Mientras el director titular y responsable del Diario «Cine y Literatura» emprende viaje a Europa para presentar sus últimos libros —en compañía de su esposa, Marisol Moreno del Canto, y quien asimismo promocionará su más reciente poemario en diversas ciudades españolas—, continuamos con la publicación del inédito volumen que el infatigable cronista ha dedicado en homenaje a los 90 años que cumple esta temporada la Sociedad de Escritores de Chile (Sech).
Por Edmundo Moure Rojas
Publicado el 15.9.2021
Llegó una mañana a la Casa del Escritor, preguntando por mí.
Hombre de mediana edad, pelo prematuramente cano y gruesos anteojos de miope.
—Soy contador general de la Peugeot en Chile —me dijo— y quiero pedirle un servicio profesional.
Pretendía que yo le escribiese un discurso, para la despedida del gerente general, francés casado con chilena, quien dejaba el cargo después de quince años, para regresar a Francia.
—A mí me encomendaron el homenaje del adiós —agregó— y quiero que sea una alocución memorable.
Traía una pauta, según la cual era preciso incluir versos de Neruda (a monsieur Poupin le encantaban los Veinte poemas), y algunas frases sesudas de Séneca o Confucio (esto, de modo infalible, resulta impactante para el auditorio de ejecutivos y funcionarios); la extensión del texto debía alcanzar, mínimo, las cinco carillas a espacio simple.
Antes de que yo le respondiera, me dijo que iba a pagarme el trabajo y preguntó el monto de mi encargo; titubeando, le di una cifra; arrugó el entrecejo; pensé que era excesivo, pero, sin que yo rectificase la cuantía, manifestó que le parecía bien el doble de esa cantidad.
Pensé que debiera haber más contadores solícitos y muchos gerentes en trance de despedida. El discursante pagó de inmediato la mitad de lo pactado y me dijo que volvería el lunes venidero. Hice mi tarea, lo mejor posible, cumpliendo el plazo de entrega.
El contable vino con su secretaria y ambos leyeron el discurso en el salón de Premios Nacionales de Literatura de nuestra gloriosa Sech. La mujer tenía los ojos húmedos y el hombre estrechó con fuerza mi mano, diciéndome:
—Ya me habían dicho que nadie como usted para hacer buenos discursos… Muchas gracias.
Y enteró el bendito saldo de mi estipendio.
Volvió una semana más tarde, con la secretaria… Traía una botella de champán y una tarjeta.
—Le felicito —me dijo—, en quince años nadie había visto llorar a Monsieur Poupin.
Las cenizas del olvido
En 1983 regalé mi libro La voz de la casa al poeta Jorge Teillier, en el casino o refugio etílico López Velarde, de la Sociedad de Escritores de Chile… (Refugio es más apropiado, porque allí nos protegíamos de las ignominias de la calle —que eran muchas— durante aquella “larga noche de piedra” de los 80, cuando ser poeta era casi tan peligroso como pasar por terrorista).
Jorge recibió el obsequio con su habitual cortesía y respeto por la palabra impresa, máxime si se trataba de escribas menos reconocidos que él.
Un mes más tarde, en el mismo lugar y con semejante mosto sobre la mesa, nuestro gran poeta de los lares me regaló una breve novela, del escritor estadounidense —contemporáneo de Faulkner, pero con escasa fama mediática— William Goyen, cuyo título, traducido al castellano, es La casa del aliento.
Con este libro, auténtico poema en prosa, Jorge gratificaba de manera tácita mi trabajo literario, inserto en la “poética del espacio”, élan vital y estético de quienes nos inspiramos en la casa de la infancia, en los sagrados lugares de la pequeña patria, en esa morada intemporal de los sueños que uno quisiera rescatar del País de Nunca Jamás, territorio de los primeros anhelos, simbolizado en la Casa que perdimos una sola y definitiva vez.
Goyen, Tellier y yo éramos habitantes de los mismos espacios e intentábamos reconstruir con palabras aquellos muros de argamasa o madera, derruidos por el tiempo, pero susceptibles de ser alzados de nuevo con estos adobes o maderos verbales con los que todo poeta construye su mundo para derrotar el polvo de las penurias y conjurar la ceniza del olvido.
Asimismo, animar a los seres que la vivieron, rescatando a las muchachas en flor, a las reinas de otras primaveras, a los camaradas de aventura y pecado, pero ninguna casa en el mundo será ya una casa para ti y para mí; estamos condenados a ir de casa en casa preguntando si hay alguien (y sólo desconocidos surgirán en alguna parte inesperada, como el cuco que emerge de su casilla y anuncia el terror) y a irnos enseguida en busca de otra puerta.
Leí la bella pieza lírica y lárica de Goyen, esa misma noche, robando al sueño momentos que aún acostumbro a hurtar, porque llegará en breve el tiempo de dormir sin sobresalto alguno, quizá sin libros para rememorar.
Volví a leer La casa del aliento, un par de veces más, con igual fascinación y encantamiento.
Es un verdadero poema en prosa, de principio a fin; una historia sencilla y honda de quien regresa —más bien intenta regresar— al reino perdido, en un pueblecito miserable del suroeste norteamericano, enfrentándose a las ruinas físicas de la casa, a la decrepitud de los anhelos perdidos y al deterioro de los seres que aún deambulan por sus callejuelas llenas de moho, espectros que se balancean en mecedoras apolilladas.
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Edmundo Moure Rojas, escritor, poeta y cronista, asumió como presidente titular de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, luego del mandato democrático de Poli Délano, y además fue el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, casa de estudios superiores en la cual ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».
Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Sudamérica y seis de ellos en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes.
En la actualidad ejerce como director titular y responsable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Jorge Teillier.