Quizá el mayor recurso, y el mejor trabajado de la novela, es el humor que se presenta de manera transversal a lo largo de cada uno de los capítulos, y el cual tiene que ver con la poética del absurdo, que intenta evidenciar las contradicciones de la sociedad actual, al develar el ridículo de ciertas lógicas presentes en la realidad inmediata.
Por Francisco García Mendoza
Publicado el 28.3.2018
En la literatura chilena hay tres novelas imprescindibles cuando se habla de la cárcel como espacio significativo para la construcción de personajes. Hijo de ladrón (1951) de Manuel Rojas, Cárcel de mujeres (1956) de María Carolina Geel y El Río (1962) de Alfredo Gómez Morel son acaso los referentes obligatorios cuando se trata de novelar el mundo del hampa. Sin embargo, haciendo caso omiso de esa tradición -lo que por supuesto es, en este caso, un acierto-, Ricardo Elías publica A la cárcel (2017) bajo el sello editorial argentino Alto Pogo.
El chileno, obviando también la oferta editorial nacional, se desmarca además de las temáticas imperantes en la narrativa chilena contemporánea: aquí no hay auto ficción, no existe tampoco un narrador en primera persona, no está la fragmentación del relato, ni mucho menos un intento por retratar el mundo de la inmediatez milenial que algunas novelas actuales se están atreviendo a explorar. De ese modo, el título de Ricardo Elías se puede pensar como una novela doble o triplemente marginal.
La cárcel de Ricardo Elías no es más que una excusa, un escenario utilitario para narrar la verdadera historia que motiva y mueve a los protagonistas del relato: el insólito descubrimiento de un fósil de dinosaurio en un túnel que debía servir de escape para los prisioneros.
Quizá el mayor recurso, y el mejor trabajado de la novela, es el humor que se presenta de manera transversal a lo largo de cada uno de los capítulos. Boticheli, por ejemplo, uno de los personajes encarcelados, comenta cuál fue su delito al intentar robar un almacén atendido por una anciana: “Es fácil ser general después de la guerra, Lalo, pero ahí mismo la huevada es distinta. Todavía tengo pegada la cara de la vieja al verme. Quedó como estatua. Yo creo que la cuchara se le paró ahí. Cuando se cayó encima de la repisa ya estaba muerta” (17-8). O cuando el narrador, refiriéndose al mismo personaje, utiliza el recurso humorístico a la hora de articular el relato: “Su padre, viudo, había muerto hacía ya varios años sumergido en el alcohol, literalmente. Trabajaba en una fábrica de destilados y un día se cayó por accidente al enorme contenedor de pisco. No sabía nadar. Los empleados se percataron el día después” (51).
El humor que trabaja Ricardo Elías en su novela tiene que ver con la poética del absurdo, que intenta evidenciar las contradicciones de la sociedad actual, con develar el ridículo de ciertas lógicas presentes en la realidad inmediata. Cuando los presos deciden compartir su descubrimiento con un experto en el tema, este les comenta que: “(…) ese tipo de descubrimientos estaba catalogado como patrimonio de la humanidad y que era ilegal tenerlos sin autorización. Aquello incluso podía ser sancionado con cárcel” (102).
Hay personajes que encarnan el ridículo del poder, arquetipos, como el Ministro de Justicia o Gualdo Tapia, el alcaide, quien cuestiona y sospecha de uno de los reclusos porque este asiste diariamente a la biblioteca de la cárcel a leer:
“-¡No sé, pues! Tú sabrás mejor que yo, ¿no? A ver, cuéntame una cosa -dijo acercándose-. ¿Qué hay dentro de esa biblioteca que tanto te llama la atención?
-Libros -respondió Lalo-. Una gran cantidad de libros.
-¿Libros de qué?
-De todos los temas: libros técnicos, de ficción, de historia.
-¿Y para qué, oye?
-¿Cómo para qué? Para leerlos.
-¿Y alguien los lee?
-Bueno, yo estoy leyendo algunos.
-A ver, a ver, cuéntame una cosa. Pero estos libros… ¿están en el suelo, en una caja, uno los pide? ¿Cómo es la cuestión?
-Los libros están ordenados en repisas, alcaide, cada una corresponde a una categoría distinta.
-No te puedo creer, oye. ¿Así que eso es lo que hay en la biblioteca? Mira tú. Ya, me convenciste. Uno de estos días voy a ir a mirar” (74-5).
En la cárcel de Ricardo Elías, y posterior al descubrimiento del fósil, es común ver a los internos reflexionar sobre la delincuencia, sobre la moral, la filosofía, presenciar discusiones en torno a los orígenes del hombre, sobre la evolución e incluso intensos debates sobre la dialéctica del bien y el mal. Los habitantes de la cárcel se convierten en personas ilustradas, subvirtiendo de ese modo las lógicas que definen lo marginal. Ya no se sospecha de los libros, salvo contadas excepciones: “Los encargados revisaban uno por uno los títulos con bastante calma. Nunca nadie intentó ingresar algo extraño dentro de ellos. Una vez solamente detectaron una enorme lima introducida en una colección que despertó inmediata sospecha, por tratarse de libros de autoayuda” (178).
La cárcel de Ricardo Elías es una cárcel que podría ser todas las cárceles. En su escritura se materializa ese imaginario en donde existe un patio, un pasillo y las celdas de los reclusos dispuestas una al lado de la otra. Lo relevante de la novela radica en la presencia de este dinosaurio y toda la revolución cultural que se inicia a partir de su descubrimiento. Las inversiones de las lógicas, los cuestionamientos y la ridiculización del poder, el absurdo que expone las contradicciones de ciertos comportamientos o discursos, tienen que ver justamente con la presencia del fósil.
Una carta escrita a John Allen, director del Museo de Historia Natural de Londres interesado en el hallazgo, casi al finalizar el libro, es un buen resumen de lo que se intenta lograr con la novela: “Aún me cuesta creer que el resto de lo que conformaba una pieza así de relevante se haya extraviado debido a la insensatez y la ignorancia de la gente que ostenta el poder (…) el nombre del fósil es Juan Cachantún Faiste y su descubridor es Lalo Cartagena, para que, por favor, lo agregues al rótulo de la pieza en la vitrina del museo” (214).
Crédito de las fotografías: Fundación Cultural de Providencia