La conocida actriz estadounidense Maggie Gyllenhaal debuta como realizadora con esta ópera prima —disponible en la plataforma de streaming Netflix— y el cual corresponde a un filme cargado de emocionalidad femenina, y la cual cuestiona el tradicional concepto de los lazos filiales entre una mujer y sus hijas del mismo género.
Por Jordi Mat Amorós i Navarro
Publicado el 16.2.2022
«Pobrecitas, nacieron de mi vientre».
Leda
Basada en la novela homónima de la genial escritora —o escritor, sus editores mantienen su identidad en secreto— Elena Ferrante, la actriz y realizadora estadounidense nos ofrece su primer largometraje y el cual es una lúcida reflexión en torno a las sombras de la maternidad.
Olivia Colman interpreta con su habitual brillantez a Leda, una mujer distante que pasa unos días de vacaciones en un bello rincón mediterráneo. Allí entabla relación con Nina (Dakota Johnson) una joven madre y su niñita Elena rememorando a través de ellas su propia maternidad e infancia.
Del reparto destacar también la participación del veterano Ed Harris quien da excelente vida a Lyle, un hombre que ofrece su amistad a esa mujer poco comunicativa.
La película —disponible en la plataforma Netflix— fue galardonada el año pasado con premios tales como el de mejor guion en el Festival de Venecia o mejor ópera prima por el Círculo de Críticos de Nueva York.
Debo advertir que el análisis que sigue contiene necesariamente spoilers.
Frente al espejo
Con actitud distante y sonrisa de circunstancias, Leda busca preservar su intimidad a resguardo de los demás. Servicios mínimos de intercambio social en un lugar tranquilo que ella parece haber escogido ni que sea inconscientemente como retiro interior.
Y a pesar del desapego, sus escasos contactos sociales le remitirán a su doloroso pasado, un pasado que la consume por dentro. Gyllenhaal nos lo muestra brillantemente mediante flashbacks y también con acertadas imágenes simbólicas como la fruta en su apartamento vacacional que aparenta estar bien pero que ella descubre podrida en su reverso, la gran mosca negra sobre la almohada en su no dormir tranquila o la piña que al caer fustiga su espalda mientras pasea sola por la arboleda costera.
De alguna manera, en esos detalles simbólicos y especialmente en el relacionarse con el otro Leda se relaciona consigo misma. Todo ello como espejo en el que se reconoce como «mala» madre. Así lo confiesa a un apuesto joven quien le evoca a sus dos hijas: «Pobrecitas, nacieron de mi vientre».
Y se sumergirá plenamente a ese pasado que la ahoga en el presente al conocer a Nina y su pequeña a la orilla de ese mar de los tiempos que es el Mediterráneo. Ellas le transportarán a la joven e insegura madre que fue y así mismo a la niñita abandonada que aún llora en su interior.
Y en esa rememoración cobran protagonismo nuevamente dos potentes figuras simbólicas.
La muñeca y la serpiente
Leda observa a Elena con su muñeca jugando en la playa, jugando y «mamando» la inestabilidad de una madre enfadada con su hombre y agobiada por su familia. La pareja discute y de pronto Nina se da cuenta que su niñita no está.
Todos en la playa la buscan pero es Leda quien la encuentra, ese acontecimiento le recuerda al que vivió siendo joven con Bianca su hija mayor. «Perdí a mi mamá», dice Elena y en esas palabras la angustia del sentir a su madre lejos.
Así se sentían también las hijas de Leda, especialmente la mayor quien era más consciente de la situación que vivían en casa. Porque si bien Leda por momentos se entregaba a sus hijas disfrutando de su compañía, en ocasiones las repudiaba en su agobio vital: «no quiero verte en este momento», le decía a Bianca.
Uno de los buenos momentos que está más presente en Leda es el de su compartir su habilidoso pelar las naranjas con sus hijas. De cómo sus niñas quedaban fascinadas porque las pela con una sola monda que asemeja ser una serpiente, el inquietante reptil para las pequeñas como imagen de su ambivalente (fascinación y miedo) relación con la madre.
Y en el presente la niñita Elena que llora porque no encuentra a su muñeca. De nuevo el paralelismo —que sabremos forzado— con el pasado de nuestra protagonista. Porque de niña Leda perdió también su muñeca y en ese perder se entiende experimentó la misma sensación de abandono.
Una sensación de abandono que en mayor o menor medida vivencian las niñas a cargo de madres desbordadas quienes viven su maternidad como carga. Es así en parte porque suelen tener poca ayuda externa (pareja, familia) y, en parte, al menos en el caso de Leda, porque sienten la maternidad como una limitación de su libertad. Muchas madres se han sentido más o menos así en algún momento.
Leda estuvo tres años —tres, la cifra temporal— alejada de sus hijas, las abandonó un tiempo dejándolas al cuidado del padre para vivir su vida. Un tiempo de libertad que ahora vivencia con culpa.
Esa es la pesada carga que soporta, una carga que históricamente —poco a poco esto va cambiando— suele recaer más en las madres que en los padres. Porque por el hecho de parir parece que se debe asumir mayor responsabilidad por los hijos.
Y es que si bien es cierto que la maternidad establece vínculos muy fuertes con los hijos, también lo es para los hombres cuando estos se implican y no se quedan atrás en el apego.
En todo caso, si no es posible asumir la responsabilidad de ser padre o madre, es fácil que se vivencie esa experiencia como una oprobiosa carga. Un peso que ha de liberar cada uno o cada una perdonándose, abrazándose y reconociendo lo que hay ante quien ha sido dañado.
La niña perdida
La muñeca perdida por la niñita en la playa como imagen de la niña perdida que la pobrecilla es y que es también Leda es en el fondo de su ser. Por eso le roba —sin ser vista, ella observa a los otros pero se esconde de ellos— la muñeca a esa inocente, en la muñeca anida el recuerdo de su infancia y también el de la infancia de sus hijas.
De hecho en uno de los flashbacks vemos como le regala una muñeca de su infancia a Bianca, y en el regalo entiendo que simbólicamente le pasa el testigo de su doloroso sentir.
En todo caso, Leda se queda con la muñeca de esa pobre niña sin conmoverse por ella ni por su madre con quien entabla relación tras su valioso rescate. No se conmueve —entiendo— porque está más pendiente de sí misma que de los otros.
Los otros son vistos por ella como actores que escenifican un drama inspirado en su propia vida, los otros vivencian una catarsis que resulta pedagogía para Leda.
Y la muñeca que da tumbos en su apartamento tal y como Leda da tumbos en su vida: ahora la esconde, ahora la abandona en la basura, ahora la cuida… Y de la boca de la muñeca —cuyo vientre está anegado de las aguas mediterráneas— surge una muy simbólica lombriz cual serpiente que vincula a la protagonista con sus hijas.
Quizás por ese revelador surgir decide contar la verdad a la madre de la niñita, en ese acto se descubre como «mala» y participa de la catarsis de Nina, entra como actora en la obra que antes observaba distante.
Y tras ese desnudo anímico integral, la caída que Gyllenhaal escenifica en la noche oscura a orillas del mar de los tiempos. Pero toda noche tiene su amanecer, a la mañana siguiente la vemos despertar atendiendo a una llamada telefónica de su hija Bianca quien se muestra preocupada por ella, la atiende sonriente mientras aprieta una naranja contra su pecho.
Esa naranja familiar abrazada en luz solar que puede interpretarse como una señal de esperanza, quizás el desnudo anímico podrá darse con sus hijas y acabar así con la saga de hijas oscuras. La catarsis en familia ajena como preludio a la necesaria catarsis en la propia, ojalá Leda tenga ese valor.
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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.
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Imagen destacada: La hija oscura (2021).