El drama social de la miseria se entierra como un cadáver vivo en el tráfago colectivo que levanta barricadas, saqueos de locales comerciales e incendios, en la desesperación de un pedido de auxilio horrendo y el cual nadie sabe de qué entrañas emerge: eso que entendemos, pese a nuestro dolor.
Por Hernán Ortega Parada
Publicado el 16.10.2020
No estoy sorprendido, no estoy sordo, no estoy afásico. Sólo quiero comprender. Y estoy molesto porque las razones de tanta desesperación en las masas incontenibles —que ya las conocemos de antes y ahora—, son un producto. Punto.
El fenómeno que tenemos encima, como una garra dolorosa, ni siquiera nos ha permitido gritar con desesperación. Y escucho opiniones de gente culta, de que el nuestro es un problema de cultura.
Nuestro problema, aclaro bajo mi perspectiva, es el silencio de aceptar como “amigos” de ruta una acracia portadora de muchas de las debilidades sociales que aparecen en la antigüedad y que subsisten hasta los tiempos de hoy. No es falta de cultura.
Esa categoría social ha sido imborrable, a veces desestimada, a veces utilizada como “carne de cañón”, tal cual ha sido la breve historia de nuestro salitre y de otros acontecimientos anteriores o posteriores; este registro de nuestros aconteceres se oculta en forma idéntica como las matanzas de pueblos originarios.
Antes de que los europeos se tomaran las planicies patagónicas, existían numerosos pueblos que guerreaban entre sí, más no se aniquilaban del todo. No hablemos de Norteamérica y de México, como “ejemplos”. Más, llegaron las armas de fuego para establecer superioridad y dominio y extinción masiva.
Hay que remitirse a la historia de la humanidad, o con más propiedad, al nacimiento y a la protección que ha tenido sistemáticamente el género llamado “burguesía”, desde la aparición de las ciudadelas y de sus aparatos defensivos. Empíricamente, los “burgos” o ciudades amuralladas.
Como decía Martín Cerda —lúcido maestro—: “El desarrollo de la burguesía debe ser, en efecto, seguido a través de la lenta formación de sus grandes categorías o principios: libertad individual, igualdad de derecho, tolerancia… Fue en ellos que se sostuvo centenariamente para vivir un mundo adverso, hostil y amenazante, y constituyeron el supuesto de cada una de sus posteriores ‘ordenaciones’ históricas (social, económica, institucional, “ideológica”). Pero enseguida viene la advertencia: ‘El burgués –decía Groethuysen- no refuta a sus adversarios con argumentos sino con actos’”.
Por supuesto, el drama social de la miseria se entierra como un cadáver vivo.
Sin embargo, una dialéctica conocida especifica que el mundo está comprometido con un crecimiento sustentable. Pero no se está en un mundo de desarrollo perfectamente equilibrado desde aquellos tiempos a la fecha. La actitud de los reyes del pasado, de sus consejeros íntimos, de sus generales, que les brindaban protección y seguridad, ha permanecido incólume por los siglos.
Los “burgos” crecieron gracias al gran comercio; comercio amparado justamente por los poderosos (armas y dinero). Y, en los hechos, la historia nos dice que el poder pasó a los reyes y a las iglesias como un honor aparentemente espiritual, pero el dinero siempre fue manejado en secreto por otros. Las iglesias constituyeron un pilar dentro de esos sistemas; y todavía permanecen sólidos.
Existe un movimiento sincrónico pero no visible, en el cual los mercados dominantes reducen los efectos ocasionados por la acción de los mercados llamados libres; eso es evidente en un país como el nuestro que ha firmado todos los tratados internacionales que ha podido con el fin de colocar en el extranjero sus productos naturales y propios.
Dicha política ha hecho de Chile un país “sin fronteras”, pero muy débil al dominio de las grandes empresas transnacionales. Este país, en subsidio, mejora las condiciones tecnológicas de su balanza, sin embargo se ha abierto a la angurria de sus sostenedores que guardan para sí inmensas fortunas (la fruta, los salmones, la pesca, la minería, los medicamentos).
Los dineros liberados de impuestos obran en financieras secretas del extranjero. Son más bien productos de especulaciones y, por lo tanto, estos “canastos llenos” no se comparten: se guardan para el propio beneficio y permanecen en el exterior (como si nadie se diera cuenta).
Esto, a simple vista, es un hedonismo por el dinero y crea cuerpos dolorosos de los que permanecen sin techo: que viven hacinados —dos o tres niños por cama—, la mujer sale a trabajar, el hombre descarga sus gametos en ella y apura el alcoholismo —con lo cual pretende ocultar su destino—.
Ellos suelen “pensar” en enviar a las niñas o muchachos a los liceos para crear una esperanza en el futuro, pero la mayoría no pasa de los primeros cursos de educación formal. Y esta casuística trágica permanece en el arrabal porque el “progreso” no los toma en cuenta.
Naturalmente se incuba una decepción y la “vida” no les permite alcanzar ciertos grados de compensación a través de la delincuencia y la droga. La droga es un caso especial que no se detiene en las fronteras, porque “el mundo es ancho y ajeno”. Lo dicen los “lanzas” que viajan por el mundo.
¿Qué pasaría si todos tuviéramos educación completa y trabajo decente?
Esa contestación la tiene solamente el “sistema neoliberal”; herramienta, por decirlo así, internacional y vidente para empresarios. Sólo una minoría (menos de un décimo de la sociedad) vive en un mundo light; un tercio —si aumentamos—, vive bien de un chorreo. El resto, se las arregla con pensiones misérrimas y se muere en las puertas de los hospitales. Y los hospitales carecen de insumos.
“La antipolítica es el reino de los expertos y de los intereses, que pretende saber lo que es bueno para la sociedad entera. Hoy, el neoliberalismo, en su desdén por el proceso político, es un ejemplo de la antipolítica”, explicó el canadiense Myron J. Frankman, profesor de economía en Montreal.
Por esta dirección se entiende el fenómeno de la globalización; sin embargo, la globalización en sí no es desdeñable, al contrario.
Hablamos de un “producto” que se maneja como un palimsesto. Nada más evidente. El producto del neoliberalismo es la pobreza extrema que tenemos en nuestro país, en otras latitudes y, aún, en los Estrados Unidos (la pobreza se esconde allí bajo la alfombra de las armas y la tecnología).
En las universidades de ese país existe rechazo por la orientación mercantilista de las enseñanzas económicas. Esperamos que los movimientos que se incuban y florecen en Francia ocasionen una reflexión profunda en ese país y en el resto de Europa.
La propia Asia y el mundo ruso deberán observar con mucho cuidado los efectos que derrama y proclama Estados Unidos.
Sin embargo, y volviendo a nuestra desolada realidad, estamos observando los cambios que movilizan al Gobierno y, aún, a los propios hombres de la política nacional. Aparecen inesperados porcentajes fuera de realidad, como si se hubieran roto los bolsillos de los protagonistas que manejan las arcas fiscales. Todavía es posible que sus ejecutivos, y ejecutores, no entiendan el tráfago social que levanta barricadas, saqueos de locales comerciales e incendios.
Pero… ¡felizmente!, esas mujeres y hombres que entienden de su propia educación, han sumado un millón y medio sólo en Santiago; contando, de todas formas, con los cientos de miles —tal vez dos millones— que suman en provincias.
El país se toma el derecho a un cambio.
Por eso, desde muy lejos, llega derramada la desesperación de un grito horrendo que nadie sabe de qué entrañas emerge: el grito de Munch, eso que entendemos pese a nuestro dolor.
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Hernán Ortega Parada (1932) es un escritor chileno, autor de una extensa serie de poesías, cuentos, notas y ensayos literarios.
Imagen destacada: El grito, de Edvard Munch (1893).