este, nada menos, es el tema de la bella película Adam del 2019, de la no menos bella marroquí (tangerina) Maryam Touzani. Ambientada en las barriadas pobres de Casablanca, este filme enlaza los temas que hemos trazado a través de una historia simple, buscada y refinadamente elemental.

Samia (la marroquí Nisrin Erradi) viene llamando a varias puertas por los tortuosos, bullangueros y multicolores senderos de la ciudad para conseguir trabajo. Está embarazada y aunque conoce su oficio de peluquera es rechazada porque no tiene donde quedarse a dormir. Pronto nos enteramos que le ha mentido a la familia porque huye de ella: está embarazada sin haberse casado.

Su derrotero de rechazos termina en la casa de Abla (Lubna Azabal, hispano marroquí nacida en Bruselas), una viuda que administra una pequeña panadería y que vive con su hija de ocho años, Warda (Douae Belkhaouda). Abla abre la puerta: es también la dueña de una cara seca, áspera, enjuta y que contrasta con la redondez amable del rostro de Samia. A pesar de sus reservas, pero movida por ciertos dejos de piedad, Abla acoge a Samia en su casa durante una noche… aunque poco a poco irá bajando sus muros personales, cediendo ante los breves gestos de amabilidad de la recién llegada.

Así, con las circunstancias de Samia, comenzamos un paneo general acerca de uno de los temas que interesan a la directora: la situación de la mujer en la cultura islámica. En este caso, el desamparo de una embarazada de un hijo natural que busca en secreto tener a su bebé en Casablanca y darlo en adopción tras el parto. Nada se nos dice de su historia previa, y aunque Abla en un momento le recrimina por lo menos la desatención del padre, el guión se niega a darnos mayor información.

Samia es como un ángel sin historia que se hace amiga inmediatamente para Warda y que cae sin mayor pasado que su presente, en esa ajena vida familiar: un ángel sonriente, cariñoso y que sabe, casi mágicamente, de todo en cuestión de panes y pastelería, quedando atrás en la narración, sus conocimientos de peluquera.

Pero Abla también tiene sus problemas, que se irán develando para explicar la aridez de su personalidad. En su historia nos enteramos que cuando enviudó no pudo ni acercarse al cadáver de su esposo para despedirse porque la “la muerte no es para las mujeres”. Todos los hombres “capturaron” el cuerpo de su marido para enterrarlo según los rituales islámicos. Con estos episodios a su espalda, Abla se ha cerrado al mundo exterior y, entre otras cosas, rechaza los tiernos acercamientos románticos de su proveedor de harina, confesando su miedo a ser capturada por un nuevo matrimonio.

Pero la evolución de su relación con Samia le va abriendo un horizonte más fresco acerca de aquella relación. En este sentido, el papel de Aziz Hattab —el pretendiente— en sus pocas apariciones, va quitándole peso a la historia, del mismo modo que lo hacen las simpatías que derrama Warda, alivianando la densidad del relato y balanceando al conjunto del guión hacia una dinámica armonía de tensiones y de calmas.

El negocio, a partir de las habilidades de Samia, crece. Touzani se encarga de colocar la cámara siempre por encima de donde circula el dinero, sólo se lo oye en las manos de Samia que le entrega unas monedas a un insistente y molesto vendedor de perfumes que busca más compasión que ventas o en las manos de Abla que ayuda a unos jóvenes músicos callejeros que la bendicen y le extraen una sonrisa… en el resto de las ocasiones sólo vemos un ir y venir de comida y agradecimiento… ¿de qué otras cosas más importantes está hecha la vida? Ambas sonríen, colaboran y el negocio mejora.

Como decíamos más arriba, Touzani rescata el crecimiento de empatía entre ambas mujeres —cuyos conectivos son la niña y el bebé por nacer— a partir del progresivo derrumbe de sus barreras… las barreras de Abla por su resentimiento y de Samia por el miedo de “dejar un hijo bastardo” en manos del exigente mundo musulmán. Las exigencias tribales del islamismo (tan duras e inhumanas como las cristianas intolerantes) no pueden contra el dinamismo del pequeño mundo que se ha creado en esa casa.

Por su parte, la cámara de Touzani se desplaza con comodidad en los reducidos espacios en los que transcurre la cinta. La fotografía de la belga Virginie Surdej le da a la directora un universo donde parecen surgir imágenes del barroco europeo, que en varias ocasiones recuperan el intimismo de un Vermeer “recargado” —más cercano a Caravaggio en su tenebrismo— y que seguramente responden a la formación europeo occidental —londinense— de la directora.

Ahora, Abla y Samia ya no compiten sino que se fluyen mutuamente. Samia le enseña a no golpear la masa con sus puños —como si descargara culpa en ella—, sino que debe “entender” lo que amasa; a entender la harina… al mundo que, en definitiva, las construye y que Samia sabe identificar y educir hacia una mansa sabiduría. Es así que, en una escena particularmente tensa del filme, Samia sabe que Abla no quiere escuchar cierta música que había disfrutado junto al marido y la pone a propósito. El espectador sufre la tensión del momento, se presiente que la relación entre ambas pende de un hilo pero, sin embargo, tras el tenso forcejeo alimentado a duras miradas, Abla cede a la música y libera su cuerpo en una serpentina danza. Sola en su habitación, se ve en el espejo: sabe que su proveedor de harina puede devolverle el amor que ese cuerpo necesita. Y Abla sonríe.

Pero entonces ocurre el parto y ahora la que entra en crisis es Samia: no quiere a su hijo Adam. Quiere ponerlo en adopción inmediatamente, pero un día de fiesta en Marruecos la detiene y le da tiempo para recapacitar. En un momento, Abla la ayuda a fajarse para que los músculos y huesos se recuperen tras el parto, y es ahí donde ella refiere el quizás sea el punto central de la cinta. Dice Abla: “Mi madre cerró mis huesos cuando nació Warda… debemos cerrar lo que se abrió para dar vida…”.

A esa continuidad de lo humano refiere Adam. A ese cerrar el círculo de la existencia, para que la vida pueda seguir su camino por la vía menos dolorosa, es lo que Adam enseña. Enseña la evolución desde la comprensión hacia la tolerancia y desde allí, hasta cerrar el circuito para el amor entre las personas: esa equivalencia existente entre el amarse y el amar al otro cristiano que recuerda a las palabras de Mahoma: “Ninguno de vosotros tiene fe hasta que no ama para el prójimo lo que ama para sí mismo”.

Tras la puerta que finalmente se cierra, nos quedará el silencio de una madre y su hija dormidas, en paz, compartiendo por vez primera en la película, el lecho. Y mientras los créditos avanzan, tras el silencio inicial, ascienden los murmullos de la calle; las voces de los vecinos, los ruidos de los motores… Samia recuperará su amor por el hijo y el tejido del afecto habrá quedado restaurado. Las rasgaduras del delicado entramado, sanadas.

Ambas mujeres reconectadas abiertamente con y entre sus mundos, en una película sencilla y profunda, humilde como las callejas, portales y gentes de los andurriales que rodean Casablanca… Película que muy bien podría haber transcurrido bajo las grandiosas cúpulas celestes de la mezquita de Samarcanda… Es que, nos enseña Touzani, sólo se trata del Amor… ese Amor de Dante, “que al sol mueve y las estrellas”…

 

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La realizadora Maryam Touzani

 

 

Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Las actrices Lubna Azabal y Nisrin Erradi, en Adam (2019).