Relato «Doble faz»: La intimidad opuesta del Yoga

Perteneciente a un texto conformado de hasta ahora dieciséis cuentos inéditos, y los cuales serán publicados hacia un futuro próximo, en un libro todavía sin bautizo ni nombre ni prólogo ni señas de identidad, la poeta y narradora chilena ha cedido el duodécimo de aquellos folios ignotos para ser conocido en este medio, el Diario digital donde se desenvuelve como una habitual y entusiasta redactora.

Por Alejandra Coz Rosenfeld

Publicado el 23.4.2018

 

-Ekam, Dui, Trini, Chatvari, inhalo, salto atrás, exhalo, inhalo, miro el entrecejo, exhalo, Adho mukha. Tomo cinco respiraciones, recuerden activar los bandhas… dedos de las manos bien abiertos y las palmas bien pegadas al mat, talones al piso, activo cuadriceps, Drishti en el ombligo-….

 

La sala estaba hasta la bandera, como solían ser todos los sábados del año ininterrumpidamente, salvo si caía con algún tipo de luna, ya sea llena o nueva, o bien mi luna personal, así le decimos las yoguinis cuando nos llega la menstruación. Todos los tipos de lunas eran y siguen siendo días de descanso, donde el cuerpo tiene que reposar, ya que las energías andan exaltadas. De hecho las mujeres en la India, los días de su luna, no cocinan.

Como todos los sábados, el entusiasmo, los egos, las metas, estaban listos para participar en la clase guiada y de alguna manera, competíamos a modo muy inconsciente, para estar ahí y ser reconocidos, aunque fuese en un grado mínimo por nuestro mentor. Porque el yoga como todo en la vida, puede ser un arma de doble filo, si no logras entrar en la conexión íntima, puede ser muy egótico; aunque la verdad, ya no juzgo a nadie, cada uno es libre de elegir y de actuar como se le cante. Y como bien decía, todo en la existencia tiene un opuesto.

Para mi el yoga fue muy sanador y lo sigue siendo porque es como mi segunda piel, mi toma de corriente, mi cable a buena tierra, eso sí, sin el fanatismo de antaño, que fue colectivo en todo caso.

Éramos fervientes seguidores y servidores de nuestro Sigin, así le decían algunos. Él era la personificación de lo que necesitábamos al parecer: belleza corporal, que se trabaja a través de la voluntad, cierta severidad, rigurosidad y devoción plena, hacia la tradición misma del Ashtanga Yoga y su linaje.

Fue un período bastante largo y con un círculo acotado de participantes, seleccionados de alguna manera bastante específica. Y otros muchos más que se querían subir al mismo tren y que no se les era permitido, aún.

Yo destacaba por mi devoción en todas sus caras y que bordeaba obviamente la obsesividad de muchas otras más.

Evadía a través de una práctica casi militar. Donde la cortina de mi realidad se transformó en una cortina de hierro. El Yoga me salvó la vida, creo. Y fue y será un profundo camino de aprendizaje.

Mi práctica siempre fue honesta, ya que me costaba y no podía fanfarronear con las posturas, además suelo ser bastante humilde, aunque más de una vez sentí que mi ego iba a estallar, como el de Cerati, cuando el Andi me pedía, mostrar una asana. Y eso era porque internamente yo estaba tan perdida y tan poco autovalorada, que eso de alguna manera me validaba y me imagino que le pasaba a muchos otros compañeros de vuelo.

Fue sanador porque me conecté con mi cuerpo a nivel celular y desarrollé la conciencia corporal.

Aprendí que el cuerpo se regenera y sana solo. Y por eso es tan importante la conciencia corporal, es fundamental. Ya que una buena postura hace que los órganos, músculos y estructuras óseas, estén en el lugar que tienen que estar, con suficiente oxígeno, irrigación y flexibilidad.

Y eso se puede conseguir a través de los tres pasos mágicos que hacen que puedas llevar la total atención a un punto exacto. Y que concentres la energía en un sólo foco. No es casual que sean 3 pasos, ya que el Yoga está íntimamente ligado a la creación del universo, a la conexión con el todo. Al sonido primordial, al OM.

El número 3 es un número sagrado, es el todo. Por lo tanto, es a través de estos 3 pasos que se consigue ir hacia esa profundidad y conectarse con esa fuente, la fuente que está en el fondo de nosotros mismos.

La respiración, los Drishtis y los Bhandas.

La respiración consciente, la atención en un punto exacto (drishti), genera un flujo energético y un calor interno, que al conectarse con los Bandhas (una suerte de tapones energéticos que se activan sutilmente con ciertos movimientos) hacen que la energía circule al interior y no se disipe; así el Prana mueve lo estancado en los distintos cuerpos, tanto en el físico como en los sutiles.

La práctica constante de yoga permite que las fluctuaciones de la mente se calmen.

El Yoga restaura y lo digo con certeza.

 

En ese período de mi vida yo vivía una tremenda contradicción porque por un lado el yoga me llenaba todo vacío interno que pudiese sentir o por lo menos eso creía, y por otro me hacía tapar el sol con un dedo, porque me vendaba cada vez más los ojos, en la medida que los iba abriendo.

Ya se me había mostrado de manera empírica que todo está adentro y que no se necesita nada más que esa conexión. Y así era, cada vez que entrabas al Shala y te subías al mat, te conectabas y te desconectabas por añadidura. Y la práctica se convertía en una danza, en una meditación en movimiento, sólo flujo colectivo y tan personal a la vez, dentro de ese silencio que puede doler tanto, algunas veces.

 

El sonido de la respiración, el calor y el vapor que se generan en la práctica colectiva, son cosas que se extrañan cuando se practica sola.

La ropa quedaba empapada, a veces te caían gotas desde el codo, de la nariz, del pelo y uno se sentía limpio de pecados, hasta que salías de la escuela, te subías al auto y cambiabas el switch.

Aunque podría concluir que mi vida de yogui fanática, la viví profunda, devota y demasiado seria quizás. Pero no me arrepiento para nada, porque era justo lo que necesitaba para algún día lograr pegarme el salto cuántico.

Y claro, tardé pero lo hice.

Era un sábado de invierno, la sala estaba calentita y llena, como era lo común. El Andi siempre entraba como un Rockstar, donde todos nosotros éramos obviamente sus fans número uno. Siempre con esa presencia algo altiva. Con el torso desnudo y esculpido, su pañuelo indio amarrado a la cintura,  juntó sus plamas y comenzó a recitar:  “vande gurunam…”

Ya había terminado la serie de pie cuando fuimos al piso.

La sala estaba dividida en dos grupos de varias filas que se enfrentaban en el medio, cosa que nos miráramos mutuamente.

Tomo pulgares, inhalo, miro entrecejo, extiendo columna, abro pecho, bandhas, exhalo- y de repente ¡pum! el bien alto, ese nuevo, el de la clase de la tarde, ese que pololea con la flaca bonita, ese, se desploma.

Yo lo supe de inmediato, me paré como un resorte para salir corriendo a pedir ayuda y para quizás también, salir corriendo de aquella cruda situación que se avecinaba. Porque muchas veces hago eso, arranco.

Miré a nuestro querido profe, y partí escaleras abajo a decirle a la secretaria que pidiera una ambulancia, la que nunca llegó, pese a todos los esfuerzos que se hicieron, ninguna ambulancia llegó. Porque así tenía que ser. Así estaba escrito. Porque todo es perfecto.

La sala se fue desocupando suave y silenciosamente. Era una energía muy especial la que había allí dentro, era precisa por decirlo de alguna manera, de ángulos, se sentía. No había duda alguna, de nada. Era certeza. Nos quedamos los que teníamos que estar, porque es así, la vida se presenta sin previo aviso en todo su esplendor, y a veces en su doble faz.

 

Ella entró en medio de ese silencio aterrador, con esa punzada en el estómago, con ese dolor nunca sentido que cala tan hondo, ese frío vacío, ese miedo certero que con un golpe te saca el piso, sucumbe el terreno, una pesadilla real. Empujó suave las puertas y lo vio tendido, tal como estaba cuando se desplomó en plena clase, ahora con una mancha de sangre en su pecho.

Un grito que salía de las entrañas de la tierra recorría su delgado cuerpo, que se iba desvaneciendo mientras las rodillas se le doblaban y el aire no le entraba. Cuando el mundo se le caía a pedazos, sintió unos brazos que la rodearon por la espalda y la sostuvieron fuerte mientras su grito mudo detenía el mundo. Las manos de nuestro querido Gourendo la abrazaron todo lo que fue necesario y mucho más. Hasta que la Fuerza Vital, la chispa divina, lograra recobrar el aliento para luego tomarla de los hombros, enderezarla y decirle: continúa.

Ella, en algún lugar muy profundo, sabía, que esto ya se había pactado. Que ningún copo de nieve cae en el lugar equivocado, incluso el abrazo de nuestro querido amigo devoto de Krishna.

Con la flaca nos miramos en el camarín, cruzamos un par de palabras, hablamos del libro tibetano de la vida y la muerte, de mi abuela que había muerto hace poco y restregándose los ojos me dijo:

Está todo bien, ya entendí, estoy agradecida”.

 

De a poco fueron llegando la madre de César, así se llamaba, su hermana y su padre.

La policía, los del servicio médico legal, los hermanos de ella, sus papás que venían del Valle de Elqui.

Todos con un respeto y un amor infinito que llenaban la escuela.

Porque César era muy querido, yo lo conocí en las clases de yoga solamente, pero se notaba que era muy querido, y bueno corroborado además según todo lo que me ha contado la flaca y otros cercanos. Nunca un mal comentario, siempre se ha dicho que fue un gran maestro.

Recuerdo que había mucha gente en su funeral.

Se iba César y me dejaba el regalo más bonito, un amor incondicional, me dejaba la  hermana que nunca tuve.

Creo que nunca olvidaré aquel ritual.

Una vez que se lo llevaron, entré en la sala y limpié como un rito sagrado la mancha de sangre del suelo.

Nunca el silencio había sido tan penetrante y mi devoción tan profunda.

Una compañera vidente, la Pati, dijo que César estuvo toda la semana en la Sala, sentado al lado de nuestro profe. Y que tenía una luz muy bella.

Esa semana no hubo clases, sólo recitación védica.

La Sala estuvo llena de flores por mucho tiempo.

 

La Dani, mi gran amiga, después de unos años, tuvo una hija, la Jose, que curiosamente fue operada al mes de vida, a corazón abierto. Fue inevitable que durante todo ese período César estuviera muy presente.

Años más tarde, caminando por la calle, se encontró con la madre de César, y ella le contó que había ido donde una Medium y que le tenía que decir algo. Primero dijo que César le había pedido perdón porque él había escogido morir en los brazos de la mujer que amaba y sabía que ella se culpaba y atormentaba por no haber estado a su lado.

Y a la Dani le mandó a decir que él iba a cuidar de la Jose y de ella, y que nunca más iba a volver a pasar nada cercano a lo que habían vivido.

Cuando la madre de César le preguntó que cuánto debía, la Medium le dijo que era ella la que debería de pagarle, ya que nunca había tenido una experiencia tan bonita y luminosa, que nunca se había conectado con un ser tan maravilloso.

 

Mi amiga después de 10 años, pudo recién ir a visitar su tumba y cerrar el círculo.

 

 

La escritora chilena Alejandra Coz (Santiago, 1972)

 

Alejandra Coz Rosenfeld nace en Santiago de Chile, en 1972. Poeta, artista y terapeuta transpersonal, estudió letras y estética en la Pontificia Universidad Católica de Chile, y arte en el Palazzo Spinelli, de Florencia, Italia. Ha publicado el poemario “Marea baja” (2017).

 

 

Imagen destacada: La actriz española Adriana Ugarte en un fotograma del filme «Castillos de cartón» (2009), del realizador madrileño Salvador García Ruiz