Quizás ahora mismo estemos inventando nombres nuevos a una realidad donde un procesador de lenguaje pueda escribir textos des-imaginando la sensibilidad nacional y las luchas políticas de antaño deberán volver a pensarse en términos de intermediación virtual. En ese cuadro, entonces, aparecerá una palabra hoy ignota pero que defina el «cratos» sin generar una ilusión desierta o deshabitada.
Por Ana Arzoumanian
Publicado el 10.12.2021
La democracia es un proyecto vital ideado en la antigüedad para la sociedad ateniense. El dispositivo renovó su formato extendiendo sus efectos políticos en ocasión de la instauración de la república francesa. De modo que la democracia fue el instrumento que, junto con la codificación napoleónica y la guillotina sacudió el poder monárquico.
La cosa pública del gobierno del pueblo edificada sobre la representación política fue la ficción jurídica imaginada por la revolución francesa. Así, quizás en minúsculas ya, una vez pasado sus efectos en el mundo. O, una vez que sus efectos han sido superados.
La pretensión de universalidad de la revolución no implicó (sólo) trasladar las armas a los pueblos sometidos del mundo. Sino en aceptar una declaración de derechos que devino norma desde Asia hasta América.
La revolución en las milicias, la ley en la gobernabilidad y la ilustración en las ideas conformaron una trilogía que hacía su desembarco triunfante en las naciones del mundo. Digo, en los territorios que comenzaron a denominarse naciones.
Las naciones nacen en el año 1648 con la Paz de Westfalia en Europa. Los efectos normativos y culturales de ese acuerdo sucedieron casi un siglo después, luego de la Declaración Universal de Derechos del Hombre y del Ciudadano en el año 1789.
Los conceptos de igualdad, fraternidad y libertad fueron diseñados con miras a su universalización con la pretensión de reglamentar convivencias abanderadas bajo la institución del estado-nación.
La nación como un sistema de significación cultural intenta tejerse entre la lengua de la ley y una voz que se define perteneciente a un pueblo que, desde los mecanismos de la revolución legitima un dominio de una racionalidad cuya estrategia textual se sedimenta en la Razón del Estado, la Lengua Nacional y la Patria.
La épica de la revolución instaura una forma literaria que se configura como geopolítica de una sensibilidad. Los usos ficcionales de una nación se construyen bajo la hegemonía de un lenguaje cincelado desde una lengua privilegiada: la lengua nacional.
Como toda arquitectura, la edificación democrática se sustentaba en diversos pilares:
1) la ciudad (al modo de la polis griega) a diferencia de los reinos del poder monárquico o imperial,
2) el ciudadano como aquel en quien recae el poder real, ese individuo que, según la responsabilidad ideada por la ilustración responde por un poder que delega a sus representantes,
3) el parlamento: esa institución que bajo el dominio de la palabra “parla” habla, debate y da forma a los requerimientos de la sociedad con el sello de la ley,
4) la ley redactada en la lengua nacional. Lenguas que comienzan a deslindarse de los regionalismos y conformarse bajo un nombre nacional,
5) los productos de la lengua: la literatura impresa. Si los himnos significaron la materia dura de la narratividad nacional, la zona blanda la constituyó una literatura que, aún en el caso de ser contraria a los poderes dominantes, sólo con reproducir la lengua, ésa, la nacional, soportaba y sostenía el andamiaje.
Una pantalla al modo de «The Truman Show»
Ahora bien, estos elementos, pasada la Modernidad, puesto en cuestión la soberanía y la noción de territorio; en este tiempo cuya potestad la tiene “la nube”, cuyo poderío se funda sobre lo trans- nacional, cuya normativa se apoya en las desnacionalizaciones hace de la noción de democracia una prótesis o una ortopedia.
Podríamos dar múltiples ejemplos en los que la potestad real disemina sus jurisdicciones más allá de las fronteras físicas de un país o estado-nación. En este esquema donde el concepto de democracia resulta ortopédico observamos una caída en dominó de todos los elementos de aquella arquitectura.
La ciudad con todos sus trazos de foro público dejan de tener relevancia. El trabajo a distancia, pero también lo artístico en redes, ha demostrado la ubicuidad de lo metropolitano. Un ciudadano que no es más que el fantasma de aquel sobre el cual recaía la ficción del poder devenido en consumidor o en víctima.
Un artista devenido en producto, una literatura libresca declinada, ya no requerida por el poder para alimentar el fuero nacional. Los países donde las formas están más aceitadas, quiero decir, donde la democracia formal funciona según procedimientos de relojería la descomposición de la democracia material se observa con menor grado.
Los países que accedieron de modo más lento al esquema propuesto por la revolución francesa, aquellos llamados periféricos, nombre que hoy día resulta obsoleto ya que lo transnacional no domina un centro sino que adhiere su imperium de manera irisada.
En esos países se puede ver con mejor detalle el vaciado del concepto democracia o ciudadanía. No porque tuviésemos la sombra de dictaduras como contraposición a una democracia, sino porque la representación política en términos de la Modernidad han dejado de tener consistencia. De modo que nos encontramos no ya frente al teatro de la ley, sino frente a una pantalla al modo de la película The Truman Show.
Lo particular de vivir en este sur es esta disposición de poder observar la radiografía bajo la luz clara de la corrupción. Y utilizo este vocablo adrede, no en el sentido moral, sino en sentido de pudrición, de disgregación, de alteración.
Quizás ahora mismo estemos inventando nombres nuevos a esta realidad nueva. Una realidad donde un procesador de lenguaje pueda escribir textos des-imaginando la sensibilidad nacional. Una realidad donde las luchas del siglo XX deberán volver a pensarse en términos de intermediación virtual. En ese cuadro aparecerá una palabra nueva que defina el cratos sin generar una ilusión desierta, deshabitada.
La democracia ya fue.
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Ana Arzoumanian nació en Buenos Aires, Argentina, en 1962.
De formación abogada, ha publicado los siguientes libros de poesía: Labios, Debajo de la piedra, El ahogadero, Cuando todo acabe todo acabará y Káukasos; la novela La mujer de ellos; los relatos de La granada, Mía, Juana I; y el ensayo El depósito humano: una geografía de la desaparición.
Tradujo desde el francés el libro Sade y la escritura de la orgía, de Lucienne Frappier-Mazur, y desde el inglés, Lo largo y lo corto del verso en el Holocausto, de Susan Gubar. Fue becada por la Escuela Internacional para el estudio del Holocausto Yad Vashem con el propósito de realizar el seminario Memoria de la Shoá y los dilemas de su transmisión, en Jerusalén, el año 2008.
Rodó en Armenia y en Argentina el documental A, bajo el subsidio del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de la República trasandina, un largometraje en torno al genocidio armenio y a los desaparecidos en la dictadura militar vivida al otro lado de la Cordillera (1976 – 1983), y que contó con la dirección del realizador Ignacio Dimattia (2010).
Es miembra, además, de la International Association of Genocide Scholars. El año 2012, en tanto, lanzó en Chile su novela Mar negro, por el sello Ceibo Ediciones.
El artículo que aquí presentamos fue redactado especialmente por su autora para ser publicado por el Diario Cine y Literatura.
Imagen destacada: Eugène Delacroix, La Libertad guiando al pueblo (1830).