La visita del famoso escritor israelí a Chile en noviembre de 2014 -en el contexto del «Festival Puerto Ideas» de Valparaíso-, es la excusa perfecta para que la narradora nacional, quien lo entrevistó y conversó con él a raíz de aquel evento, se interne en el prodigioso y sensible universo creativo del novelista hebreo (un eterno candidato al Premio Nobel de Literatura), y también en sus distintas iniciativas públicas con el objetivo de alcanzar la paz en Palestina, luego de que uno de sus hijos (Uri), cayera muerto en combate durante la última guerra de El Líbano (2006).
Por Andrea Jeftanovic
Publicado el 21.4.2018
Quizá no haya actividades más opuestas que las de escribir y caminar. Los personajes del escritor israelí David Grossman se desplazan, están siempre moviéndose. También él como ciudadano camina sin cesar, y mientras escribe camina en círculos en la alfombra de su estudio. Sale de madrugada a andar por las colinas cerca de su casa en Mevaseret Sion a las afueras en Jerusalén. Para escribir La vida entera (2010) caminó 500 kilómetros por el norte de Galilea. Para escribir Llévame contigo (2000) siguió a niños en situación de abandono por las comisarías de la policía y por las calles de Tel Aviv. Para escribir El viento amarillo (1987) recorrió por nueve semanas Cisjordania.
Grossman es un autor que no escribe libros, escribe obras maestras. Una intensa vida le ha permitido desarrollar una fructífera carrera literaria, con numerosos libros, traducciones y premios. Novelas para adultos, novelas infantiles, guiones radiales, obras de teatro, ensayos y columnas. Libros monumentales, densos, intrincados, de lenguaje cuidado e imágenes creativas. Además, es un intelectual activo y comprometido con su realidad.
Ha viajado al fin del mundo a propósito de una invitación al “Festival Puerto Ideas” en Valparaíso, noviembre 2014. Ha aprovechado esta oportunidad para caminar por la Patagonia argentina y el parque Torres del Paine en Chile. Viajó con su esposa Michal, su compañera hace treinta y cuatro años. Caminaron siguiendo la vibración de este paisaje desolado, y tomando distintos senderos de trekking. Como pareja, se abren paso en el mundo, él como escritor, ella como psicoanalista. Y siguen caminando juntos después que la vida les puso una difícil prueba: la muerte de su hijo Uri en la guerra del Líbano el año 2006.
El autor dice que caminar es una forma de estar en movimiento. Caminar le permite estar constantemente reformulando nuestras categorías. Quizá por eso lanzó a Ora, la entrañable protagonista de su novela La vida entera, a caminar por el país, para escapar del miedo inefable que tiene todo padre y madre israelí con hijos en edad de entrar al ejército: el día que un oficial toque la puerta. En el caso de los Grossman fue el último día de la guerra, a las 2:40 de la madrugada. De esa forma, de un modo trágico, la novela que estaba escribiendo, y que en hebreo se titula La mujer que escapa de las noticias (Isha borajat mi besora) se cruzó con la realidad. Ora, cargando mochilas y sin rumbo, sale a caminar con un amor de juventud. Camina como una forma de matar la angustia, de evadir el destino, pero todos los personajes están marcados por las guerras, las pasadas y las presentes.
¿Cómo es caminar después de la pérdida de un hijo con el que se han compartido veinte años de vida? El duelo es una expulsión al destierro, caminar en el exilio, desorientado fuera de las coordenadas del tiempo y del espacio. Quizá por eso el último libro de Grossman, Más allá del tiempo (2012), tampoco se ajusta a ningún género literario convencional y ronda por el poema, la obra de teatro, la carta, la elegía. La obra muestra a un conjunto de seres, el hombre que camina, el duque, la mujer, el centauro, el cronista, la matrona, el profesor de matemáticas, los cuales viven como peregrinos. Estas voces, por momentos, en su conjunto se convierten en un coro de tragedia griega y suman voces que parecen una sola: la de la pérdida.
El viaje que hace en Más allá del tiempo es audaz. La lectura de este libro duele, duele el tono sarcástico, pues entre mucha tristeza hay resistencias a la autocompasión. Por ejemplo, uno de los personajes, el duque, se dice a sí mismo con crudeza: “¿Te han dicho alguna vez que tienes cara de huerfanito inglés?”.
El personaje llamado “El hombre que camina” avanza y sale a buscar el “allí”, porque es en ese territorio remoto donde quizá pueda encontrar al ser querido que habita en una dimensión paralela. “Acá” y “allá” son un terrible desencuentro, y a veces siente que “ese lugar no existe, no hay un allí”.
***
Grossman es juvenil, atlético, delicado, perfeccionista, mesurado. Me toca acompañarlo en una de las presentaciones del Festival, una conversación y una lectura; tengo la oportunidad de observarlo de cerca. Nos alejamos y nos sentamos en una mesa al lado de un ventanal, que se abre a la mañana brumosa de Valparaíso, e intercambiamos temas que podremos conversar en la tarde. Él abre su libreta con letras hebreas, y yo abro la mía con letras latinas, su página contra la mía. Sus letras de derecha a izquierda, las mías de izquierda a derecha. Miro de reojo y al revés su caligrafía a mano, reconozco algunas letras, pero no alcanzo a componer las palabras que aluden: alef, bet, gimel. Él ha pensado en algunos libros y temas, yo en otros; coincidimos en algunos, ampliamos ideas. Antes de esta reunión, yo le he escrito una carta como lectora de su obra.
He leído a Grossman desde hace tiempo. He leído sus libros como un modo de entrar al ámbito de la intimidad, y para comprender la complejidad de la condición humana. Primero leí Véase: amor (1986), y siempre recordaré la fascinante perspectiva de Momik, ese niño que intentaba domesticar a la bestia nazi y buscaba un modo de alimentarla. El chico de nueve años que intenta comprender a sus padres sobrevivientes del Holocausto descifrando sus silencios, sus conceptos elípticos de una vida lejana y dramática. Luego leí Tú serás mi cuchillo (1998) y encontré en ella una forma de observar la pareja humana como una radiografía de la sintonía y el misterio. Me sentí angustiada acompañando a Ora en su caminata infinita en La vida entera. Como una persona interesada en el proceso de paz y de conflicto en el Medio Oriente, subrayé muchos fragmentos del ensayo Escribir en la oscuridad (2010). En 2014 el nombre de David Grossman volvió a mí. Primero, cuando viajé a Israel para conocer las actividades de la ONG “Círculo de padres, foro de familias”. Allí su nombre fue pronunciado con cariño y respeto por Bassam Aramin, un padre palestino que recibió el apoyo del escritor israelí para investigar la muerte de su hija. La última imagen que tengo del escritor es cuando este saluda con la mano a Bassam antes de hablar en el rally Pro Paz el 30 de agosto en la plaza de Tel Aviv. En esa oportunidad habló fuerte y claro al micrófono:
No pidan que las fuerzas militares venzan, no hay fotos victoriosas en esta guerra. Solo hay imágenes de destrucción y muerte, de sufrimiento indescriptible. Cada foto de este miserable campo de batalla es, en última instancia, una foto de la profunda derrota de dos pueblos que aún después de un siglo de conflicto sólo son capaces de dialogar entre sí con el lenguaje del odio y la violencia.
En Valparaíso, Grossman decide leer al público un texto de su libro Más allá del tiempo. Me dice “es ése de la cafetera, ése del duque, ése en el que está inquieto”. Yo lo busco en mi edición Lumen y lo encuentro en la página 53, lo leo rápido y miro al autor de vuelta. No me atrevo a preguntar, pero pienso: ¿por qué elegir un fragmento tan doloroso, tan crítico contigo mismo? No digo nada, asiento con la cabeza y marco la página con un papel. Se desnuda ante nosotros, sus lectores, que hemos aceptado entrar en su pacto de ficción y dolor. Primero leo yo en castellano, luego él en hebreo.
ah, la fuerza del peso
de la desgracia (creíste
que estabas protegido,
duquecito, creíste que eras
inmune. Tus huestes
por toda la tierra desplegadas, mil jinetes
sobre mil corceles, y tú
añicos de porcelana).
El libro completo es un texto hermosamente violento, es violento en la desesperación y es honesto en eso de que toda tragedia ridiculiza la vida cotidiana, incluso al oficio de la escritura. En el fragmento que lee David Grossman en esa ocasión, el narrador se desdobla y se habla a sí mismo:
Pues entonces ten la bondad de abrir de inmediato tu insignificante cuaderno y empieza a escribir: “alguien camina constantemente sobre ella, sobre las hojas secas” ¡escribe! – Va y viene, viene y va, en círculo, arrastrando sus pies.
Y agrega:
Tengo que escribirlo bien, te lo digo, no limitarme a rumiar lo que otros han masticado y regurgitado antes de mí, como tanto te gusta hacer a ti, ¿eh, oficinista de pacotilla?
Contra lo que dijo Adorno alguna vez sobre la imposibilidad de la poesía frente a la calamidad, Grossman es categórico: “La poesía es el idioma de mi duelo”. Pero, en el anfiteatro de la Facultad de Derecho de la Universidad de Valparaíso, a unos metros del océano Pacífico, este creador nos da esperanza. Dice que él no quiere solo mirarse como una víctima, que ha hecho un esfuerzo por reformular su visión como judío, como israelí y padre que perdió a un hijo, que tras un largo proceso interno él ha optado por la vida.
Sí, eso es lo que puedo decir al mirar atrás. A mí no me interesa la muerte, quizá solo lo que la muerte irradia a la vida. Tal vez es difícil transmitir lo adictivo y vital que es dar voz a una historia.
Buscar las palabras propias
La experiencia del duelo también indica de un modo dramático cómo el lenguaje es insuficiente para expresar las experiencias humanas, más aún cuando estas son extremas. Durante el duelo de su hijo, Grossman tomó conciencia que el lenguaje nos impone el desafío de superar los clichés, los lugares comunes, y posibilita nombrar de un modo específico nuestra vivencia.
Es un libro sobre el movimiento, que trata de significar el duelo de la persona y sobre cómo la catástrofe te define. Yo no quería que la catástrofe definiera nada, quería definirme en mis propias palabras.
Él busca ser preciso, y por eso bucea en los diccionarios hasta hallar las palabras propias, únicas, esas joyas que solo un autor de su nivel puede labrar y seleccionar. Busca conformar su diccionario emocional.
Entre más comprendes la naturaleza de la escritura, entiendes la necesidad de ser muy preciso y no manipular con tu lenguaje. Escribir te pone en contacto con todas tus limitaciones, porque ves lo difícil que es ser preciso.
El autor sostiene que nunca se debe dar por sentado nada en el lenguaje, hay que desmenuzarlo, cuestionarlo. Hay que decir las cosas con el propio lenguaje, designar con nombres íntimos. Tomarlo como una arcilla moldeable con la que podemos dar nuevos significados, incluso reescribir la realidad. Y concluye: “Cuando nombras algo de alguna forma lo haces tuyo”.
Escribir en hebreo acompaña este proceso dinámico. El hebreo es un idioma antiguo, pero también es nuevo. Es un lenguaje ancestral para rezar y escribir, pero desde que se fundó Israel es un idioma que se improvisa, crece, cambia. Todo el vocabulario doméstico se ha ido construyendo durante los últimos sesenta años. Eso es fascinante para un autor, acompañar un proceso de construcción de palabras y significados. Por ejemplo: apenas hace un tiempo se incorporó la palabra mahapaj, que significa “cambio”.
Coleccionista de palabras, las mira a contraluz. Grossman dirige una organización llamada Keschev, que significa “Atención”. Es un centro administrado por israelíes y palestinos que monitorean el lenguaje usado en la prensa israelí y árabe. Su proyecto emblemático lleva por nombre “Las palabras pueden matar, también”.
Es sorprendente ver cómo se manipula la opinión pública con elementos como el espacio dado a un reportaje, con el titular, lo que a veces contradice los contenidos de los mismos artículos. Las mentiras son el filtro en la mente de las personas. La mayoría de los artículos de investigación los planteamos en forma de interrogantes.
Escribir desde una zona de catástrofe
Vivir en Medio Oriente es vivir en una zona de catástrofe. Es vivir y escribir en una zona en permanente conflicto, destrucción, miedo, odio y muerte.
Desde que nací, en 1954, no he tenido un solo día de paz. La idea misma de crear el Estado de Israel es que no volviéramos a ser víctimas, y me parte el corazón ver este país fuerte y milagroso que solo aspira a sobrevivir de una guerra a la siguiente. Mi nieta de dos años ha pasado largos periodos en el refugio protegiéndose de misiles que caían a 500 metros. Eso no es normal y debemos aceptarlo.
En un conflicto cultural y político el lenguaje también se daña. Un conflicto tiñe las categorías, la del amigo, del enemigo. Pierdes la riqueza de los matices y las palabras se vuelven bloques monolíticos. También hay una censura implícita, existe una especie de diccionario de lo que se dice y no se dice, entonces conviene ir en busca de las palabras, coleccionarlas, cotejarlas. “Quiero usar mis propias palabras para decir lo que veo. No colaboro con el lenguaje del gobierno, ni con el del ejército, ni con el de los medios”.
Exigente e incisivo, en 1987 salió a buscar las palabras del conflicto palestino-israelí a Cisjordania, Palestina. Viajó para poner sus categorías en movimiento y pasó nueve semanas entrevistando a palestinos en jardines infantiles, lugares de trabajo, universidades. Con ese material compuso el libro El viento amarillo, que remeció a la política y ciudadanía israelí, porque puso en la esfera pública la necesidad que había de movilizarse para encontrar conceptos más cercanos a la realidad. Así, aparecieron palabras que la sociedad no quería aceptar como, por ejemplo, el término “ocupación”, “Vi con mis ojos el doloroso choque entre judíos y árabes”.
Antes siquiera de avizorar este libro, él ya había elegido el árabe como segunda lengua en la escuela. Su fluidez lingüística le permitió entrar en la piel de los vecinos. El libro funcionó como un radar de las tensiones que se desencadenarían en la segunda Intifada. Luego entrevistó a ciudadanos árabes-israelíes, otro dilema del conflicto, y eso dio como resultado el siguiente libro de no ficción Presencias ausentes. Conversaciones con palestinos en Israel (1993).
La ocupación es una tragedia que corrompe. En la guerra de 1967 resurgimos como un gran imperio, justificando la ocupación de territorios y denigrando a los palestinos, sintiéndonos superiores a ellos.
Desde entonces, en su recorrido como escritor, comenzó a ser más incisivo con la política exterior israelí. Una vez cuestionó a Isaac Shamir en su rol de periodista. Grossman ya era un autor reconocido, y el Primer Ministro perdió los cabales al increparle en una entrevista: “Oye, tú, en tu ficción puedes inventar lo que quieras, en tu imaginación. Los árabes y los palestinos nunca han estado en mejor situación que bajo nuestro gobierno”. Al día siguiente, lo despidieron de la estación de radio Kol Israel en la que trabajó por más de veinte años.
El autor delicado, tímido, sensible también es un valiente y controversial hombre público. Fue valiente cuando interpeló a Ehud Barak, y cuando le dijo a Ólmert; “Diríjase a los palestinos. Diríjase a ellos pasando por encima de Hamás. Diríjase a los moderados, al pueblo palestino” o cuando escribió una carta abierta a Netanyahu: “Debemos hablar de Abbas”. Su posición le ha costado animosidad, amenazas y un atentado a su auto.
Cuando vives en un permanente conflicto, es fácil caer en la tentación de ausentarse, marginarse, evadir, vivir en un rincón. Yo me he pronunciado cada vez que ha habido una situación de conflicto, he manifestado mi opinión, si me equivoco la reformulo, pero he estado alerta, visible, despierto. Me he acercado a los palestinos cada vez que he sentido que hay una posibilidad de diálogo.
Comenta que el ejercicio de escribir lo vincula con un sentimiento de ternura e intimidad que mantiene con el lenguaje. Cree que recupera así su esencia, al menos algo de lo que el lenguaje solía ser antes de haber sido confiscado y contaminado por el conflicto.
En parte escribimos para entender el mundo que nos toca vivir, para desentrañar el caos, y a mí me tocó una situación cargada de tragedia, de sentimientos álgidos. Israelíes y palestinos compartimos una gramática interna que hace que nos entendamos instintivamente, incluso cuando nos peleamos. Pero debemos superar la visión del agresor y de la víctima, y buscar una tercera alternativa más humana. Para mí esa es una de las esperanzas de cara al futuro.
El derecho al caos interno
Grossman es un escritor de la intimidad. Sus libros son detonantes emocionales. No cede hasta que llega a las zonas más oscuras y desnuda a sus personajes para luego vestirlos con sus contradicciones y miedos. Él mismo dice que cada libro lo deja devastado, en cada libro rompe con las presunciones de sí mismo, ve las grietas, los quiebres de los individuos. Los libros deben servir para despojarnos de nuestras cómodas defensas, los libros deben ser subversivos. “Ser capaces de tocar, aunque sea por un instante, el fuego que quema el interior de otro ser humano”.
Le digo mirándolo que él va demasiado lejos, que nos desbarranca en nuestras fibras más íntimas. Que no hay nada más perturbador que asomarse al caos interno de los padres y de los propios hijos. Como autor, se arroga el derecho a bucear en la psique humana con todos sus vaivenes, con todos sus riesgos. En uno de sus ensayos sostiene su lema de trabajo:
Tenemos miedo al núcleo misterioso, indescriptible, rudimentario, no domesticable socialmente, no dado a ningún refinamiento, cortesía o acto: instintivo, salvaje, caótico, en absoluto políticamente correcto, quimérico y alucinante: abiertamente radical, sexualmente desenfrenado.
Pero para que el proceso se cumpla en plenitud hay que “fundirse con el otro”. El autor camina, a través de sus líneas, metafóricamente, en los zapatos de otro. Solo así puede escribirse con maestría desde la perspectiva de un niño, una mujer y un palestino: “Para mí la escritura es, entre otras cosas, un acto de protesta, de resistencia, incluso una revolución contra ese miedo. Contra atrincherarme dentro de mí mismo y no llegar al núcleo del otro”.
Mención aparte merecen sus incursiones en la psicología femenina, sus personajes llegan a la experiencia corporal del deseo y la maternidad. Mujeres fuertes de perfiles convincentes: “Yo no escribo autobiográficamente. Me siento atraído por las vidas de otros, escribir sobre personas que han tomado opciones diferentes a las mías. Como hombre, me interesa saber lo que ocurre en una mujer”.
Es que David Grossman sabe de la voz humana, exterior e interior. No por azar lleva dos décadas de radio acumulados en su cuerpo, cuando su día comenzaba a las 5:30 AM, con audífonos, y susurrando los últimos acontecimientos del país en un estudio.
Cuando escuchas la radio, la voz de una noticia o de una obra debes imaginar, eso junto al ejercicio del relato me acercó a la creación literaria. La gente no se expone fácilmente a la intimidad y la textura de la voz oral y escrita es el instrumento, el conducto.
Recorre la esfera íntima en toda su curva; la sexualidad tiene varias escenas delicadas y apasionadas. Recuerdo las escenas ambivalentes de Ora con su primer amor Abram cuando él regresa de Egipto como un hombre derrotado. Los celos son tratados en uno de sus libros, Delirio (2011), como un sentimiento que nos hace creativos. Los celos como una máquina ficcional. El marido celoso inventa cartas y supone situaciones de amor clandestino y vive desbordado de ideas y fantasías.
En sus libros, cuando se ha sumergido en la relación de pareja ha decretado también, junto con el derecho al caos interno, el derecho a una necesaria zona de secreto.
Más vale no conocer a fondo al cónyuge, no descubrir todo lo que sucede en su interior para no tener que reconocerlo y llamarlo por su nombre, porque en el marco de las relaciones de pareja no hay lugar para esto, podría romperles por dentro y destrozarles, algo en lo que ninguno de los cónyuges tiene interés alguno.
Niño prodigio
Los niños han sido otra de sus exploraciones en novelas para adultos y para adolescentes. Él mismo fue un niño prodigio. Se hizo un espacio en el mundo gracias a su capacidad lectora. Hijo de un conductor de autobús jubilado a temprana edad, un ama de casa, y nieto de una mujer que escapó de Rusia para hacer labores de limpieza en los barrios pudientes de Jerusalén, leía todo lo que cayera en sus manos. Tomaba libros de la biblioteca municipal, y luego leía de la biblioteca que heredó el padre en su trabajo: “Yo fui un niño difícil de criar, obstinado, me daba cuenta de que tenía una música interior diferente a los demás”.
Detrás de todo autor hay un lector, un lector importante. A temprana edad, Grossman leyó toda la obra del autor ruso Shalom Aleichem. Incluso ganó un concurso que sorprendió a los organizadores cuando vieron a este pequeño “sabelotodo” de solo nueve años, y no sabían cómo pagarle el premio en dinero. Grossman dice que leyó a Aleichem como una forma de darle palabras a la vida de los judíos en Europa.
Los niños como una categoría literaria y lingüística
Cuando somos niños nos enfrentamos a tantas opciones. Después crecemos y vamos consolidando una sola visión política, un sentido del humor. Esa es una de las razones por la que me fascina la expresión de los niños, nunca toman nada por sentado. Todo es sorpresivo, una constante revelación.
Pero también enuncia un dilema de la filiación en su país: “¿Cómo criamos a niños humanistas, tiernos, curiosos respecto a los otros si luego los enviamos a la guerra y a la violencia? Quizá no los estamos preparando para la vida real”. Ya adulto leyó todo Bruno Schulz, se interesó por su obra y trágica historia, convirtiéndolo en un salmón en la novela Véase: amor. Leyó con devoción a Franz Kafka, a Thomas Mann, a Virginia Woolf, más tarde a Clarice Lispector. Hizo del paisaje mental su materia prima para armar historias.
Nos detenemos en Lispector. Le cuento de mis lecturas y visitas a Brasil, de mis incursiones a los archivos y de la lectura de sus libros más desconocidos. De pronto me doy cuenta de que llevo hablando mucho tiempo, y que Grossman me mira interesado a través de sus lentes que corrigen su miopía y distorsionan sus pupilas verdosas. Siento que guardo en mi puño una conquista personal, la de haberle enseñado algo a este gran autor. De haberlo encantado por unos minutos con un relato mío y la palabra “epifanía”.
Contra la arbitrariedad
Grossman sostiene que, como individuos, no debemos aceptar pasivamente la arbitrariedad del lugar y las circunstancias en las que nacemos. Afirma que quizá lo que nos distinga entre otros seres vivos es la posibilidad de reformular nuestro destino.
El arte es una forma de desafiar las circunstancias, permite estar abierto a nuevas configuraciones del mundo, a lo no establecido. Dice que no es una persona creyente y que escribir le da cierta fe de cambio. Y es así como por iniciativa propia regresa a la arena del conflicto palestino-israelí.
Es tan fácil ser cínico en este conflicto. Cuando eres cínico te liberas de un peso, te desentiendes, no perteneces. Y la desesperanza es peligrosa. Cuando estás desesperado empiezas a dejar de aspirar al cambio y comienzas a colaborar con el estado de las cosas. No podemos dejar esta situación a los desesperados. Acá hay dos pueblos que han sido destruidos por el miedo y la violencia durante más de un siglo.
Sentado en un sofá naranja del salón del auditorio de la Facultad de Derecho, habla con voz calmada, observa atento al público, creo que mira a las cuatrocientas personas distribuidas en dos pisos que lo siguen con atención. Toma agua y sigue con énfasis.
La paz es esencial para nosotros y los palestinos. Yo lucho por ello, escribo sobre eso hace treinta años. Es esencial para los palestinos tener una vida de libertad. Los israelíes somos parte de una cadena de opresores a un pueblo palestino que tiene una historia traumática y que ha sido dominado por los turcos, los egipcios, los ingleses, los jordanos. Lograr la paz les permitirá experimentar la dignidad sin nuestra sombra. Yo no quiero proyectar mi sombra en otros. Cuando los palestinos tengan su hogar, yo también tendré mi hogar. Es necesario tener un hogar con fronteras claras y justas.
Sus palabras espesas caen entre los espectadores, estamos quietos, pero las palabras del autor nos movilizan por dentro.
No tengo una visión ingenua aunque parezca que sí. Sé que en Medio Oriente nadie quiere a Israel, y por eso debemos protegernos. También tenemos derecho a estar en esa tierra, porque ahí surgimos como pueblo y cultura. No quiero que siga esa trágica relación, hay fórmulas, no sé si serán exitosas, pero no podemos comportarnos como víctimas desahuciadas. Tenemos que intentarlo con todas nuestras fuerzas, más aún cuando el extremismo en la región está tomando fuerza. Yo no sé si en cinco años más tendremos la posibilidad de contar con socios. La desesperanza genera más desesperanza, y hay que mantener los canales abiertos.
Ha llegado el final de la conversación, y corresponde leer el último fragmento. Primero leo yo en castellano, luego él en hebreo.
en todo lo que existe
desde ahora
resonará el eco
del no existir.
Doy vuelta la página 53 y cierro los ojos. Grossman lee con la cadencia de ese lenguaje ancestral y nuevo. Me dejo llevar por el sonido original que dio música a su experiencia interna. La fonética de las letras alef, bet, gimel en su libreta, de derecha a izquierda.
kol hayesh
me-ajshav
yehadhed
et ha ain.
**
Durante una hora y media, por dos días seguidos, Grossman nos tiene en una cuerda tensa. No habla banalidades, despliega con sensibilidad y llaneza su pensamiento filosófico y literario sobre la identidad, el origen, la guerra, la vida, la muerte. Más de una vez sus intervenciones sacan aplausos. Afuera del salón firma libros a sus lectores, a los antiguos, a los futuros. En el horizonte queda su nueva novela que insiste en su verbo motriz: A Horse Walks into a Bar.
Los que salimos ese día por la Avenida Errázuriz emergemos distintos con el viento vespertino de Valparaíso a las seis de la tarde. Caminamos conscientes de nuestra posibilidad de transformación. Dejamos atrás el puerto entre el silbido de los barcos y subimos a los cerros, los pies se deslizan, las ideas se agitan. Hemos permitido sentir el fuego de otro, escuchar los ecos de su caja de resonancia; ya no somos tan extraños. No hay duda, las palabras ensanchan el mundo, no lo estrechan.
Andrea Jeftanovic Avdaloff (Santiago, 15 de octubre de 1970) escritora chilena, es una de las autoras más connotadas en la escena literaria del país. Narradora, ensayista y docente, ha publicado las novelas Escenario de guerra y Geografía de la lengua y los volúmenes de cuentos No aceptes caramelos de extraños y Destinos errantes. En el campo de la no ficción ha firmado el libro Conversaciones con Isidora Aguirre y el ensayo Hablan los hijos. Estudió sociología en la Pontificia Universidad Católica de Chile (se tituló en 1994) e hizo un doctorado (PhD) en literatura hispanoamericana en la Universidad de California, Berkeley, Estados Unidos (2005). Actualmente ejerce como profesora e investigadora de la Universidad de Santiago de Chile, y escribe semanalmente sobre teatro para el diario El Mercurio de Santiago.
Su último volumen en circulación es el conjunto de diversos textos literarios que conforman Escribir desde el trapecio (Ediciones de la Universidad Diego Portales, Santiago, 2018). La crónica que aquí presentamos fue cedida especialmente por su autora para ser publicada por el Diario “Cine y Literatura”.
Crédito de la imagen destacada (fotografía a David Grossman): Kobi Kalmanovitz, de The Times of Israel