Esta es una novela extraordinaria —y la cual obtuvo el Premio Booker en 2000— debido a su perspicacia psicológica y a sus implícitos detalles sobre la historia próxima de Sudáfrica, sin afectación ni truculencias, sencilla y compleja al mismo tiempo, y cimentada en un estilo narrativo violento y trascendente.
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 21.10.2021
Las novelas de J.M Coetzee (Sudáfrica, 1940) se caracterizan —entre variadas cualidades— por su concisión, lenguaje exacto y descripciones someras, donde nada parece faltar o estar de más. Haciendo gala de una penetración psicológica inusual aborda temas universales a partir de realidades puntuales teniendo como centro a la mujer y al hombre modernos en tanto sujetos de sus especiales desventuras.
Ahonda en los problemas éticos de la civilización actual, verbigracia la matanza indiscriminada de animales, y su elevación —descenso sería un término más justo— hacia las peores hecatombes causadas por el hombre, a riesgo de producir sonrisas irónicas e incomodo rechazos.
Coetzee ha parangonado a la industria alimenticia animal basada en la reproducción sistemática de vida para la muerte y la consecuente sobrevivencia humana, con el holocausto judío, en cuanto procesos de exterminios racionales y concienzudos.
Confirma así lo ya sabido, pero no por ello menos escalofriante: únicamente el hombre se yergue como el peor depredador de sí mismo y de los demás reinos de la naturaleza; temas que aborda de manera magistral en Elizabeth Costello, una de sus obras más destacadas, o en la Vida de los animales, por citar un par de ejemplos.
Una ligazón de linajes sociales antagónicos
Desgracia, en tanto, se yergue como su obra capital, una novela que obtuvo el premio Booker, el más codiciado del Reino Unido (Coetzee es el único escritor que lo ha obtenido dos veces) y cuya temática da cuenta del drama racial y sociológico vivido por Sudáfrica durante el período reciente.
Uno de los aspectos más relevante de la novela es su conformación argumental: sencilla, aunque de penetrantes implicancias, encrucijadas y efectos.
Un profesor universitario de lenguaje y comunicación, separado, con múltiples relaciones previas con el sexo opuesto, ya entrado en el umbral de su madurez y más cercano a la declinación física irremediable, además de una hija adulta de por medio, se inmiscuye afectivamente con una de sus alumnas, Melanie Isaacs; él de 52 y ella de 20 años.
El escándalo por un supuesto acoso sexual es inmediato; una investigación sumaria, la admisión de culpabilidad de David Lurie y, luego, la secuencia vertiginosa del desastre.
Ahora bien, esa admisión de culpa emerge con tremenda fuerza y significado: Lurie admite ser culpable de cualquier resolución que la comisión investigadora adopte, es decir, renuncia a su defensa.
Él ha sido parte de una relación que supone el encuentro de dos personas generacionalmente distantes, y en esa interacción se ha producido un vínculo que excede una mera cuestión carnal; importa, además, una ligazón de linajes sociales antagónicos en la escala del poder, sea éste circunstancial como el universitario o el generacional descrito, sin perjuicio de los sentimientos confusos que la joven le inspira.
La esperanza soterrada
Así las cosas, Desgracia entra en un plano que ahonda esta crisis inicial al trasladarse hacia el reencuentro del profesor Lurie con su hija Lucy; ella sobrevive en un apartado espacio sudafricano —mujer blanca entre negros— un sitio rural en el cual la tierra es relevante para las idiosincrasias locales y donde, a pesar de David Lurie, la hija busca superar un destino biológico y afectivo dependiente.
De ahí que su involucramiento con una historia campesina de privaciones históricas permiten que ella se vaya conformando como un ser «limitadamente libre», apoyada en la crianza de perros abandonados y cosechando una pequeña huerta que le otorga un sustento mínimo e indispensable.
Es entonces que la “desgracia” acontece; o más bien eclosiona, producto de las contradicciones conocidas en el lento y progresivo desarrollo de la sociedad sudafricana: esas otras fuerzas pugnan por establecer nuevas hegemonías y la desigualdad ancestral va dando paso a un resentimiento oscuro —y no sólo por el color de la piel— engendrado por siglos en estructuras de potestades casi omnímodas.
Luego, la “desgracia,” en tanto arremetida sexual contra la hija por terceros sometidos y que ahora someten, tiene su correlato con la venganza, el odio racial, las libertades individuales y sociales conculcadas, incluidas, naturalmente, las familiares.
De allí a un desenlace escalofriante hay un paso y, sin embargo, es a partir de ese desenlace intermedio en la secuencia del relato, que la visión femenina encarnada en Lucy, la hija ultrajada del profesor universitario cuestionado, configura una esperanza soterrada, agónica, mediatizada por la opresión y la asfixia de la supervivencia y a cuyo respecto no queda otra alternativa que la aceptación… o la muerte.
Una novela extraordinaria por su perspicacia psicológica, por sus implícitos detalles sobre la historia próxima de Sudáfrica, sin afectación ni truculencias, sencilla y compleja al mismo tiempo, y cimentada en una narración precisa, violenta, trascendente y conmovedora.
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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes. Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).
De profesión abogado, se desempeñó también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén, hasta abril de 2020. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: John Maxwell Coetzee (por Micheline Pelletier Decaux).