Juan Mihovilovich Hernández atisba en esta obra suya publicada en 2005 la rasgadura que a raudales se haría visible en la rebelión social y política de octubre de 2019: nuestra estructura jurídica vacía de poder, y la expulsión de la comunidad, asentada en la transición a la democracia, y la cual convirtió al Derecho en un mero gesto de violencia.
Por Raúl Valenzuela Rodríguez
Publicado el 17.6.2021
«El juez alzó el mallete para golpear el trozo de madera, y al levantar la vista, vio que el condenado era un colibrí».
Juan Mihovilovich, en El contagio de la locura
Tomo el mallete que está en mi estrado. Tomo su peso. Admiro su barniz. Y pienso en su inutilidad. Creo que no existe evidencia más visible de la hipocresía del poder que configura nuestro sistema judicial.
Ocupo el vocablo sistema porque no logro vislumbrar el agente original de tal hipocresía. Me parece un velo de seda que suavemente se extiende, une y acaricia a los operadores jurídicos.
Desde que uno cruza el umbral de la Escuela de Derecho sabe que se prepara para actuar. Cualquier cosa que se diga es una representación. Un drama.
Juan Mihovilovich (1951), en su novela El contagio de la locura (Lom, 2005), hace implosionar tal hipocresía en la cabeza de un juez.
Un dato biográfico: Juan fue juez durante muchos años. Yo mismo me inicié en ese oficio con él.
Así que conozco bien esa sensación de presión externa que destruye la cabeza, al enfrentar la supuesta obligación de mantener ciertos códigos de una realidad insoportable.
El juez se resiste, pero se somete. «Hasta la desgracia es un hábito», razona.
El personaje de Mihovilovich parece ser un antijuez. Un anti-Hércules, para ponerlo en términos de Dworkin. Vencido a la realidad de la hidra de Lema. En que la desgracia es autodestrucción deseada y buscada. Querida. La desgracia, cómo quien depende de una droga. Inevitable.
Pero, sabe usted, ¿qué es juez?
Supongo que la expresión lleva a la idea de poder. Pero no cualquier poder. El juez es el personaje arropado con los signos del poder Estatal. El juez es un signo en sí mismo. Una palabra.
El Derecho no es superior al asesino
En el protagonista de la novela, la conciencia que de sí mismo tiene de cierto un monaquismo, que marca distancia con el mundo, revela la puesta en escena del poder.
El juez no debe contaminarse con el mundo.
Mundo es una expresión equivoca. El Evangelio la usa en un sentido moral, es decir, como sinónimo de mundanal. Perteneciente o relativo al mundo como sociedad humana, con sus placeres y vanidades.
De un modo que no entiendo, en nuestra cultura jurídica latinoamericana, ha significado el imperativo de que el juez sea un ser apartado, separado de los demás. La separación justificada en una supuesta garantía de independencia e imparcialidad. Necesaria para la mantención misma del Derecho. Separación, requisito de legitimidad del Estado y su Poder.
Desde luego, esto no tiene nada que ver con el monaquismo. Un juez propiamente monacal debería estar particularmente involucrado con la vida comunitaria. La soledad para curar la compulsión a criticar y censurar a los demás. No ser cuadrado, sino redondo para abrirse a todos, como aconsejaba el abba Matoes a los Padres y Madres del Desierto.
La soledad, como lugar de vista. Mirada desde la marginalidad de la sociedad.
La metamorfosis que el protagonista de El contagio de la locura va sufriendo responde a cierta inutilidad del poder. La degradación es la del poder mismo, que carece del lenguaje que le propicia el juez.
Dígame, ¿qué es lo degradado?
En las Escuelas de Derecho se enseña que es la capacidad de imponerse por la violencia, lo que caracteriza, y diferencia de otras, a las normas jurídicas.
La novela comienza con tres imágenes. La condena del colibrí, la impotencia de las ordenes que el juez da sus perros, y la conciencia de la indistinción entre él y aquellos obligados a obedecerles.
El juez es un signo que, de pronto, carece de sentido.
La degradación se inicia al condenar al colibrí. El juez entiende que aquello es una tragedia. Sin embargo, también observa que en la sala de audiencias el público no se mueve de las bancas y que los gendarmes que vigilan la entrada continúan mirando un punto fijo en la distancia. Sus apariencias inmóviles y los músculos tensos le comprueban que nada era anormal.
Él intenta convencerse así mismo de lo usual y cotidiano de la acción: «En cualquier parte y quizás a esa misma hora, se cumplía un rito semejante. ¿Qué tenía de novedoso condenar a un hombre? La historia humana se había escrito con millones de sentencias sobre las cabezas de inocentes asesinos y con reiteradas absoluciones de quienes sí eran culpables».
Años antes un joven Roque Dalton tomaba estos apuntes en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile:
pobre de mí, querida,
pobre de mí,
pobre de este muchacho que nunca hirió a los
arboles
a quien todos exigen en estos días
que lea amablemente a Jellinek,
que se acueste desnudo con las tarifas
aduanales
y así jure ante el viento que el juez es superior
al asesino.
El juez de Mihovilovich somatiza no su locura, sino la locura del público y los gendarmes, del fiscal y el abogado defensor que conversa con el colibrí. Se ha desatado una tragedia de la que él es el único testigo. De que el Juez, el Estado, el Derecho no es superior al asesino.
La novela, entonces, nos relata la impotencia del Derecho. Expone en el cuerpo del protagonista el clivaje violencia y poder.
Distinción entre violencia y poder
Hannah Arendt distingue entre violencia y poder. La violencia es impotente. El sometimiento de los cuerpos en Pisagua, Dawson, Londres 38, nunca fue poder. Fue violencia ante cuerpos que se resisten.
Esto, incluso, es posible imaginarlo.
El poder solo es viable en la comunidad. La política (el lugar en que acto y palabra se reúnen), en cuanto lenguaje, es el acto comunicativo y comunitario que generan el poder. El acento está en las polis, en la comunidad. La violencia es un lenguaje devenido en significante vacío de significado. No pretende comunicar. Herir el papel, sin oficio de renacer el surco en escritura.
Mihovilovich atisba, en el juez, la rasgadura que a raudales se haría visible en nuestra rebelión de octubre de 2019. Nuestra estructura jurídica vacía de poder. La expulsión de la comunidad, asentada en la Transición a la Democracia, convirtió al Derecho en un mero gesto de violencia.
Patricio Aylwin había propuesto en los 80, obviar la discusión de la “legitimidad” de la Constitución, con el fin de posibilitar una salida a la Dictadura. Pero esto que era una propuesta táctica para enfrentar a los militares y su comparsa civil, se transformó en un asunto estratégico, que terminó en la grieta que hemos observado.
El Derecho, entonces, fue la prerrogativa de quienes se hacen de la violencia estatal.
Es cierto que aparentemente no hubo movimiento en los que asistían a la gran sala de audiencias que era Chile. Pero esto fue posible en la medida que la disidencia era expulsada a la locura. En la novela de Juan, el joven que lo increpa, el barrendero, la mujer del asilo, etcétera.
Pero también el alcalde y el jefe de la sucursal del banco. Ellos ven la decadencia del juez y sus heridas, pero sin embargo entienden lo relevante que es sostener esa figura de poder: «Recuerde que por ser autoridad tiene un trato preferente», le señalan.
La novela fue escrita el 2005. Como toda gran literatura, a veces, parece profecía. El juez se da cuenta de estar al interior del Banco:
—He llegado al oasis —deduce.
Los capítulos 17, 18 y 19 de El contagio… marcan lo que hace unos años habríamos llamado el clímax de la novela. Tratan del encuentro del juez en la institución bancaria con el jefe de sucursal, el alcalde y un joven con su madre, que son retratados como seres indeseables (¿El contagio de la locura que ya había anunciado? ¿La lepra?).
A partir de allí el desenlace es inevitable. Esos tres capítulos dictan la sentencia.
Pero se ha llegado allí por la consciente omisión a las advertencias dadas. Desde luego están las voces de esos personajes expulsados del orden jurídico, confinados a la anormalidad, como podría advertir una lectura desde Foucault.
Sin embargo, existe un momento que me parece iluminador en lo que dice relación al contenido jurídico de la obra.
El juez mantiene una relación de qué define como de ciudadanía con su librero.
Dice: «Por otra parte, aquella circunstancial distancia ciudadana, más que alejarlos, siempre los había acercado. El librero apreciaba su estilo coloquial, su descenso igualitario, su valoración común por la palabra escrita».
Ante la resistencia del propio juez que, como dijimos, entiende que debe auto excluirse de la sociedad, es esta amistad con el librero, aquello que lo mantiene anclado a la comunidad.
A diferencia del banquero o el alcalde, la valoración común por la palabra escrita abre espacio para la aparición de la política, de la politike.
Tal vez no se ha valorado lo suficiente la emergencia de la poesía en el Derecho. Si como dice Arendt la política surge en aquel momento en que acto y palabra se reúnen, el amalgamiento de ambas es muy próxima a la poesía.
Poíēsis. Como señal de crear o hacer. Una artesanía comunitaria. Cuando al derecho se le priva de ser artesanía y comunidad, deja de ser derecho. Se vuelve cuchillo o bala.
No es nueva esta intuición. Y cada tanto se recuerda, al aproximarse a la degradación sangrante de lo jurídico.
El privilegio de los poderosos
Pienso en Kelsen, y como a su teoría pura del Derecho se la ha dividido de su teoría de la Democracia.
Democracia, decía Kelsen, significa identidad de dirigentes y dirigidos, del sujeto y objeto del poder, y gobierno del pueblo por el pueblo. Agustín Squella, hace varios años, recordaba que esta definición nace de lo que, según Kelsen, constituyen instintos primarios de la vida social.
Una, la libertad, entendida como no sumisión al querer ajeno y otra, la igualdad, definida como la conciencia de sí mismo, que impulsa a todo ser humano a ver en los demás a sus semejantes y a la idea de que nadie es superior a otro y que, en consecuencia, nadie puede atribuirse naturalmente la facultad de mandar a los demás.
La Teoría Crítica Feminista del Derecho ha recordado como este aspecto comunitario no debe ser separado del Derecho.
Cito a Alda Facio: «Situar a los derechos en contextos particulares es crucial, porque las mujeres articulan su significado a través de sus identidades sociales y políticas, sus pensamientos y actos de resistencia o aceptación de las fuerzas hegemónicas (…) Consecuentemente, un análisis feminista de los derechos requiere una transformación de su dimensión masculina, individualista y distributiva hacia una perspectiva dinámica, concreta, relacional, que los concibe como relaciones sociales que hacen visibles las experiencias y necesidades de los oprimidos/as».
En ese sentido la ubicación geográfica y corporal de la novela de los encuentros entre un librero y un juez, en tanto sujetos, resulta crucial. Figura como diálogo entre subjetividades la interacción Derecho/comunidad.
La misma Alda Facio ha recordado que la Teoría Crítica ha puesto atención como condición necesaria, pero no suficiente el aceptar: «que hay interpretación de parte de las y los jueces antes de aplicar la o las norma/s a un caso concreto, y que esa aplicación no es neutral en términos de género y que, por ende, para lograr una mayor justicia, es imprescindible que la ley, sea neutral o no, sea interpretada desde una perspectiva de género a la hora de ser aplicada. Si se acepta que las y los jueces crean Derecho, específicamente el Derecho Judicial, es más fácil rechazar la idea de que la sentencia es un silogismo, lo que abre el espacio para que se la critique. Esto a su vez permite la creación de un Derecho Judicial más apegado a la justicia y al respeto de los Derechos Humanos de todas las personas. Además, si se acepta que las y los jueces elaboran el Derecho Judicial, ya no se podrán escudar bajo la excusa de que si hay discriminación contra las mujeres en la administración de justicia es porque la ley es discriminatoria y no porque las y los jueces lo sean».
El juez en la novela y fuera de ella, expresa la necesaria humanidad del Derecho en cuanto diálogo ininterrumpido con la comunidad. Sustraído de ese aspecto comunitario, parafraseando a Byung-Chul Han, el derecho se reduce al privilegio de los poderosos.
Al encarnar el Derecho en la figura del juez logra exponer algo que de otra manera resulta imposible. La soledad del juez es también la soledad del Derecho. El abandono de la comunidad al Derecho lo vuelve ilegítimo y al juez lo desintegra. Ambos girones en que no es posible reconocer su carácter humano.
La condena del Derecho y el Juez coinciden en el mismo lugar y son expresadas en la misma forma:
«El juez deseaba manifestarle su deplorable estado, pero ello habría constituido un despropósito».
El librero pregunta al juez:
—¿No considera que puedo y debo ayudarlo?
«El juez aferró con fuerza el texto bajo su codo izquierdo y evitando elevar la barbilla desde el pecho, miró al librero sin desviar los ojos, le extendió con apuro su mano derecha para estrechar la de él, mientras le sonreía con un leve dejo de tristeza. Luego se encaminó a la salida, con la cabeza siempre gacha».
Lo que sigue parece ser la locura del juez.
El juez expuesto más allá del margen.
Pero no hay que tener lástima del juez.
Pues ni usted, ni yo, sabemos que hay más allá del límite.
***
Raúl Ignacio Valenzuela Rodríguez (1974) es un poeta que estudió derecho en la Universidad de Chile. Posee estudios de literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile y tiene una maestría en Derecho Penal Constitucional de la Universidad de Jaén (España).
Recibió las becas creación literaria del Fondo del Libro, del Taller de la Fundación Neruda y de la Corporación Cultural de las Condes y fue premiado en los juegos literarios Gabriela Mistral.
El 2015 publicó Diálogo a solas; el 2017, Para escapar en bicicleta; y el 2019, El patio. Ha sido incluido en diversas antologías.
Imagen destacada: Juan Mihovilovich.