En este volumen del ya desaparecido autor argentino ―editados por el sello Anagrama―, se congregan los seis volúmenes de relatos que el escritor publicó en vida, desde «La invasión», en 1967, hasta «Historias personales», concebidas entre 2015 y 2017, año de su muerte.
Por Alfonso Matus Santa Cruz
Publicado el 31.5.2021
Durante las últimas tres semanas me ha sido dada la posibilidad de avanzar, a paso de tortuga y con oficio de ocioso detective, por las poco más de 800 páginas que reúnen la narrativa breve de Ricardo Piglia, el magnífico escritor argentino, de raíces italianas, que en sus últimos años parecía un desaliñado director de orquesta, con las temporadas de insomnio en la frente y esa mirada inquisitiva, siempre dispuesta a la incomodidad o la ternura.
Es que en la narrativa de Piglia se percibe la convivencia de baqueanos y matemáticos, boxeadores y detectives con aura de metafísicos porteños. Los clásicos y la copiosa, cruda y diversa tradición literaria sudamericana, pero sobre todo argentina —es decir, la tradición occidental, como diría Borges, pasada por un tamiz no pocas veces afortunado—, son convocadas y puestas a debatir.
Pero no nos pongamos platónicos, que para las generalizaciones están los teóricos, aquí nos demandan los detalles, las sombras y huellas que denotan la evolución, nunca lineal, en constante cuestionamiento, de su narrativa.
En sus Cuentos completos ―editados por el sello Anagrama―, se congregan los seis volúmenes de relatos que el autor publicó en vida, desde La invasión, en 1967, hasta Historias personales, concebidas entre 2015 y 2017, año de su muerte.
Desde el prólogo al primero nos topamos con la franqueza y volición con que se concibieron sus cuentos. Piglia, apoyándose en Hemingway, uno de sus primeros ejemplos en el oficio, argumenta que todo lo que podamos podar de un relato lo va a mejorar, por lo que la relectura y la reescritura son aliados insustituibles para revitalizar, 40 años después de su concepción, estos cuentos.
A renglón seguido, y contra la inercia crítica de algún lector asiduo a lugares comunes, confiesa que no siempre se escribe mejor a medida que uno se vuelve mayor, sino que se traba una relación más íntima con los errores y pocos aciertos en los que se suele reincidir.
¿Podemos aplicar estos argumentos a propósito de su obra? Sí y no.
El primer relato, «El joyero», nos convence de entrada: la artesanía narrativa, el crimen, el delirio, el amor (filial, en este caso) y el rencor, se aúnan para sumirnos en la intrincada red que teje el sueño y la realidad, el deseo y la ansiedad de un hombre dispuesto a casi todo por salir a pasear con su hija.
La historia anuncia un fracaso, pero también una conciliación, y puede leerse como una declaración de principios, o, para no ser tan grandilocuentes, como un símbolo, la joya tiznada y pulida, en la que se puede labrar el enigma de una vida. Al menos, algunas aristas y vínculos que insinúan la suma de los días.
El narrador nos induce a la fascinación, al diagnóstico de una mueca y la génesis de una obsesión, nos ayuda a empatizar con un criminal, sin justificarlo, pero comprendiendo su fracaso y su ardid.
Esta temática vuelve a lo largo de su obra, y toma relevancia cardinal en «Los casos del comisario Croce», compendio de crímenes y pesquisas, reflexiones y diálogos sobrios y punzantes en los que el detective, proclive a la ética kantiana y los golpes intuitivos, va resolviendo casos extraídos en su mayoría de hechos reales. Estrategia que no nace del manido efecto hollywoodense, sino de respetar las premisas de la corriente realista de la narrativa policial.
De honrar a Dupin y Sherlock Holmes, a la vez que se enfrenta a enigmáticos episodios de la historia argentina y horrores pampeanos y de cuello y corbata. El estilo es, en estos últimos, más sobrio y decantado, pero continúa siendo fiel a sus primeros relatos. El cuidado por el detalle concreto, las inferencias y deducciones, la metáfora justa y la ironía necesaria, perseveran y se depuran. La crítica literaria se hibrida en la ficción y Borges da una conferencia sobre el género en algún pueblo perdido, sin importarle que de los cinco asistentes apenas dos presten atención.
Borges se filtra por los intersticios de sus experimentos narrativos
¿Y, los precursores?
O: un duelo entre Pierre Menard y Erdosain.
Piglia, como todo escritor minucioso y valorable, es, antes que nada, un lector empedernido, heterogéneo y creativo. Interpela a las obras que lo conmueven, a veces más por las circunstancias de la lectura (la fiebre del desamor, una noche en vela), y remecen su entendimiento de lo que puede o no ser ese organismo fluctuante y polivalente que llamamos obra literaria.
Especialmente a aquellas que, similares a los osos de agua, esos tardígrados microscópicos que resisten las condiciones más adversas, perduran más que las cámaras de comercio y esos engalanados primos de las moscas expuestos en las vitrinas de las librerías durante una sola temporada. El adjetivo best no lo engaña ni le quita el sueño.
Si la convicción provee de musculatura y orientación al estilo, Piglia se convence a sí mismo, y de paso a nosotros, hasta cierto punto de incertidumbre, de que su obra se comienza a construir a partir de la lectura de Arlt y Borges, hermanos de generación que signan la cara y la cruz de la prosa argentina. Aquí no descubro nada, simplemente entrego las coordenadas.
Están, por supuesto, Macedonio, Joyce, el Martín Fierro, Pavese ―cuya vida y obra son el eje gravitacional de Un pez en el hielo― y los norteamericanos, entre otros vecinos y extranjeros, pero las piedras angulares son los dos primeros. La barbarie callejera, el resplandor brusco de la astucia y el crimen, comparten escena y debaten con el intelecto refinado, los fracasos amorosos y la modesta erudición, cultural y lingüística.
Ofrenda, a modo de vindicación y retribución, dos relatos a cada uno. Uno de los casos del comisario Croce, al destino ulterior del Astrólogo, personaje radical y misterioso de Los siete locos. Y, en Nombre falso, urde un anillo de Moebius literario, escudriñando el legado de Roberto Arlt, hibridando crónica, crítica literaria e investigación del último crimen sin resolver qué dejó ese titiritero de las letras, lector de malas traducciones e inventor de figuras indefendibles pero radiantes: su último relato inédito.
Busca las pistas, conjuga el plagio y la herencia abrasiva de ese texto postrero, jugando a replicar, de manera epigonal, el caso de Kafka y de Max Brod, a propósito de la quema o rescate de las últimas obras. Claro que aquí, Arlt lo compone a medio correr sudando entre sus intentos de inventar la pantis a prueba de todo.
Borges se filtra por los intersticios de su forma de leer y sus experimentos narrativos. En «Las actas del juicio», uno de sus cuentos más logrados, el tema es un episodio de mediados del convulso siglo XIX, entre las disputas de las guerras civiles; conjetura el asesinato, por piedad, nos atrevemos a decir con el acusado, del general Urquiza.
Si el tema en sí nos remite a algunos relatos del preclaro bibliotecario, en uno de sus párrafos finales la situación del general nos remite a Asterión, el minotauro exhausto de su laberinto.
Asimismo, ya en el volumen de los Cuentos morales, acaso el de mayor versatilidad y variedad de registros ―desde las escenas gauchescas a una isla donde amanece una lengua y cae el sol con otra― hallamos «La moneda griega», que retrata la minuciosa labor de un artista que replica los barrios bonaerenses hasta concebir algo similar al aleph borgeano.
Los escritores apócrifos también se nos presentan, como es con un tal señor Stephen Stevensen, en «Encuentro en Saint-Nazaire», cuyo diario es un delirio ordenado alfabéticamente, un laboratorio del lenguaje que en su momento intenta infectar la realidad desde la ficción, con un grado de éxito no despreciable, como ocurre en «Tlön Uqbar, Orbis Tertius», el portentoso relato borgeano en que la enciclopedia de un mundo imaginario propicia su manifestación en la realidad.
Al lector que quiera ahondar en esta relación literaria lo invito a ver las clases abiertas que Piglia hizo sobre Borges en la televisión pública argentina.
Una obra que cuestiona la tradición literaria
Sería una impostura por mi parte despedir este texto sin compartir algunas de las oraciones que ejemplifican la contundencia crítica y expresiva de la prosa pigliana, que en no pocas ocasiones es capaz de registrar los “Virajes microscópicos en el corazón de las palabras», como sucede en «La isla de Finnegan», un homenaje a Joyce y la ductilidad de una prosa que fusiona los espasmos poéticos al rigor de la lógica y los residuos de lenguas muertas y populares, poniendo en cuestión los fundamentos del lenguaje, transgrediendo el famoso mito de la manzana, haciendo del árbol del bien y el mal, el árbol del lenguaje.
Podría coleccionar y transcribir de manera intempestiva muchas citas en las que Piglia, ejerciendo con mayor o menor opacidad el oficio narrativo, lanza dardos breves y punzantes, directos a esa elusiva diana que es el corazón y la razón de ser del quehacer narrativo.
Extraigo, en principio, un par de ejemplos de «En otro país», relato que versiona un texto leído en Nueva York, con ocasión del ciclo «Writers talk about themselves». Fiel al epígrafe del pintor Mark Rothko que inaugura el volumen Prisión perpetua, Piglia traiciona la premisa del ciclo con la convicción de una sombra que no reniega del sol, rehuyendo al exhibicionismo en pos de indagar en una historia de deudas como todas las historias verdaderas.
La elipsis que prosigue escarba en la génesis de su escritura, en los sucesos y encuentros que lo llevarán a escribir, primero un diario, y luego las ficciones que dotan de segunda (y a veces hasta tercera) vida a las experiencias.
Antes de relatarnos la historia de Steve Ratliff, su primer mentor, escritor norteamericano casi secreto, que compartió con Auden y Conrad Aiken para luego recalar, viajes, pasión y desengaño amoroso mediante, en la costa argentina, quien le descubre la literatura estadounidense cuando solo era un adolescente, Piglia nos habla de las desdichas de su padre, peronista encarcelado y luego liberado a su propia crisis, enunciando, de paso, esta cruda verdad: “Las cosas siempre pueden empeorar: esa es la tradición de los vencidos.”
Y, unos párrafos más adelante, rememorando los primeros apuntes en el diario, insinúa la volición de su arte narrativo: “¿Qué buscaba? Negar la realidad, rechazar lo que venía. La literatura es una forma privada de utopía.”
Confesión en negativo, memoria permeada por ecos ajenos, hay que saber vender las historias. Ahora escuchamos uno de esos ecos, el testimonio del mentor: “Narrar, decía mi padre, es como jugar al póquer, todo el secreto consiste en parecer mentiroso cuando se está diciendo la verdad.”
Un libro para sumergirse, ir y volver, acompañar a Emilio Renzi, el doble de siempre, en sus conversaciones de bar o café, oír las historias que le cuentan, los minúsculos pedazos de vida que contorsionan la repetición de los días, bifurcando el destino hacia otro lugar, en muchos casos anudado a los temblores de la historia argentina.
Un laboratorio narrativo en el cual es dable aprender una variedad pasmosa de recursos, giros y registros, desde el diario personal que se transforma en crítica literaria, hasta los relatos policiales, especulativos y alusivos a las obras de los precursores.
Una obra que cuestiona y reconfigura, en un grado no menor, la tradición literaria. No inaugura un nuevo continente, a veces, sobre todo en el último apartado, se repiten historias personales y familiares, otorgándoles la textura más concreta que antes se mimetizaba en ficción, pero sí remece y se aventura, flexibiliza las formas y lo hace con solvencia, con un estilo dotado de gravitación propia y virtudes peculiares.
No profesa la inmediatez, nunca fue un lector de la tiranía de las novedades, y su obra también transmite esa cualidad más profunda y perdurable; se parece más a un huerto urbano con los rastros de las demoliciones y balas perdidas, que a una zanja con libros y objetos olvidados.
Por algo recibió elogios de Nicanor Parra o Bolaño quien, pese a su dureza, lo reconoce como uno de los grandes narradores latinoamericanos. La salud de su literatura está garantizada y este volumen es una constatación de ese estado ganado a pulso de esfuerzo, derrotas y una perseverancia ejemplar en el oficio.
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Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacan el de garzón, barista y brigadista forestal.
Actualmente reside en Punta Arenas, cuenta con un poemario inédito y participa en los talleres y recitales literarios de la ciudad. Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Ricardo Piglia (1941 – 2017).