[Crítica retro] «El ciudadano ilustre»: Gente que vino a mi vida

Ganadora del Premio Goya a la mejor película iberoamericana en 2017, este largometraje de los directores argentinos Gastón Duprat y Mariano Cohn, confirma la supremacía y la delantera que tiene la cinematografía rioplatense, en cuanto a calidad técnica y artística, por sobre las demás industrias del continente. Protagonizada por un revitalizado Óscar Martínez, quien obtuvo la copa Volpi en el Festival de Venecia de 2016, por su actuación en esta cinta, la historia relata la irónica y grotesca visita de un ficticio escritor trasandino vencedor del Nobel de Literatura, a su terruño pueblerino y natal.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 12.2.2021

“Perdido en el hall de la estación semivacía, Emilio Renzi mira los andenes mal iluminados, la luz amarillenta que se extravía en la oscuridad. Frágil, envejecido, viste un abrigo negro que lo empalidece, acentuando su aire torvo y abstraído. Todo es lejano, vagamente irreal, como si siempre hubiera estado en ese hall esperando para viajar, como si hiciera años que hubiera recibido el llamado”.
Ricardo Piglia, en Nombre falso

El cine que se habla en castellano y se produce al sur del Río Grande tiene un modelo creativo y de gestión, a seguir, sin parangón y sin discusión: al séptimo arte argentino, la principal industria al respecto, de esta parte del mundo.

Sus directores, en efecto, compiten por el Oscar (y lo ganan), y sus películas y actores disputan y enfrentan, y pelean sin complejos ni humillaciones, ante los millones de euros facturados por una producción española, y otros tantos dólares, de títulos grabados en el resto de Europa, y los Estados Unidos.

La construcción artística de El ciudadano ilustre (2016) se fundamenta, primero que nada, en la interpretación excepcional, brillante y particularísima de Óscar Martínez (el escritor Daniel Mantovani, auto exiliado en Barcelona, España), y quien luego de recibir una ingenua y casual invitación, emprende una fugaz e incógnita visita, que incluye charlas y reconocimientos, a su pueblo natal, Salas, ubicado a unos 700 kilómetros del Gran Buenos Aires. Será la ocasión perfecta para saldar deudas con su pasado, y restablecer las piedras angulares de su identidad personal, familiar y colectiva.

Fortaleza dramática: el libreto redactado por Andrés Duprat, en un estilo de comedia negra y esperpéntica, irónica, cruel, hilarante, recaba en las contradicciones esenciales de ese hombre maduro, soltero, y su relación con la conflictiva “argentinidad” de sus raíces.

Toda la vida se la pasó huyendo, confiesa Mantovani, de esa localidad de casas de fachada continua y de plaza con plano de “damero”, pero los personajes ficticios e inventados por él, siguieron detenidos en el tiempo, y caminando por esas tranquilas calzadas, trasladándose arriba de un caballo, comiendo asado de vacuno, apagando su sed con sorbos de mate, y vinculándose en una dinámica sociológica y antropológica, propias a las de una comunidad agraria y suburbana.

Ese sosiego esconde pulsiones anímicas, complejos sociales, resentimientos triviales (aunque profundos en sus considerandos psicológicos), que explotarán cuando el narrador, quien se ha inspirado en su infancia y juventud a fin de planear un imaginario literario y creativo, establezca contacto, durante cuatro días bestiales e intensos, con esos seres que habitan aquel pueblo fantasma, y las páginas de sus cuentos, novelas, discursos y textos críticos.

Este es un largometraje que festeja a Juan Carlos Onetti (uruguayo), a Julio Cortázar, a Ricardo Piglia, y un poco a Borges (recordemos que el inolvidable Jorge Luis, cimentó el piso de su notable bibliografía en el sur añejo, venido a menos y aristocrático del antiguo sur bonaerense, antes que en el campo y las haciendas más adentradas en el interior).

La ausencia de los padres, abandonos y culpas perennes, identidades difusas, viejos amores que subsisten en la memoria sentimental eterna y latente. Una cámara que capta luchas simbólicas, estéticas e ideológicas. El arte criollo que rebate en su concepción autóctona y campestre (mediante el nudo argumental de un concurso de pintura), a la forma y al modo de crear en Europa y Norteamérica.

Es la civilización y la barbarie que se superponen sobre códigos y una lógica, racionalista y progresista, que hunde sus contemplaciones y disquisiciones, en el siglo XIX (Domingo Faustino Sarmiento y compañía).

El lente (propiciador de colisiones íntimas y globales): el protagonista discurre por el pueblo como un turista impresionado por esas casas que pensó haber dejado atrás y en lo pretérito, discurre con la plasticidad, en su fotografía, y en la estética de la ruralidad gaucha, agreste, matonesca, donde los silencios, los golpes, los insultos, establecen una verbalidad y una gestualidad, inserta en núcleos arcaicos de socialización.

Así, las diversas estrategias oculares de esa cámara (planos, montaje, acercamientos, su contrario, y movimientos), meditan, ideologizan y difunden, de una manera audiovisual, claro está, ese trauma y herida intelectual para la ilustrada y presuntuosa elite cultural argentina: la negación del Nobel de Literatura, a los mencionados Borges y Cortázar, por citar a los casos más ejemplares.

La trama se explaya en instantes y momentos de grande, colosal y narrativa intensidad, a veces bajo la forma y encuadres, de un largometraje documental: Daniel Mantovani busca, pesquisa, la vieja morada de sus padres, en el cementerio y en los recuerdos geográficos, urbanos, testimoniales, vetustos, pálidos, en ruinas, también, por supuesto, las señas, la suerte de esa mujer, Inés, guardada en las ilusiones y expectativas enterradas.

Y vital, presente, una efigie y figura que respira en cientos de páginas, en miles de palabras y en millones de párrafos, concebidos, vengados y escritos, por ese autor errante, solitario, pero extrañamente muy seguro de sí mismo.

Felicidad y un cuento en la fogata (de Borges), relatado por otras decenas de novelistas, de leyendas populares: dos hermanos peleados a muerte, aunque unidos por el amor de una mujer, prostituta, pelirroja, paraguaya.

Tópicos históricos e intelectuales, que son específicos de una conciencia nacional (la Argentina), se analizan a través de una película conducida por diálogos y tiempos que reflejan talento literario (las cualidades del guión), genio audiovisual (técnicas desplegadas con experta y trabajada intuición artística), y alta cualificación dramática (el desempeño global del elenco actoral inmortaliza a un conjunto de festejados intérpretes y profesionales).

Amor juvenil, soltería adulta y contemporánea para Daniel Mantovani, en una teorización acerca de la realidad diegética, y de la magna, inentendible, universal y llena de significados, que la exprime, sintetiza, refleja, sobre un espejo múltiple y caleidoscópico, un encuadre, un fotograma.

La huida, el regreso a Barcelona, la perspectiva de unas sujeciones dejadas en lo acaecido, en el olvido, en un beso (“toma” bellísima esa), inesperado, dulce, tierno, fugaz, esperado por, ¿treinta, cuarenta años? Al lado de una laguna seca, al interior de un automóvil averiado, con notorias fallas mecánicas, una caricia a ese sin fin de máscaras y rostros, una lista de gente, que no conozco, que me es indiferente, multitudes anónimas que paradójicamente, se arrimaron a mi vida.

 

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Tráiler:

 

 

Imagen destacada: El ciudadano ilustre (2016).