El filme del realizador canadiense Denis Villeneuve replantea los cánones de autenticidad audiovisual de la cinematografía contemporánea, al exponer en potentes imágenes todo un sistema de conexiones creativas, y las cuales en su conjunto simbólico exhiben el relato de un universo singular y autosuficiente.
Por Horacio Ramírez
Publicado el 5.11.2021
Un profesor de la Universidad una vez me enseñó que un sistema —y las obras de arte lo son— debe girar sobre sí mismo: autogenerarse, auto sostenerse y auto promoverse. Esta concepción se relaciona con los conceptos vertidos en los 70 por los biólogos chilenos Humberto Maturana y Francisco Varela.
Pero debe haber algo más: la autorreferencia de un sistema debe poder expresarse lateralmente con un aditamento que, visto desde arriba, no se ve con claridad. En efecto: los sistemas verdaderos (las obras de arte verdaderas, en este caso) evolucionan en su aspecto, lo cual es más evidente en aquellas formas relacionadas con el tiempo, como es el caso de la música, de la lectura de una poesía o de una película.
Lo que no podemos ver en esta forma de analogía visual —la visión desde arriba— es el modo en que se da esta transformación cuando es vista lateralmente. Pensemos en un fenómeno circular: visto desde arriba puede cambiar porque se dinamiza en el tiempo (la plástica también lo hace, por supuesto, pero traslada el tiempo al ámbito del espacio).
Aunque, ¿qué pasa con este círculo que cambia de aspecto a lo largo del tiempo mientras gira recursivamente, mientras se autorreferencia, cuando es visto lateralmente? ¿Tenemos la visión de perfil de un disco?
Entonces no podemos decir que haya sistema: el círculo que gira y cambia, lo hace pero no tiene una componente teleonómica, dicho de otra forma: gira, pero no va a ningún lado.
Visto desde arriba el disco gira y se transforma, pero lateralmente no despega de su mismidad. No hay rédito. No hay ganancia, no hay —como decía aquel profesor— un “n+1”. Da un giro, pero no aporta nada: es una tautología. Y los sistemas —y los consumidores de arte lo somos—, lo son abrevando de otros sistemas… como lo son en este caso muy especial, las obras de arte.
De este modo, una obra de arte, como una película, transcurre un cierto tiempo pero debe dejarnos un “n+1” al volver sobre sí misma en la participación del espectador. Si no hay teleonomía, si no hay objetivo, la obra de arte no alimenta. Para hacerlo, el disco debe verse de costado como un espiral que asciende.
Los cambios que vemos en la visión superior son acompañados por un ascenso, una diferenciación sobre sí misma, que transforma a la obra de arte en un alimento para el público: un sistema que da vida a otros sistemas a través del arte.
Un mundo de arena
Hemos visto Duna de Denise Villeneuve: una película hecha, primariamente, para llenarnos los ojos. Una Space Opera que incluye todos los ticks necesarios para que la ciencia ficción sea plena. Una película que decanta una densa armonía que permite sobrellevar la más de dos horas y media de duración sin problema alguno: es densa, untuosa, pero visualmente imparable.
Un capítulo aparte, y no menos importante, es todo lo relativo a la utilería y props que le brindaron la matriz visual y conceptual que apoya el grueso formal de la cinta.
En cuanto a las locaciones, se difundió poca información, pero se sabe que se filmaron escenas (desde el 2019) en los Origo Film Studios de Budapest, Hungría, y que se aprovecharon locaciones reales en Noruega, en Stadlandet, al Oeste del país, que fuera fue el lugar de rodaje de Caladan, el planeta nativo de House Atreides durante 26 generaciones, antes de hacerse cargo de Arrakis.
Otra locación fue Jordania, en el oasis Rum (el Wadi Rum) conocido como “Valle de la Luna” y muy usado para filmar escenas de desierto (este lugar había sido conocido originalmente gracias al filme Lawrence de Arabia de 1962).
Otro lugar de filmación fue la Península Arábiga, en desierto Rub’al Khali, también conocido como “El barrio vacío”: la mayor masa ininterrumpida de arena del mundo (que incluye territorios de Arabia Saudita, Yemen, Omán y Emiratos Árabes Unidos). Allí nacieron las interminables dunas de Arrakis.
Técnicamente, se utilizó el formato IMAX para pantallas de 16 metros de alto por 22 de ancho y lentes de Panavisión. Es de recordar, de paso, que Dune está basada en la novela homónima de Frank Herbert de 1965 y cuenta con un primer intento de filmarla que incluyó a la cabeza de la producción al chileno Alejandro Jodorowski —pero que no prosperó— y que cristalizó finalmente en la versión de 1984 de David Lynch y de la cual la Dune de Villeneuve es su remake.
(Nota personal: los gusanos del desierto de Lynch eran para mi mejores que los de Villeneuve).
Muestras de virtuosismo
La cuestión es que hemos visto Dune de Villeneuve… ¡y cómo no verla! Llevada al ámbito del cielo, ¿es casualidad que la estrella más atractiva de la constelación de “El monstruo” sea la estrella variable llamada “Mira”, de donde viene el verbo ‘mirar’? Lo monstruoso (lo mostrable) debe serlo en función de que su objetivo sea ser mostrado y al mostrarse, verse.
Dune es la visión de cómo se ve lo monstruoso, lo hecho para estar ahí, denso, ante nosotros… de aquello que se mira porque está hecho para ser mostrado. Es llenarse los ojos con gigantismos. Es acudir a la anomalía del sonido y de las vastedades desérticas para acceder a los espacios de la acción.
Los personajes, desde esta misma visión, no son el centro gravitatorio del filme. Sus líneas de acción, aunque le dan sentido a lo que pasa en la pantalla, no le dan peso cinematográfico: el filme es lo que se ve antes que lo que se entiende.
Dune construye, sin embargo, una imagen humana desde una perspectiva multilateral: lo oriental se entremezcla con lo occidental sintetizando todo con una estética norafricana de un mundo desértico, a través de abstracciones musicales, lo que parece el llamado de un muecín, gaiteros escoceses o escenografías japonesas.
Vestimentas, naves, mecanismos, masas metálicas y hasta el detalle minucioso de algunos animalitos que remedaban al jerbo orejudo del desierto africano, detallando cómo obtiene el agua atmosférica que se condensa en sus amplias orejas…
Cosa que, si bien sería poco probable en el mundo real, termina siendo una muestra de habilidad virtuosística en el relato digna de atender y que entreabre uno de los temas centrales de la historia: el planeta podría ser un vergel, pero es un desierto al cual se lo tiraniza y esquilma como si se tratara de una gran mina.
Hay, paralelamente, toda una historia de “casas” nobiliarias entremezcladas que convierten al conjunto en una síntesis o, más bien, una amalgama atractiva por donde se la mire: Dune es una obra orientada visualmente con muy poco de “metamensaje”… dicho de otra forma, muestra mucho y “dice poco”.
Ver… mirar… mostrar ¿Alcanza con eso? ¿Hay —como decíamos al principio— un “n+1” que permita considerar a Dune una obra de arte? Al respecto, releemos a Paul Valèry: “Es preciso contar con que novedades tan grandes transformen toda la técnica de las artes y operen por tanto sobre la inventiva, llegando quizá a modificar de una manera maravillosa la noción misma de arte”.
Hoy accedemos a la música y al canto, por ejemplo, en un altísimo porcentaje a través de la técnica, de grabaciones, muchas de las cuales están “remasterizadas” para que suenen “mejor”. La perfección matemática en la afinación de voces e instrumentos es hoy un recurso tecnológico del cual disfruta cualquier melómano.
Una buena ecualización evita cualquier distorsión acústica de un ambiente natural o teatral… y si bien hay quienes extrañan las “frituras” de los discos de vinilo, nadie extraña el silencio musical que reinaba en el mundo antes de que se crearan radios, fonógrafos y tantos otros recursos técnicos para difundir música, alterada respecto de la de ayer por los medios tecnológicos, incluyendo ahora, Internet.
Y esto se repite del mismo modo en todos los ámbitos: como cuando J. Gutenberg crea la tecnología de la imprenta; o la plástica inventa el óleo o aparece la fotografía, la pintura digital y luego el cine… La tecnología nos ha llevado a apreciar el arte de manera diferente y se cambia en la misma progresión la noción que desarrollamos del arte.
Habrá excesos siempre, pero estos excesos se moderan solos porque así funcionan los sistemas: generan errores de copia a cada giro del espiral, para corregirse, adaptarse a la nueva circunstancia por ellos creada y así auto promoverse: los sistemas “enactúan” la realidad que ellos mismos generan con su existencia y devenir.
La nueva comida del alma
Podríamos decir, entonces, que la tecnología aplicada al cine ha logrado esto que podríamos llamar un nuevo nivel puramente visual de hacer cine. Una visualidad a una escala que supera lo anterior. Seguramente, veremos cosas más grandes que Dune… ¿será que finalmente se nos ahuecaron los ojos de la mente y requieren de imágenes cada vez más potentes, pesadas, intensas?
Puede ser: la evolución biológica es sólo una cara de lo humano: también la evolución actuará sobre los recursos psicológicos de los que disponemos. El “n+1” de un sistema verdadero sigue siendo la condición sine qua non para que el Universo siga existiendo: sigue necesitando el alimento de la Creación permanente, pero estas películas tan visuales, ¿serán la nueva comida del alma que propone el arte?
El que aún busca la “fritura” del vinilo quizás busque autenticidad y siente que en las nuevas tecnologías no existe lo “auténtico”, pero es muy probable que haya que desarrollar el gusto por lo tecnológico visual en sí, que estaría construyendo una nueva forma de autenticidad a la que todavía no nos hemos ajustado plenamente.
Y ese quizás sea el problema: no saber qué gusto tiene este nuevo giro del espiral artístico del cine. Es muy probable que el tamaño, la presencia, la imagen, el golpe de efecto sensorial sean la nueva comida que ofrecen ciertas artes. Después de todo, la dinámica de lo real evoluciona más allá de lo que podemos concebir, porque hasta la concepción misma de lo real surge de esa misma evolución.
Esta historia que nos presenta Dune, seguramente, no es la primera en su tipo: “L’arrivée d’un train à La Ciotat” (“La llegada del tren a La Ciotat”)” de los hermanos Lumière en 1895, hizo saltar de terror a la gente de sus asientos y a muchos abandonar la sala de proyección.
Aunque no buscado directamente —porque era la prima vez que se hacía—, se trataba de puro efecto visual… a partir de allí, sería cuestión de trabajarlo como arte y conseguirle la nueva autenticidad.
El cine, el icónico arte de la reproducción, sumado a todas sus extensiones digitales actuales, induce un modo de percepción sensorial directamente enfrentado a la percepción tradicional que exigió en su momento una nueva sensibilidad, unas nuevas “papilas gustativas” que lo biocultural debió provocar en nuestra cognición, para sentir y entender el sabor de lo que se siente.
Como un “arte balístico” definió al cine el filósofo británico Diarmuid Costello, que obliga a las masas (antes concentradas en el cine, hoy cada vez más dispersas) más a defenderse que a observar, como quien prueba con temor el nuevo sabor que descubre en la pantalla, ya se trate de un atemorizante tren o de un animalito inexistente que bebe agua tomada de sus orejas…
Hay que dejar que pase el tiempo para saber si películas verdaderamente “balísticas” como Dune tienen un nuevo aporte de nutrientes, de sustento para el crecimiento y que éste sea realmente inédito.
Quizás, desde aquel tren entrando a la estación hasta estéticas como las de Villeneuve, haya habido un desarrollo por debajo de lo literario y hasta de lo musical y que reaparece —ante la oposición crítica y fruitiva del espectador target de Costello— como un nuevo manjar, como un nuevo “n+1” hasta ahora insospechado, pero que trata de imponer sus nuevas reglas de sensibilidad a un público también nuevo que, en su novedad, no busca respuestas…
De esas respuestas a las que el director ruso Andrei Tarkovski despreciaba en favor de la vitalidad creativa de las nuevas preguntas que la verdadera creación artística propone a la cultura.
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Tráiler:
Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:
“Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban”.
“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.
“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.
Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.
*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Duna (2021).