El texto del pensador alemán Markus Gabriel (en traducción de Jean-Paul Grasset y editado por Roneo en 2019) ejecuta un análisis metafísico y epistemológico, al problematizar el estatus de la creación, al intrincarse e involucrarse con los sujetos y la realidad.
Por Nicolás López-Pérez
Publicado el 14.2.2021
En un ensayo titulado Derecho a la belleza (2000), el filósofo Pablo Oyarzún problematiza el estatus en que los sujetos se intrincan e involucran con la belleza. En el texto, la aproximación al asunto es histórica y conceptual.
Por una parte, describe una explicación clásica de la belleza como “plenitud de presencia”. Por otra, un juego de relaciones entre un efecto o ánimo del instante (la jovialidad) y el sedimento que queda tras el contacto.
Oyarzún intuye, en definitiva, que la belleza parece no estar ni en las cosas —como propiedad o característica— ni en el observador que adjudica ni es “el efecto volátil de un encuentro”. Sino parece estar ahí, con independencia del tiempo y el espacio y se percibe a lo lejos como un memento entre lo fugaz y la pérdida, donde operan los vehículos de escape como el arte y la poesía.
¿Podría afirmarse que la belleza frente a los sujetos tiene un carácter autónomo? ¿Para qué problematizar el estatus de la belleza frente a los sujetos? Tal vez porque el sustento de un campo magnético que captura al observador y que puede ser anterior, intersticial y posterior a éste. Contra cualquier racionalidad, la belleza podría ser un misterio que orbita alrededor de, por ejemplo, una obra de arte. Esto no excluye otras posibilidades. De momento, lo que viene pretende merodear en torno a la condición de posibilidad del arte.
El trabajo de Markus Gabriel (Remagen, Alemania, 1980), con traducción y estudio preliminar de Jean-Paul Grasset, y que la editorial Roneo tuvo a bien patrocinar, ingresa oblicuamente en esta discusión de sentido, significado y, a la postre, tejido de poder que subyace al arte.
El poder del arte ejecuta un análisis metafísico y epistemológico, problematizando, en sentido contrario a lo de Oyarzún, el estatus del arte al intrincarse e involucrarse con los sujetos y la realidad. En esa línea, no interesa la transitoriedad de los individuos o grupos que se van vinculando con las obras, sino la autonomía que éstas tienen en tanto articula, lo que el autor llama, “campos de sentido” y cómo estos producen —más que reproducen— la realidad.
A modo de una temprana digresión, Gabriel forma parte del “giro realista” y de lo que el joven filósofo español Ernesto Castro resume bajo el rótulo “realismo poscontinental”, en el panorama erudito del siglo XXI.
Este autor, junto a otros teóricos destacados, entre otros, Maurizio Ferraris, Quentin Meillassoux y Graham Harman, propone nuevas preguntas y respuestas sobre asuntos de relevancia filosófica en la historia de la disciplina.
En específico, sobre la realidad de los universales, la existencia del mundo externo y sus formas posibles de percepción y certidumbre.
«Vivimos una época estética»
En El poder del arte hay algunas remisiones al corazón del sistema filosófico de Gabriel ¿Por qué el mundo no existe? (2013). Sin perjuicio de ello, no es imprescindible tener la lectura de ese texto para adentrarse en sus tesis sobre el arte. Es más, el prólogo de Grasset aporta los insumos precisos para fortalecer el conocimiento de la línea argumental del proyecto de Gabriel.
De ¿Por qué el mundo no existe? se desprende que hay infinitos mundos que se van traslapando en parte y, que, parcialmente, son independientes entre sí. El traslape va más allá de una reafirmación mental ontológica (soy yo en un espacio–tiempo), pudiendo afirmarse que hay una percepción compartida —asociada o no— de ámbitos que integran una serie de cosas. Sobre esto, Gabriel sugiere el concepto de “campo de sentido”, vale decir, lo que nos hace sentido dentro de una lógica con la que percibimos y entendemos un fenómeno.
Los “campos de sentido” pueden ser infinitos (o indefinidos, si se prefiere), se traducen también como modos de presentación (quizás, un viaje express a la distinción entre sentido y referencia de Gottlob Frege). En el mundo, los “campos de sentido” acontecen. Y cuando Gabriel señala que el mundo no existe, es porque no podemos tener una imagen o intuición del mundo que sea absoluta (puede consultarse el libro Sentido y existencia, de 2017).
Este planteamiento se verifica, por ejemplo, cuando queremos tener la imagen del mar en una fotografía. El mar no cabe en un plano fotográfico. Es prácticamente inconmensurable. Y la selección que la fotografía entrega es una parcela de la realidad del mar. No es el mar tal cual es. Es el mar —o trozo de— tal cual lo ve un espectador (una tesis complementaria en Modos de ver, de John Berger).
El filósofo alemán sugiere como ejemplo, las posibilidades de vista que tiene el volcán Vesubio. Verlo, paradigmáticamente, desde Nápoles, es distinto a verlo desde Pompeya. O puede variar el observador, pero, ¿existe un Vesubio real? ¿O existen los Vesubio que ven las demás personas?
De ¿Por qué el mundo no existe?: “Cualquier verdadero conocimiento es conocimiento de una cosa en sí. Un verdadero conocimiento no es una alucinación o una ilusión, sino una manifestación de la cosa misma” (p. 130). Téngase presente.
Aterrizando en El poder del arte, el comienzo es la materia prima instrumental, en sus palabras: “Vivimos una época estética. Las obras de arte están presentes en todas partes. Hoy en día, en particular, se está volviendo cada vez más difícil distinguir el arte del diseño. Al fusionarse, las obras de arte y los objetos de diseño cambian de forma y de aspecto, y aparecen allí donde no se les espera.” (p. 29)
La idea no parece nueva en la era digital. Tiene una similitud con la fachada desde donde Boris Groys en Volverse público comienza su argumentación. En sus términos: “Todo el arte surge corno diseño, ya sea diseño religioso o diseño del poder” (Caja Negra, 2014, p. 52).
A la vez, este autor discrepa con la autonomía y el poder del arte que Gabriel argumenta en su ensayo.
Un campo de sentido sobre el mundo
Si el arte parece estar en todas partes y si consideramos que cada tendencia artística (o escuela, digamos) adolece, en alguna forma, de obsolescencia de fama y novedad, cada vez se insta a una diversidad valorativa de las maneras de concebir y construir el arte. Asimismo, la cantidad de campos de sentido se multiplica exponencialmente y el arte, en la misma proporción, incrementa sus niveles de autonomía.
Gabriel comienza su exposición con la pregunta “¿cómo es que el arte se ha vuelto tan poderoso que ni siquiera podemos imaginar una realidad que no esté gobernada por sus parámetros?” (p. 30). En adelante, continúa señalando que el arte se convierte en la regla y no en la excepción, tal vez por una sobreestetización del mundo o de las facciones de mundo.
La época es visual y la imagen puede más que un texto. Establece su campo de sentido sobre el mundo, un campo inamovible y generador de significado. En efecto, Instagram se ha convertido en la red social más usada y más influyente sobre los comportamientos tanto virtuales como ¿reales? de los usuarios.
Es patente el movimiento de cuerpos en manifestaciones públicas o la adhesión a presuntos estilos de vida (influencers, por ejemplo) cuya ignición reside en espacios digitales donde la información lee a sus consumidores y no al revés.
En ese sentido, con la primacía del diseño en el radar, “lo artístico” e incluso “lo bello” se tornan como vectores para el deseo como eje del consumo y la producción de objetos en un mundo salvajemente capitalista.
Ahora bien, Gabriel habla —en sentido estricto— de obras de arte, recurriendo a la tesis ontológica de Arthur C. Danto, según la cual el estatus de una obra —u objeto— depende de su contexto. En esa lógica, los readymade de Marcel Duchamp, por nombrar al urinario o a la rueda de bicicleta, participan. Y con esa referencia, busca aislar a la tesis del constructivismo estético mediante el “Nuevo Realismo” que no considera a las obras de arte como construcciones, sino como una composición de distintos “campos de sentido”.
En sus palabras: “la experiencia estética, es decir, la percepción de una obra de arte, es generalmente una relación perceptiva de segundo grado: una relación perceptiva en una relación perceptiva” (p. 51).
Si se racionaliza la composición de una obra de arte, es probable que ese “estar ahí” esbozado en la tesis de Oyarzún, sea un enlace de sentidos posibles que desemboca en el poder del arte que absorbe a sus, digamos, espectadores.
A la postre, según Gabriel, estaríamos en la obra sin posibilidad de entrar o salir a piacere. Tampoco es que nuestra interpretación de las obras de arte sea la gran cosa, ellas son independientes del arbitrio. En esa línea, la tesis se acerca tenuemente a la irrelevancia de la interpretación que postuló Susan Sontag en Contra la interpretación (1996).
Los elementos de su composición son su sentido, su propia música, su poder y la forma cómo se entiende a sí misma. En esta tesis, las obras de arte son libres antes, entre, y después del espectador. La radical autonomía que postula Gabriel es un estatus que una obra gana por el hecho de ser creada. La noción de absoluto se trastoca. El mundo no existe, pero sí sus visiones.
Lo mismo pasa con las obras de arte. Los objetos del arte se asoman junto con su sentido. Y desde el sentido, la conclusión provisional del ensayo: “Cada obra se juzga a sí misma; es su propio juicio estético (…) Somos atrapados, o no, por las obras de arte. Tal es el poder del arte” (p. 91).
Desde ese lugar, salimos de las obras de arte como meros objetos y nos movemos en torno a una subjetividad objetivada, hecha de sentidos y miramientos desde perspectivas tan indefinidas en número como concatenadas con el ser de la obra en sí.
Como un campo magnético sobre una plenitud de sentido. Las obras de arte, entonces, nos harían sentido por sus diferentes componentes y justificarían su propia existencia, estatus e incluso su potencia.
Markus Gabriel escribe un ensayo que consagra la omnipresencia del arte con una producción de sentido desencadenada. Es probable que ni el arte ni la belleza existan como le ocurre al Vesubio, pero sí sus “campos de sentido” que confieren coherencia y razón tanto a su afirmación como al presente dominado por una “época estética”.
Nos queda debatir sobre el espacio del poder sobre el poder del arte, cómo los campos de sentido son direccionados en las distintas parcelas de realidad que concurren a la observación.
Al fin y al cabo, no parece ser —a contrario sensu del inicio— que tengamos un derecho al arte (o a la belleza), sino que el arte tiene un derecho a nosotros.
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Nicolás López–Pérez (Rancagua, 1990). Poeta, abogado & traductor. Sus últimas publicaciones son Tipos de triángulos (Argentina, 2020), De la naturaleza afectiva de la forma (Chile/Argentina, 2020) & Metaliteratura & Co. (Argentina, 2021). Coordina el laboratorio de publicaciones Astronómica. Escribe & colecciona escombros de ocasión en el blog La costura del propio códex.
Imagen destacada: Markus Gabriel.