El filme del realizador francés Florian Zeller es una excelente obra dramática dirigida por su propio autor y dos grandes de la escena como actores principales, que dan como resultado una joya cinematográfica que conmueve a todo espectador sensible.
Por Jordi Mat Amorós i Navarro
Publicado el 6.4.2021
«Me siento como si estuviera perdiendo todas mis hojas por el viento y la lluvia».
Anthony
El famoso dramaturgo parisino en esta excelente ópera prima adapta su obra teatral Le Père que ha sido representada con éxito en distintos escenarios de todo el mundo. En España se estrenó en 2016 en el Teatre Romea de Barcelona con el gran Héctor Alterio como protagonista.
Aquí es otro extraordinario actor quien interpreta a Anthony, el anciano padre aquejado de Alzheimer que poco a poco se sumerge en el terrible caos de su implacable enfermedad.
Anthony Hopkins nos ofrece una caracterización sublime de ese desaparecer en la pérdida de uno mismo. Sin duda Anthony es Anthony, no parece para nada casual esa coincidencia entre actor y personaje.
Lo observa, lo cuida y lo llora su hija Anne a quien da vida otra colosal intérprete: Olivia Colman.
Una excelente obra dramática dirigida por su propio autor y dos grandes de la escena como actores principales dan como resultado una joya cinematográfica que conmueve a todo espectador sensible. Especialmente a aquellos que hemos tenido a padres o abuelos aquejados de algún tipo de demencia senil.
Porque viéndola no sólo recordamos esos difíciles momentos en que nuestro ser querido se perdía en el olvido sino que además vivenciamos la desesperación que siente una persona aquejada de demencia.
De alguna manera también somos Anthony, perdemos como él los referentes, nos cuestionamos —como él en sus momentos lúcidos— qué es real y qué es desvarío en esas imágenes inciertas vivenciadas.
Y esa cualidad empática, ese sumergirse en la demencia, es a mi entender la mejor baza de The Father —y no son pocas en la obra, las descritas y también la excelente banda sonora que firma el maestro Ludovico Einaudi, la que además incluye temas operísticos clásicos que estremecen por su belleza—.
Debo advertir al lector que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.
El reloj
Un hombre enfadado porque cree que le han robado su reloj de pulsera. Esa es la primera impresión que recibimos sobre Anthony al inicio del filme. Un hombre al que no aguanta ninguna cuidadora. La última fue insultada y acusada por ese supuesto robo.
Y Anne que ya no sabe qué hacer con su desorientado padre que en su orgullo no acepta sus carencias ni reconoce que necesita ayuda.
Ese reloj que la hija encuentra es el mejor salvavidas de Anthony en su desesperada lucha por mantener el control de su día a día. El reloj con el cual pretende pautar los tiempos de las rutinas que él necesita para no dejarse arrastrar por el caos de la enfermedad degenerativa que lo devora.
Ahí están su mirada perdida, su desconcierto que intenta disimular con bromas y las preguntas que lo delatan: ¿es la mañana o es la tarde?, ¿he comido o no?
El tiempo presente se deshace, sólo el pasado parece seguro y es evocado. Un pasado invadido por las desconcertantes novedades del presente no reconocido. Las caras y los espacios familiares se confunden con los advenedizos escenarios y personajes del ahora y del aquí.
Caras y lugares
Zeller retrata esa confusión con maestría. Especialmente la sensación desoladora e inquietante de esos espacios desconcertantes que Anthony vivencia. La soledad se palpa en la desnudez espacial, los pasillos se ven inmensos, los sonidos cotidianos suenan amenazantes…
El espacio conocido, su piso de siempre se funde —se confunde— con el piso de Anne en el que reside temporalmente y con la agradable residencia en la que ella finalmente lo ingresa. Unas sillas que no encajan, unas puertas de armario que abren a otro espacio, un cuadro sobre la chimenea que ya no está…
Ese cuadro que pintara Lucy su hija pequeña quien falleció en un accidente de tráfico. Una hija muy querida que es evocada continuamente, evocación que inevitablemente duele a Anne en su entrega no reconocida. Lucy es la hija favorita que en ocasiones Anthony no recuerda muerta y que él ve satisfecho en el rostro de una joven cuidadora.
Porque las caras también se confunden y no se reconocen. Anne nota en la mirada —¡qué mirada extraviada la de Anthony Anthony!— que en ocasiones su padre no la reconoce, ella es la única referencia familiar real que le queda a ese hombre en descomposición.
Y vemos qué cree ver él, los rostros de los cuidadores de la residencia que se confunden con los de su hija y su distante pareja.
Conforme avanza el relato, lentamente se va diluyendo la fuerza y falsa seguridad del patriarca. El genio y figura va quedando relegado dejando vislumbrar la fragilidad del enfermo.
En este sentido impacta el final. Lo vemos ya claramente en la residencia con esos cuidadores preguntando por Anne.
Y Anthony que pregunta contrariado quién es él añadiendo un dolido: “Me siento como si estuviera perdiendo todas mis hojas por el viento y la lluvia”.
Y recuerda a su madre rompiendo a llorar con un “quiero a mi mamá” acurrucándose en el regazo de la enfermera quien dulcemente le consuela con palabras y caricias. Por la ventana el viento acaricia los árboles del jardín.
Como sabiamente dijo José Bergamín, en la ancianidad moderamos el paso y el niño que siempre somos por fin puede alcanzarnos (lo habíamos dejado atrás en el frenesí adulto).
Las personas con demencia reencuentran ese niño pero sin al apoyo del propio adulto que se ha desvanecido en la enfermedad, son niños desvalidos —quizás siempre lo han sido a pesar de sus disfraces y máscaras— que imploran como tales el abrazo materno.
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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Tráiler:
Imagen destacada: The Father (2020).