[Ensayo] «Madres paralelas»: Un traspié en el «cine político» de Pedro Almodóvar

El nuevo estreno del mítico realizador español —disponible en la plataforma de streaming Netflix— representa solo un bache que puede inquietar, pero jamás perturbar la grandeza de un creador excepcional, un genio de las imágenes, de los colores y de la transgresión artística, y el cual ha hecho de su producción audiovisual un espontaneo universo tanto de debate cívico como de resonancias literarias.

Por Javier Agüero Águila

Publicado el 20.2.2022

«Cuando estoy haciendo arte, no tengo absolutamente responsabilidad social alguna».

Estas son palabras del cineasta canadiense David Cronenberg, uno de los maestros del horror contemporáneo y que, pensamos, podría despuntar hacia una suerte de «crítica» —preferiría la palabra «lectura»—, a la última película de Pedro Almodóvar Madres paralelas (2021).

Sin embargo y antes de entrarle a la película misma, propongo algunas preguntas que, considero, abren a una zona algo más profunda en la obra de este genio itinerante: ¿es posible criticar a Pedro Almodóvar?, ¿quién soy para criticar al artista que, probablemente, junto con Luis Buñuel es la estrella más rutilante de la historia del cine español?, ¿cómo se critica a quien se ganó el lugar, con total justicia, de “clásico”?

Estas preguntas son menos auto flagelantes que responsables a mi modo de ver, asumiendo que desde Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón de 1980 hasta hoy, el cine de Almodóvar ha transpirado transgresión, originalidad, pasando a ser una suerte de permanente ensayo y error sobre los excesos y en donde la punta más afilada de la «Movida madrileña» se ha dejado ver en cada una de sus películas con mayor o menor furor panketa, subversivo y desbocado como reacción a 45 años de carroña franquista.

Es un cine que encuentra su ecosistema primordial en las jeringas heroinómanas, en las botellas de ginebra, en la promiscuidad y en los albores del SIDA, sigla que desperdigó un abyecto estigma rotulando y marginando a la comunidad homosexual, particularmente a la masculina, por todo el mundo.

Se podría pensar en este sentido que la transgresión que ofrece la obra de Almodóvar es estética más que política, desmadrada de imágenes y lenguaje más que ideología palpitante. Ahora, y parafraseando a Jacques Rancière, la estética siempre ha sido política y la política siempre ha sido estética, no hay salida; son una sola y misma cosa, y este principio se conjuga en Almodóvar de manera perfecta y natural.

Pedro Almodóvar ha sido un cineasta profundamente político sin pretender serlo. Esto es lo que lo distingue y es aquí donde resuenan las palabras de Cronenberg que se citaron al principio. No hay responsabilidad social en el instante creativo almodovariano —al menos conscientemente—, menos algo así como una bien afinada y carburada memoria histórica.

Él no es un hombre de grandes relatos que persiga a través de su cine reactivar el aparato neurológico y emocional de una sociedad entera para que, hurgando en su pasado, pueda construirse un presente vindicativo y políticamente rehabilitado.

El cine de Almodóvar es político porque es, desde su inicio, un síntoma, es decir y para ser justos con Freud, la identificación del deseo por parte del pensamiento reprimido.

 

El heredero de la tragedia española

En pocas palabras, la obra de Pedro Almodóvar podría ser definida como un resto pulsional que siempre amenaza con exteriorizarse a modo de símbolo (imagen y lenguaje), conjugando en este desplazamiento represión y deseo, trauma y palabra, todo dentro de una órbita completamente castiza, en este caso española (sería imposible un cine como el de Almodóvar en Francia, por ejemplo, tan propiamente minimalista), la que será siempre el telón de fondo para desatar sus tramas lorquianas, solidarias del crimen y de la sangre; culebrones melodramáticos de calibre grueso.

Almodóvar sigue siendo el heredero —en el cine— de la tragedia española que por los años 30 y 40 se sufrió con Bodas de sangre de García Lorca o con El trébol florido de Alberti. Por dar algunos sueltos ejemplos.

De este modo, Almodóvar siempre ha buscado, a mi juicio, algo así como una «trascendencia intramundana», esto significa tener una cierta claridad de que no se trasciende hacia fuera del mundo sino en él, siendo urgente para esto poder leer y entender una época desde su gramática más fundamental. Almodóvar lo logra con esa bellísima, elegante y sutil, al mismo tiempo que desbocada y muchas veces elíptica, puesta en escena.

A esto se le suma una no menor dosis de superficialidad al servicio del guion; superficialidad que es tributaria de los años inmediatamente post fascismo y que se reconoce en una soltura, en un desamarre post traumático en relación al autoritarismo brutal.

Este era un contexto, también, en donde era necesaria una cierta indolencia y donde la inmediatez de los sentidos debían conjugarse con la necesidad del goce, de evitar y no sacrificar, aunque sea por ese único y singular momento que regalaban los excesos, ni un segundo el presente que tonificaba una España sin Franco (recordamos el hilarante grupo de punk-glam Almodóvar & McNamara que formó junto a Fabio McNamara a principio de los 80 y que coreaba, parafraseando la máxima de Cyndi Lauper, «solo quieren divertirse»).

En breve, Almodóvar y su cine es político porque, aunque desde la más absoluta superficialidad o desde la tragedia más feroz, su lenguaje siempre es a la contra; un lenguaje que distorsiona la normalidad, sabotea los protocolos y se erige desde el margen de personajes borderline y con vocación de perdedores. Todo esto no puede sino ser considerado, insisto, como profundamente político.

Ahora, y recordando a Tennessee Williams quien dijo alguna vez que «todo buen arte es una indiscreción», apostamos a que, precisamente, Pedro Almodóvar es un genio de lo indiscreto, de lo incómodo, de lo que desarticula, como decíamos, la tradición, por más que sea el representante de lo trágico español. Sus guiones, trama y personajes siempre tienden a la reivindicación de una suerte de ontología del exceso y nada que pueda salir de su imaginación se sostiene sobre la base de lo esperable, de lo regular, de lo estable.

Su cine, en este sentido, llega siempre, con mayor o menor factura, a golpearnos al mentón destacando que, aunque sus películas no estén a la altura de sí mismas, sin piedad nos robarán el sueño provocándonos una que otra pesadilla erótica, incestuosa o asesina; una sublimación o una negación de lo que escondemos bajo la nebulosa del inconsciente.

Almodóvar tiene la capacidad de activar y reactivar nuestros mecanismos de defensa. Nos puede gustar o no gustar Almodóvar, pero sea como sea debemos reconocer que todo lo que pasa en su cine ocurre según sus leyes y nada se desorbita de sus reglas estéticas, tan intimistas como desmesuradas.

La movida almodovariana, en esta línea, no plagia a nada ni a nadie, sus aciertos o desaciertos son hacia sí, para sí y repercuten en su propio universo fantástico. Él apunta o fracasa en su onda, y su obra es tan profunda como epidérmica. Se me viene encima el verso de Paul Valery: «Lo más profundo es la piel».

 

Penélope Cruz en «Madres paralelas» (2921)

 

Una trivialidad arquetípica

Por todo lo anterior, es que la última película de Pedro Almodóvar pareciera no ser completamente almodovariana (sin dejar de serlo). Madres paralelas en este sentido resulta una suerte de renuncia a ese furor panketa originario del que hablábamos anteriormente, encallando en una apuesta de trama muy predecible como para pertenecer al perímetro de Almodóvar (dominador total de lo imprevisible como recurso) y sin grandes sobresaltos estilísticos como a los que nos ha habituado.

La historia de dos madres que comparten día y hora al momento del parto y en donde se produce un intercambio entre las recién nacidas recibiendo cada una la niña de la otra, no es nada original. Pero este no es el problema, Almodóvar siempre ha sabido hacer de los lugares comunes, o de los clichés, una posibilidad para llevar su arte más allá de lo puramente convencional, con un lenguaje autónomo y propio del impulso descarnado de quien entiende al mundo como una zona donde la trivialidad puede ser sintomática o hasta arquetípica (pensamos en Átame, Todo sobre mi madre o Carne trémula, por ejemplo).

Alternamente se hace mención, ni siquiera como una historia paralela, sino casi como un pie de página, a la trama de los detenidos desparecidos por la dictadura de Franco. El argumento trata de la identificación de una fosa donde probablemente habría restos de republicanos cuyos cuerpos no habían sido informados por 80 años.

Esto es lo más pobre de la película y es muy mal manejado por Almodóvar, ratificando la hipótesis de que cuando pretende referirse en su cine a temas abiertamente políticos, no lo hace con la clase ni con la soltura necesaria. En este caso puntual lanza a segundo plano una de las heridas más profundas de la sociedad española; herida que aún no cicatriza y que, según lo entiendo, es muy mal cuidada, de manera pedestre y derechamente irresponsable.

Con la admiración que profeso por el manchego, debo decir que estas no son ni serán sus canchas. Su cine es político por defecto, no por virtud. Aquí, según yo lo percibo, Almodóvar deja de ser —por un momento— Almodóvar.

En esta línea, al cineasta no se ajusta (más bien desperfila) la frase que Umberto Eco escribe en su relato «El señor Sigma», y donde insiste en la idea de que: «Nada es más nocivo para la creatividad que el furor de la inspiración». El cineasta español, justamente, parece haber perdido en Madres paralelas el furor de la inspiración, pero no de cualquier inspiración sino de la suya, de su inigualable inspiración, la misma que siempre dejó traslucir en los locos años 80 y que marcaron su vida y su obra para siempre.

Esta parece ser una película de un creador en la fase final de su trabajo y que, ya consolidado y que habiendo dado todo lo que pudo dar, se pregunta ¿y ahora qué?

De esta forma, el último melodrama que nos ofrece Almodóvar parece ser más una responsabilidad frente a la urgencia de seguir haciendo cine que un brote escritural y de puesta en escena sentimentalista y desbordado como el que regularmente muestra en cada una de sus guiones y películas. No tiene nada de parecido a su trabajo inmediatamente anterior, me refiero a la magnífica y autobiográfica Dolor y gloria de 2019.

Ciertamente se conservan los elementos típicos del autor y que lo diferencian de cualquier otro. Por ejemplo, los interiores tan brillantemente cuidados y en donde el colorido estilo Mondrian siempre están al servicio del universo creativo.

Por otro lado, la música de Alberto Iglesias, el partner musical histórico, siempre da una nota más que alta y en esta película no hace más que reafirmar la brillantez de un músico naturalmente organizado para dar vida a películas a través de bandas sonoras.

Lo mismo con la extraordinaria fotografía de José Luis Alcaine, quien apunta a recuperar el clásico enfoque almodovariano en el que los personajes se mimetizan con los colores y los primeros planos se suceden en secuencias algo ilógicas y desconcertantes, pero que son sello absoluto de la fantasía del cineasta.

Por último —mención aparte y especial— las actrices. Primero la joven Milena Smit. Con sus 26 años y su brillantemente manejada estética lánguido y melancólica, parece una actriz con décadas de experiencia, asumiendo con toda dignidad y jerarquía su rol de actriz secundaria.

En un tiempo en que los actores y actrices de cine obedecen más a sus marcas que a las exigencias propias del arte, y en el que el ornamentaje técnico tiende a estar por sobre los personajes, Milena aparece como una de las grandes promesas del séptimo arte, oxigenando y recobrando la esperanza de que el talento puro resiste al paso del tiempo y a la consolidación maquínica del cine contemporáneo.

Penélope Cruz es lo mejor de la película. Sobria y elegante en cada movimiento y en cada gesto, con una ternura y una profundidad indescifrable, da cuenta de su superlativo crecimiento como actriz de la pantalla grande. Reconoce al cine como su ecosistema natural y en Almodóvar al director que la hizo ser consciente de su talento, también innato, y de lo que tenía que hacer para transformarlo en poesía, en belleza o decadencia dependiendo de las exigencias de la trama.

No es arriesgado decir que esta película homenajea la relación de Almodóvar con Cruz, mostrando que aquí hay algo más que fetichismo, sino que, por sobre todo, una intensa reciprocidad que engrandece a ambos desde la complicidad, la intimidad artística y el reconocimiento mutuo.

En fin, ciertamente cada una y cada uno se hará su propia opinión y tendrá su propia lectura de Madres paralelas. Lo cierto es que a pesar de Almodóvar sigue siendo Almodóvar. Los clásicos resisten a sus propios desvíos y aguantan los navajazos que se auto infringen.

Madres paralelas, en realidad, es solo un bache que puede inquietar, pero jamás perturbar la grandeza de un creador excepcional; un genio de las imágenes, los colores y la transgresión que ha hecho de su cine, también, un universo literario. Las películas de Almodóvar bien pueden ser leídas.

Poco importa que por esta última película no se haya llevado ningún premio Goya, o sus dos nominaciones al Oscar. Almodóvar no necesita premios ni nominaciones, su arte no es una candidatura, sino una incombustible, polémica y heterogénea herencia que formará parte del panteón de los elegidos del cine.

Y esto para siempre.

 

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Javier Agüero Águila es doctor en filosofía por la Universidad París 8 y académico y director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.

Ha escrito los libros Chili: les silences du pardon dans l’après Pinochet (París, L’Harmattan, 2019) y junto a Carlos Contreras, el libro colectivo Jacques Derrida: envíos pendientes (Viña del Mar, Cenaltes, 2017).

Ha publicado más de una veintena de artículos en revistas especializadas, capítulos de libros y ha traducido a importantes autores franceses contemporáneos, entre ellos a Jacques Derrida y a Marc Crépon.

 

 

 

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Javier Agüero Águila

 

 

Imagen destacada: Madres paralelas (2021).